lunes, 14 de marzo de 2011

In illia tempore: Santa Cristina de Lena

Finales de junio de 2009. Aunque se vislumbran algunos nubarrones por encima de las montañas que rodean a ésta apacible población asturiana de Pola de Lena, no parecen amenazar lluvia. Al menos, de momento. Resulta extraño, sin embargo, encontrarse en una provincia como Asturias y no verse sorprendido por esa lluvia meona, de nuberos o juancabritos, característica de la región, al igual que las fumarolas de niebla que se desplazan sigilosamente laderas abajo, hasta cubrir unos valles que rebosan vitalidad a raudales.
La brisa, ligera hasta el momento, se ve acompañada por los tañidos ocasionales de los cencerros de las vacas que pastan plácidamente en los prados aledaños a este promontorio espiritual hacia el que me dirijo, en cuya cúspide, marcando con milimétrica precisión el punto geodésico, la iglesia prerrománica de Santa Cristina permanece estática e inmutable al devenir del tiempo, tan profundo e inmemorial es el sueño encantado que la guarda.
No obstante el silencio, así como la repentina sensación de soledad, reafirman una belleza que, definida en una proporción sin lugar a dudas áurea, habla por sí sola. Siendo ligeramente posterior a la vecina iglesia de Santa María de Naranco, su misterio se acentúa -proporcional, cuando no superior- en los detalles, posiblemente metafísicos que influyeron en su ubicación, así como en la ausencia de mención en crónica alguna de la época. Detalles sobre los que uno no puede, por menos, que preguntarse el por qué. Pero son multitud las preguntas que quedan sin respuesta, cuando uno permanece, siquiera unos minutos, en un lugar donde anida el espíritu. Como el abad Virila de Leyre, uno podría dormir aquí un sueño centenario y despertar en otro tiempo, cuando no en otro mundo. Un mundo, quizás, donde el susurro del viento todavía conserva inmemoriales ecos de olvidadas liturgias de origen celta e incluso anterior.

El espíritu se manifiesta, también, en ese caracol que asciende indolente los milenarios sillares, dejando un tenue rastro plateado a su paso. A cuestas lleva, perfecta y sublime, la espiral de los maestros constructores. Extraordinario: ¡qué modelo tan grande, para un ser tan pequeño!. Un enigma conocido prácticamente por todas las culturas y civilizaciones de la Antigüedad; incluso por aquéllas que, según la ortodoxia oficial, nunca tuvieron contacto, como la maya. O al menos, así nos lo quieren hacer creer. Maese Gaia, pues, no puede evitar ponerte una lección tras otra ante los ojos, siquiera para que nunca olvides que no hay mejor filántropo ni maestro que ella.

No fue el magister que levantó Santa María, pero piensan los expertos que el mago que soñó ésta iglesia de Santa Cristina pertenecía, como aquél, a ese corpus hermeticum que, cual miembros de una camelotiana corte de caballeros constructores, vivía a la sombra del rey Ramiro. Tampoco se conoce su nombre. Frente a tan hermético silencio, tengo la impresión, en ese sentido, de hallarme frente a una herejía similar, comparativamente hablando, a aquélla otra que llevó a los airados sacerdotes de Amón a borrar cualquier mención del faraón adorador del sol y monoteísta: Amenofis IV, también conocido como Akhnatón.

Traspasar el umbral de este templo montañés conlleva, en un acto a priori tan simple como mecánico, una experiencia extrasensorial, acorde con un universo en el que la luz y la oscuridad continúan ejerciendo una pugna que se remonta al alba de los tiempos. La confianza que genera una, desparramándose por los intersticios de los ventanales contrasta, sin embargo, con zonas lunares en las que por un momento se tiene la impresión de ser escrupulosamente observado, siquiera por la impregnación simpática de unos recuerdos que, en el fondo, se niegan a desaparecer.

Su vinculación con la arquitectura visigoda, posiblemente resulte más evidente en ese maravilloso iconostasio que permanece inalterable, como un orgulloso centinela, delante de un altar en el que impera una talla de Santa Cristina, de época indeterminada, que, cual Ícaro imaginario, sostiene una pluma en su mano. La arquería, pieza clave en su conjunto, se torna por un momento colosal, vista desde la tribuna regia, por la que se accede mediante unos escalones situados al fondo de la nave. Tal es su curioso efecto, vista desde ésta posición de privilegio, que los arcos de medio punto semejan olas: las olas de un mar de piedra que acercan a la orilla de los bancos la magia geométrica de unas celosías elaboradas artesanalmente en bloques unitarios de arenisca, en cuya elaboración eran auténticos maestros los canteros astures.

Y no obstante el sonido de los pasos sobre el empedrado, seco, como la explosión final de un trueno rasgando un silencio que a veces se puede incluso palpar, metafóricamente hablando, la paz que se respira en el interior de esta pequeña joya arquitectónica, conlleva una certera sensación de unidad cuando, algún tiempo después, y ante la mirada tranquila de la guardesa de mediana edad, deshaces el camino realizado al principio, fundiéndote con un entorno en el que nunca deja de acompañarte la sensación de que incluso el tiempo, ese Judío Errante condenado a vagar eternamente, ha encontrado por fin un lugar en el que descansar. Si no en este lugar sagrado, sí al menos en un entorno en el que, después de todo, aún vagan numerosos fantasmas por las ruinas de castros y campamentos romanos, numerosos en las proximidades.

Santa Cristina de Lena, otro enclave del Espíritu en la tierra de la Reconquista.