lunes, 19 de noviembre de 2012

Ruteando por San Pedro de Arlanza


Una hora después de comer, apenas alejada la tormenta como aquéllas oscuras golondrinas de Bécquer, que nunca volvieron a Sevilla, el ambiente continúa liberando humores a pólvora mojada. Covarrubias queda atrás, junto con sus bien puestos mondongos patrimoniales, sus ilusorias brujas -que son de la buena o de la mala suerte, como en cualquier otro lugar del becerro de oro que es España-  y sus nobles fantasmas del ayer. Semejante a un sueño, el camino nos precipita, una insignificancia de kilómetros más adelante, en una testa táurica y carcomida por los agujeros de gusano del tiempo, cuyos cuernos, semejantes a una media luna, los añade una carretera general que parece secuestrar al viajero -cual homérica sirena- hacia el hechizo mortal de los cantos gregorianos de Silos: Te Deum Laudamus.
Intentar describir San Pedro de Arlanza, resulta algo más que un tópico. A fin de cuentas, ¿cómo describir lo indescriptible?. La visión, lejos de parecerse a ese espejo histórico y cultural que fue en tiempos este venerable cenobio, causa llagas dolorosas en la imaginación, hasta el punto de que ésta, febril como en un sueño producido por una mala digestión de absenta, queda atrapada en las márgenes pestilentes de una estigia laguna, llamada comparación. Odiosa, pues, como dice la voz popular que son las comparaciones, el viajero recoge el alma que se le ha caído a los pies, y pegándola con esparadrapo barato a ese valor, que según su Cartilla Militar, se le supone, avanza a trompicones por una imaginaria tierra de nadie -ese típico y británico no man's land-, que delimita, juez y parte, lo que fue, de lo que es.
Sin pretenderlo, asiste a un casual espectáculo, en el que una familia -mesas extendidas, tarteras repletas de tortilla, filetes empanados y desodorante de domingo- reproduce, a escasos metros de los mochos absidiales, un remedo de la Última Cena: Magdalena reparte cubiertos, distribuye los platos y corta el pan; Judas señala con el dedo a Pedro y Pedro es reprendido para que deje ya de joder con la pelota y se siente en la mesa con los demás. El secreto de la Creación, se advierte en las espirales de un caparazón de caracol que algún dios, o alguna diosa, quizás, extiende sobre el plano ilimitado que es su mano. Einstein se apellida Relatividad y las ruinas del monasterio, como el inquieto abad Virila, llevan dormidas casi doscientos años, sin duda embelesadas por el canto sobrenatural de un invisible ruiseñor.
Surrealista, como en una película de Luis Buñuel, el viajero franquea un umbral donde las sombras juegan al ratón y al gato con una luz que, tímida cual adolescente, pretende ocultar el acné escondiéndose por los rincones. No obstante, antes ha tenido que vencer el paso honroso impuesto por un anónimo caballero que, lanza en ristre, cual símil pétreo de don Suero de Quiñones plantado en el puente que franquea las turbulentas aguas del río Órbigo, campea por encima de la desangelada portada renacentista.


Sobrecogido por el tétrico armazón de arcos y galerías apuntalados por imaginarios maderos de ruina y abandono, el viajero se pregunta, angustiado, qué ha sido, o mejor dicho, qué ha pasado con la cuna de Castilla, pues tal fue el apelativo de este lugar desde su fundación en el año 912. ¿Quién, continúa preguntándose, ha sido la pérfida mano que ha mecido, con tan desgraciadas intenciones esta cuna, para convertir su plácido sueño en la más horrenda de las pesadillas?. No obtiene respuesta. Siente que el eco de su propios pasos, es como ese polvo de Bob Dylan, que se lleva el viento junto con todas las respuestas. Silencio. El silencio, anónimo como las marcas de cantero que se desparraman cual puñaladas por los muros desnudos, es un ser que tiene vida propia; una vida que finge y que también se oculta, como las intenciones humanas, debajo de una vulgar careta. Porque eso después de todo, la vulgaridad y no otra cosa, es lo que queda del primigenio ora et labora del lugar, una vez firmado el finiquito después de mil años de servicios a la Historia de España.
- No busques, viajero -le dice una voz interior- los incomparables frescos que un día fueron el alma viva que aunaba belleza y creatividad, sed nomine tua da gloriam. Hoy descansan en Cataluña y Nueva York.
- No busques el perdón, peregrino, ni preguntes por la magia de su portada románica -parece contestar el viento-, pues hoy coge polvo en el Museo Arqueológico de Madrid.
- Ya que vienes de Covarrubias y has visto el sepulcro de Fernán González, ve ahora allá, a la catedral de Burgos y pregunta por el sepulcro románico de Mudarra...Ve, ve, ve...
Después de un último vistazo a las lápidas del piso de la iglesia, cuyos abades parecen decirle adiós con el báculo, el viajero marcha. En su mente y en su corazón, alienta el fugitivo pensamiento de que ha vivido una verdad a medias: ha estado en San Pedro de Arlanza, sí, pero, ¿ha visto, ha conocido, ha sentido San Pedro de Arlanza?.
Después de todo alguien, probablemente sabio y por defecto ambiguo, dijo una vez que lo políticamente incorrecto, el tiempo termina convirtiéndolo en apócrifo. Camino de Silos el sol, cubierto buena parte del día por las nubes, parece exhalar un último suspiro, y durante unos minutos -posiblemente eternos en la mente de un artista- compensa al viajero con una breve explosión de gloria.