No sólo parte de la mirada
retrospectiva del arte arquitectónico que caracterizó ciertos periodos o modas
en los siglos XIX y XX se dirigió a aquél estilo arcaico que los románticos
definieron –con mucho acierto, en mi opinión- como bizantino, y que hoy día todo el mundo conoce como románico, sino que también fijaron sus
pupilas y su imaginación, en aquél otro arte, más complejo, soberbio e
inconmensurable, que procedente, quizás, de las nuevas incorporaciones a
Occidente traídas por los cruzados de Tierra Santa –algunos investigadores, no
obstante, suponen que su magnificencia y espontaneidad se debió exclusivamente
a la necesidad de incorporar nuevas soluciones en los problemas y obsolencias
del románico-, deslumbró desde mediados del siglo XIII hasta principios del
siglo XVI, siendo sus mejores y más cautivadores exponentes, las grandes
catedrales: el gótico. El neogótico o
nuevo gótico, pues, también acaparó
el interés de una sociedad que comenzaba a sentirse hastiada de los excesos del
barroco y las austeras tiralíneas renacentistas, que tanto juntos como por
separado, rompieron la armonía de los viejos templos románicos. Una buena
prueba de lo que se habla, no sería, sino, éste magnífico templo madrileño de
San Jerónimo el Real, conocido popularmente como los Jerónimos. También es cierto que su privilegiado emplazamiento,
enfrente del Museo del Prado –al cual se incorporó como parte de la ampliación
diseñada por el arquitecto Rafael Moneo, quedando su claustro renacentista como
sala de exposición-, hace que tanto directa como indirectamente, sea uno de los
edificios cultuales y culturales más visitado de Madrid. Si bien, ya existía
como monasterio de jerónimos a finales del siglo XV –de hecho, fue uno de los
más importantes de la época-, su estado de deterioro y la mencionada
incorporación al Museo del Prado, hicieron que se desmontara y reconstruyera en
el mismo lugar, añadiéndose, con probabilidad, algunos elementos, curiosamente
heterodoxos, como el polisquel que se
vislumbra en el rosetón principal, así como un no menos curioso tímpano, donde
se aconseja, igualmente por su sutil heterodoxia, echar un detenido vistazo a
esos capítulos del Nacimiento y la Adoración que se reproducen por debajo del
Calvario, enmarcados, a modo de cenefa, por la foliacea abundancia de un
profundo inconsciente, que podríamos denominar, sencillamente, Madre Natura.
De
su interior, sin duda destacables y no exentas de arquetípico simbolismo, cabe
destacar obras de relevantes artistas, como el San Jerónimo Penitente, de
Alonso Cano, la Virgen con el Niño en un trono de ángeles, de Jerónimo Jacinto
Espinosa o la Adoración de los pastores, de Francisco Rizi. Representativo,
además, es el retablo lateral izquierdo, junto a la cabecera, que contiene una
soberbia representación de la Trinidad cristiana, en la que se aprecia cómo el
Padre sostiene al Hijo, crucificado éste en una emblemática cruz Tau. Pero sin
duda, por su prodigalidad, se podría decir que uno de los detalles más
interesantes de este magnífico templo, es su fijación mariana, siendo las más
representativas, de todas las imágenes que se pueden apreciar, las de
Covadonga, el Pilar y Guadalupe.