martes, 18 de diciembre de 2012

Feliz Navidad, Feliz Año Nuevo y Feliz Camino



'Cada nuevo ciclo en la vida significa una muerte interior, una pérdida que, en muchas ocasiones, resulta sumamente dolorosa. Pero después de toda muerte se resucita a una nueva vida y no nos está permitido dejar de "caminar"' (1)

Estamos prácticamente en vísperas de Navidad. Muchos caminos están cubiertos de nieve. En algunos de ellos, las huellas que va dejando el peregrino, mueren detrás de él. Como está a punto de morir este año. Y lo hace, para que otro nuevo comience a florecer, comience a vivir. Ahí está, a la vuelta de la esquina, a punto de ser parido a través de esa vagina solsticial, esa jauna infernii con la que Jano, el dios ambivalente, el de las dos caras, nos viene sorprendiendo a lo largo de los siglos. Aún no tiene rostro; ni tampoco una personalidad definida. Pero por alguna extraña razón, todos lo llevamos en el corazón. Y por alguna extraña razón, también, todos pensamos que será rubicundo, que tendrá las mejillas sonrosadas, los ojos claros, como la Verdad, que pesará cerca de cuatro kilos y que vendrá con el pan debajo del brazo. Quizás empiece mal, y nos amargue con su llanto algunas noches; puede, incluso, que nos exija paciencia y que su hambre, a destiempo, nos parezca incluso desorbitada. A lo mejor nace manso, como los leones de las Cortes, aquellos que se dejan acariciar y fotografiar con los ciudadanos cuando las cosas van bien. O quizás nazca con la indiferencia del que ve la vida pasar desde la seguridad de su cuna de oro. Pero, sea como sea, y a falta de padres conocidos, todos tenemos la obligación de apadrinarlo, de velar por su educación, y de no reparar en esfuerzos para que crezca sano, para que crezca fuerte, para que crezca justo. Apadrinemosle, y como verdaderos peregrinos, introduzcamos en su vida los mismos conceptos que hacen del Camino una fuente inagotable de Amistad y de Solidaridad. Apadrinemosle, y hagamos que crezca en Paz. Más no se le podría pedir.

Feliz Navidad, Feliz Año Nuevo y más aún, muy Feliz Camino.


(1) Grian: 'El Peregrino Loco', Ediciones Obelisco, S.A., 1ª edición, febrero de 2006, página 67.

lunes, 17 de diciembre de 2012

El gigante del Museo Nacional de Antropología de Madrid



Se le conoce como el Gigante Extremeño, pero su verdadero nombre era Agustín Luengo Capilla. Su esqueleto no apareció, rodeado de ajuares funerarios, en ninguno de esos enigmáticos templos megalíticos, cuya autoría el investigador francés Louis Charpentier (1) atribuía a una raza de gigantes que habitó el planeta en tiempos anteriores al Neolítico. En realidad, su cuerpo tampoco se encontró por casualidad en esos inhumanos almacenes de tristezas y olvidos que son los osarios, ni fue inhumado, en olor de multitudes y botafumeiro,  de ninguno de esos potenciales cementerios medievales que, en el fondo, son la mayoría de iglesias románicas. De haber seguido con vida, hoy tendría, aproximadamente, la edad de 186 años y hubiera sido un candidato perfecto para ampliar la lista matusalénica que hace de la Biblia el Libro Guinnes de los récords de longevidad conocidos. Sus orígenes, como el mío, como posiblemente el de Vd. o como el de aquél otro que, aunque poco menos que desnudo recorre con paciencia esos infinitos caminos que la vida le depara, son humildes. Tan humildes o más, diríase, que para llevarse un mendrugo de pan a la boca -pensemos en lo cerca que estamos muchos, de que nos suceda lo mismo- donó voluntariamente su cuerpo a la Ciencia. Su vida fue breve: se fue con 28 años poco menos que recién cumplidos, y todavía cabe preguntarse si tuvo tiempo de estrenar el par de botas que le regaló el rey Alfonso XII. Aún se le recuerda en su pueblo, Puebla de Alcocer, provincia de Badajoz, donde entre otras reliquias, todavía se conserva al menos una de dichas botas.
Desapercibido para la mayoría de visitantes y peregrinos que pasan por Madrid, tal vez la inclusión de su impactante esqueleto entre la cantidad de recuerdos antropológicos, de curiosidades diversas y diferente procedencia, no sea, en el fondo, casual. No en vano, este Museo, para mayor información, formaría parte de un imaginario aunque mágico triángulo, cuyos otros dos vértices estarían formados por el Parque de el Bueno Retiro y la Basílica que cobija a una de las dos Vírgenes Negras que se conservan en Madrid: la Virgen de Atocha. 


(1) Louis Charpentier: 'Los gigantes y el misterio de los orígenes', Editorial Plaza & Janés.

Publicado en Steemit, el día 4 de Febrero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/gigantes-en-madrid

viernes, 7 de diciembre de 2012

El Ángel Caído



¡Cómo has caído del cielo, lucero brillante, estrella matutina, derribado por tierra, vencedor de naciones!. Tú que decías en tu corazón: "Subiré a los cielos, por encima de los astros de Dios elevaré mi trono, me sentaré en el Monte de la Asamblea, en el límite extremo del norte. Subiré sobre las alturas de las nubes, me igualaré al Altísimo". ¡Pero al seol has sido derribado en el extremo más hondo del pozo!..., el peregrino cerró las Sagradas Escrituras, sin olvidar situar la cinta sobre el pasaje de Isaías, que revelaba -críptico, como el Apocalipsis de San Juan-, uno de los episodios más apasionantes, y a la vez más oscuros de la Creación: la rebelión de Lucifer. Siempre había sentido curiosidad por ésta excelsa figura venida menos, y en ocasiones se preguntaba si Lucifer, después de todo, no fue algo así como el primer peregrino a quien el orgullo -¿o sería mejor decir un exceso de confianza?- había precipitado de cabeza en esa oscura casilla del Tablero Cósmico, en cuyo pozo habría de permanecer por los siglos de los siglos hasta que otro peregrino de características similares cayera también, ocupando su lugar. Pero, ¿quién como él -se preguntó- sería lo suficientemente brillante y a la vez lo suficientemente loco, como para intercambiar su lugar?. ¿Quizás aquél que siempre es representado alanceándole, pisoteándole, empujándole al abismo?. No, imposible: éste se encontraba probablemente muy a gusto en olor a beatitudes. Qué pensamientos más extraños -se dijo el peregrino, a continuación- recordando su última visita a uno de los escasos lugares en el mundo, donde una estatua recuerda a Lucifer intentando elevarse otra vez hacia los cielos, pero siendo atraído irremisiblemente a la tierra por el abrazo de otro ser, quizás tan sabio como él, pero terriblemente castigado también: la Serpiente.
¿Cómo pueden un Portador de la Luz y un ser destacado por su Conocimiento caer tan bajo?, se preguntó el peregrino, no obstante pensando a continuación: ¿y cómo podría existir la Luz sin la Tiniebla?. Con castigo, y aún teniendo que ganarse el pan con el sudor de su frente desde los tiempos del famoso mordisco de Eva, -la mente del peregrino, una vez liberados sus oscuros engranajes, continuó liberando toxinas de imposible filosofía- el hombre recién comenzaba a olisquear en el tufillo impenetrable de la Creación, arañando, quizás, parte de la piel de aquél defenestrado Lucifer, cambiándole el nombre por uno más tecnócrata y actual, como bosson de Higgs. ¿Y las teorías acerca del Caos?. Entre unos y otras, ¿lograrían alguna vez encerrar a Dios en una probeta?. ¡Qué insensatez!.


Hay puntos muertos, sobre todo cuando una pregunta lleva a otra, y a otra, y aún a otra más, como una interminable cadena de ADN, que se pierde en el infinito. La mente del peregrino, vulgar a fin de cuentas, pero hábil a la hora de utilizar el recurso de la evasión, se lanzó en caída libre hacia hemisferios más humanos, antes de quedarse sin oxígeno y vomitar en el orinal de la angustia. Lejos de Dios, de la Ciencia y sus Misterios, interminables e infinitos como un Ouroboros o serpiente que se muerde la cola -por algo en la Edad Media, el círculo representaba a Dios- pensó en el romanticismo implícito en el mito y se imaginó al escultor, Ricardo Bellver, como a otro Abraham Stoker, llevando una doble vida, piadosa por el día pero remando en el lóbrego mar de las iniciaciones secretas por la noche, para recrear la figura melancólica de su monstruo. Quizás por eso había tantos mensajes ocultos, no sólo en la estatua misma -imán que atraía por sí solo los objetivos de las cámaras de travellers y turistas- sino en el punto donde ésta se levantaba. Un punto, una extensiòn hacia el infinito, exactamente situado en el kilómetro 666 de la autopista del Infierno. O lo que es lo mismo, ¿fue casual que Bellver ideara la estatua para colocarla, con toda exactitud en este punto situado a 666 metros exactos sobre el nivel del mar?. Ahora bien, esto conlleva una cuestión inquietante, continuó divagando la mente del peregrino, siempre y cuando en el siglo XIX, las mediciones no eran tan precisas, sino que, generalmente, solían mantener un margen de error de entre 50 y 60 metros. ¿Cómo lo supo Bellver?. E independientemente de este escabroso dato, el peregrino, no obstante sabiendo que una de las fuentes de inspiración del escultor fue Milton y su Paraíso perdido, las características de los elementos de la estatua y la fuente que la soporta, no dejan de ser reveladores y apuntan, en cuanto a números, aquéllos otros contenidos en el pasaje dedicado a Las dos bestias, del Apocalipsis de San Juan.
Después de un rato perdido en oscuros pensamientos, el peregrino se levantó del banco, guardó el libro sacro en un bolsillo de su anorak, recogió el bordón y la esclavina y se alejó caminando. Habiendo salvado la tenebrosa casilla del pozo, continuó caminando. En el respaldo del banco, dejó grabado un aviso para los futuros peregrinos que llegaran al lugar:
Y su número es 666...



martes, 4 de diciembre de 2012

Peregrinando por el Parque del Retiro de Madrid


Supongo que en mi precipitación, debí suponer que la historia, en honor a la verdad -al menos, a la verdad cronológica, que generalmente suele ser menos falsa que la verdad histórica- no empezaba en el lugar donde un envejecido Hombre de Hojalata evocaba con su música el mundo de ensueño que todos suponen situado en algún lugar del arcoiris. Tampoco el peregrino se vio abducido por un inesperado tornado surgido de la nada -lugar del que suelen venir todas las sorpresas-, como Dorothy, la niña del cuento -siempre me he preguntado, por qué las mejores aventuras están siempre protagonizadas por una niña, llámese ésta Dorothy, Alicia o Mafalda- sino que se levantó temprano esa mañana de domingo, después de haber soñado con una afortunada tirada, en la que los dados -generalmente caprichosos en cuanto a suertes, como si la mano que actúa detrás de ellos pensara que todos los hombres somos toreros- habían sumado un bingo, llevándole directo a una Casilla Oca. Lejos de tirar por tirar, sino porque le toca, es cierto que el peregrino pensó que tal vez esa diáfana claridad que atravesaba con fantasmales efluvios el cristal de la ventana, pudiera deberse a un sol que últimamente parecía amedrentado por unas nubes que, a semejanza de grandes odres, amenazaban con terminar definitivamente con la agonía de unos campos que aún sufrían las taquicardias asfixiantes del verano.
El sol, evidentemente, era engañoso. Lo supo apenas puso los pies en la calle y la primera bofetada de un aire gélido como el aliento de la Parca, tensó los músculos de su cara de la misma manera a como un maestro lo hubiera hecho con las cuerdas de su guitarra española. Decidirse a jugar el Juego de la Oca, conlleva buscar, necesariamente, los lugares mágicos de cualquier ciudad. En una cosmopolita e isidriana Magerit, hay muchos lugares mágicos, después de todo. Pero quizás, ninguno sobresalga tanto ni sea tan especial, como el Parque del Retiro. No hay elección, pensaba el peregrino, mientras el traqueteo del metro lo acercaba inexorablemente a su destino, realizando el tránsito de estación en estación. Sabía que, una vez comenzado el juego, los jugadores desarrollan la partida en función de sus habilidades, pero también sujetos a sus costumbres.
El peregrino solía visitar el Parque del Retiro en contadas ocasiones, es cierto, pero siempre que lo hacía, por alguna extraña razón que ni él mismo conseguía explicarse, penetraba en el recinto mágico por aquélla entrada a los infiernos bautizada, curiosamente, como la Puerta del Ángel Caído. Tal decisión conllevaba un riesgo, naturalmente, y el peregrino no sólo lo aceptaba, sino que también lo asumía a pecho descubierto. Y lo hacía, porque el propio juego, y en su defecto las normas universales de aprendizaje, así lo exigían. No hay triunfo sin riesgo, solía decirse a sí mismo, no tanto para darse ánimos como para cultivar su objetiva visión de las cosas. Una visión que, en resumidas cuentas, y equivocada o no, formaba parte, no obstante, de su Verdad personal.
Resultaba una visión sublime, pero triste a la vez. El otoño, como el gran transformista tragicómico que es, estaba interpretando su papel con escrupulosa atención al guión impuesto por una gran directora de la que nadie se acordaba nunca en la entrega de los Oscars: Madre Natura. Los tonos bermellones, contrastaban notablemente con el verde peremne de otros árboles tocados por la fortuna de la lotería de la vida. Recordó -¿cómo no hacerlo, si aún de pequeño se le saltaban las lágrimas al leerlo?- el cuento del pajarillo con el ala rota al que rechazaban todos estos árboles que ahora, y en la mente comparativa del peregrino, le recordaban el proceso de crecimiento de uno de los insectos más interesantes y bellos del mundo: el lepidóctero. Sólo que al revés. La mariposa, adulta y hermosa en toda su plenitud, vuelve a su estado de larva y fenece en la crisálida a la espera de una nueva transformación en la única rueda que nunca detiene su camino: la rueda de la evolución. ¿Puede un jugador estancarse definitivamente?, pensó a continuación, a escasos metros de la estatua que el escultor Ricardo Bellver dedicó a aquél que, en opinión del peregrino, fue el primer peregrino universal: Lucifer. ¿Cómo puede alguien, cuyo nombre es Portador de la Luz, haber caído en la casilla de la cárcel -o en la costilla de Adán- y permanecer en ella por los siglos de los siglos, independientemente de la palabra Amén?. El orgullo, murmuró el peregrino para sus adentros, mientras contemplaba el gesto de rabia del Ángel -¿o era, quizás, de dolor, de impotencia, de arrepentimiento?- enmarcado en el esplendoroso fondo dorado que formaban las hojas de los árboles situados detrás de la estatua. Resultaba una estampa, en absoluto exenta de elegancia, que hizo que el peregrino recordara que hasta incluso para la arrogancia, el Karma Divino, incomprensible pero sumamente sabio cuando no eficaz, movía ficha para que todo, o todos, tuvieran, al menos una vez, su particular minuto de gloria. Pero de haber continuado subyugado por el magnetismo de la escena, el peregrino tal vez hubiera compartido ese minuto de gloria con el viejo y solitario Lucifer, pero al hacerlo, también se hubiera dejado seducir y habría perdido irremisiblemente el rumbo de su propia partida.


En el centro del Laberinto -o de la Espiral, que en el fondo, no deja de ser también otra forma de laberinto-, como en el mágico tablero del Juego de la Oca, hay también un jardín y un estanque. Para continuar jugando, el peregrino era consciente de que tenía que llegar hasta él, y encontrar a esa oca de la fortuna, que le permitiría seguir avanzando, porque a pesar de todo, y también de los años que llevaba caminando, ésta, no obstante, no era sino otra etapa más de un Camino en el que siempre tenía la extraña sensación de realizarlo en círculos, como la misma Tierra alrededor del Sol.
Ahora bien, dado que había numerosos senderos para llegar hasta ese Centro de Poder -qué poco le gustaba esta palabra al peregrino, sobre todo cuando se aplicaba al Mundo del Espíritu- y todos ellos con características parecidas aunque nunca iguales, el peregrino supo -como aquél que provisto de esclavina y bordón, planifica la ruta a seguir para acceder a la búsqueda de sí mismo de la mejor manera posible, aunque sus pasos le lleven hasta el Campus Stellae o incluso más allá, al Finis Terrae- que tenía que elegir. Su elección, probablemente, formaba parte de la historia personal del Hombre de Hojalata, independientemente de que su alma, lordbyroniana y romántica, se hubiera decidido de inmediato por seguir ese sendero que, posiblemente más corto y casi por completo tapizado de hojas caídas, le hizo sentir el ataque feroz de la nostalgia frente al recuerdo de que, por mucho que nos duela reconocerlo, nada es eterno y todos, en cierta medida, nos hacemos eco de las palabras de Mircea Eliade, buscando el eterno retorno. La eternidad es como un parpadeo en el ojo de Dios, recordó haber leído el peregrino, quizás en uno de los textos sagrados del hinduísmo, como el Baghavad Gita, aunque en realidad, tampoco estaba seguro de ello.
Sintió, no obstante, que su historia para alcanzar la casilla oca que le estaba aguardando, estaba conectada a la sonrisa -quizá feliz, quizá burlona- de unos ojos que le miraban desde la eternidad del mármol; a dos seres imposibles, pero generosos, que sujetaban, encerrados en la vileza de un escudo, los dos símbolos primigenios de Madrid: el madroño y la Osa que todavía lloraba contrita la muerte súbita del anuncio de Tío Pepe que había acampado toda la vida por encima de la Puerta del Sol. Y por supuesto, a la oca, que nadaba feliz en unas aguas que, pensó el peregrino, por un momento parecían haberse teñido con el color del cielo.
En el monumento de homenaje a la ilustre figura de Jacinto Benavente, las Artes Escénicas, reconvertidas en una delicada fémina de bronce, elevaban hacia el infinito una careta. ¿Puede haber un símbolo que mejor represente a la raza humana?, se preguntó el peregrino, colocándose la suya al abandonar el Lugar Mágico.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Tócala otra vez, Sam...


'Lo dicho: metes cuatro cosas en una maleta, cortas la luz y el agua por si acaso, cierras bien la puerta detrás de ti, tiras la llave a una acequia, te calas la boina, te atas los machos y ¡hale!, al camino. A partir de ese momento, el mundo es tuyo...' (1)

Es muy posible, que fuera una visión parecida a aquéllas otras que inspiraran a Frank Capra obras maestras, como Juan Nadie o Qué bello es vivir, cuya moraleja, en el fondo y en mi opinión, no es otra que aquélla que concede a los pobres de la tierra el derecho de soñar. Me topé con él, sí, al final de un largo paseo en el que Míster Autumn -por favor, no confundir con el Míster Scrooge de Dickens, aunque ambos, en mayor o menor medida, pequen de avaros-, vestido con el abrigo de cachemira, la bufanda blanca alrededor del cuello y sombrero de copa como un auténtico y seductor gentlemen, despertaba miradas de admiración, aunque las modas hubieran poco menos que exterminado a las criadas y matronas que antaño y por tradición, se prestaban gustosamente al cortejo.
Los querubines de la fuente, al contrario que yo, y aún desnudos, no tiritaban de frío. Sonreían, posiblemente observando maliciosos los símbolos ancestrales de este Magerit en el que todo el mundo que viene se apea en Atocha -como diría, castizamente, Joaquín Sabina- que portaban con cierto clásico orgullo, digno de otros hemisferios greco-latinos, una indulgente pareja de tritones: el madroño y la osa. Una osa apenada, diría yo, por la muerte súbita del Tío Pepe, por encima de cuyo distinguido y tipycal spanish reclamo -cuerpo de botella, sombrero de ala ancha y guitarra en bandolera-, situado en ese centro magnético que es la Puerta del Sol, solía remolonear coqueta en las noches de luna llena, tirando incansablemente de su carro.
Estaba sentado en una de las cuatro esquinas masónicas del estanque, con un saxofón a flor de labios. Le reconocí al instante, por la melodía que interpretaba. No había duda, era el Hombre de Hojalata. Había envejecido, y quizás por ese motivo de dignidad perdida en los ríos de la existencia, se había visto obligado a exiliarse del Mundo de Oz, sintiéndose un estorbo. Puede, también, que mi apreciación fuera falsa y que hubiera abandonado voluntariamente aquél lugar sobre el arcoiris, para terminar aquí las etapas de su largo peregrinaje, pensando -¿por qué no?- haber hallado la misteriosa casilla 64 del Juego de la Oca, que en el fondo, no es otra cosa que el Juego inapelable de la Vida.
Tentado estuve de hacerlo, pero en ningún momento le dije Tócala otra vez, Sam. Sólo sé que, cuando me alejé, lo hice canturreando Somewhere over the raimbow. Extraños caminos los del peregrino.

(1) Fernando Sánchez Dragó: 'El camino del corazón', Editorial Planeta, S.A., 10ª edición, mayo de 1991, página 32.