lunes, 3 de diciembre de 2012

Tócala otra vez, Sam...


'Lo dicho: metes cuatro cosas en una maleta, cortas la luz y el agua por si acaso, cierras bien la puerta detrás de ti, tiras la llave a una acequia, te calas la boina, te atas los machos y ¡hale!, al camino. A partir de ese momento, el mundo es tuyo...' (1)

Es muy posible, que fuera una visión parecida a aquéllas otras que inspiraran a Frank Capra obras maestras, como Juan Nadie o Qué bello es vivir, cuya moraleja, en el fondo y en mi opinión, no es otra que aquélla que concede a los pobres de la tierra el derecho de soñar. Me topé con él, sí, al final de un largo paseo en el que Míster Autumn -por favor, no confundir con el Míster Scrooge de Dickens, aunque ambos, en mayor o menor medida, pequen de avaros-, vestido con el abrigo de cachemira, la bufanda blanca alrededor del cuello y sombrero de copa como un auténtico y seductor gentlemen, despertaba miradas de admiración, aunque las modas hubieran poco menos que exterminado a las criadas y matronas que antaño y por tradición, se prestaban gustosamente al cortejo.
Los querubines de la fuente, al contrario que yo, y aún desnudos, no tiritaban de frío. Sonreían, posiblemente observando maliciosos los símbolos ancestrales de este Magerit en el que todo el mundo que viene se apea en Atocha -como diría, castizamente, Joaquín Sabina- que portaban con cierto clásico orgullo, digno de otros hemisferios greco-latinos, una indulgente pareja de tritones: el madroño y la osa. Una osa apenada, diría yo, por la muerte súbita del Tío Pepe, por encima de cuyo distinguido y tipycal spanish reclamo -cuerpo de botella, sombrero de ala ancha y guitarra en bandolera-, situado en ese centro magnético que es la Puerta del Sol, solía remolonear coqueta en las noches de luna llena, tirando incansablemente de su carro.
Estaba sentado en una de las cuatro esquinas masónicas del estanque, con un saxofón a flor de labios. Le reconocí al instante, por la melodía que interpretaba. No había duda, era el Hombre de Hojalata. Había envejecido, y quizás por ese motivo de dignidad perdida en los ríos de la existencia, se había visto obligado a exiliarse del Mundo de Oz, sintiéndose un estorbo. Puede, también, que mi apreciación fuera falsa y que hubiera abandonado voluntariamente aquél lugar sobre el arcoiris, para terminar aquí las etapas de su largo peregrinaje, pensando -¿por qué no?- haber hallado la misteriosa casilla 64 del Juego de la Oca, que en el fondo, no es otra cosa que el Juego inapelable de la Vida.
Tentado estuve de hacerlo, pero en ningún momento le dije Tócala otra vez, Sam. Sólo sé que, cuando me alejé, lo hice canturreando Somewhere over the raimbow. Extraños caminos los del peregrino.

(1) Fernando Sánchez Dragó: 'El camino del corazón', Editorial Planeta, S.A., 10ª edición, mayo de 1991, página 32.