martes, 9 de abril de 2013

La iglesia de San Claudio de Olivares


La iglesia románica de San Claudio de Olivares, cercana también a la ribera del Duero a su paso por Zamora, y de hecho, a la de Santiago de los Caballeros, sancta-sanctórum en la que éstos no sólo eran consagrados como tales sino en la que también cumplían sus obligaciones de paladines velando armas (1), se levanta en uno de los extremos de una agradable plazuela, en la que, así mismo y quizás tomando nota de la vecina provincia de Orense, se alza un crucero de piedra frente a su portada principal. De frente también a esta portada, y en lo más alto del montículo, se tiene una extraordinaria panorámica de parte de los elementos más relevantes de esa Zamora, arcana y medieval, conformada por la muralla, el castillo de Doña Urraca, la casona denominada del Cid, así como la hermosa torre románica y el maravilloso cimborrio bizantino de la catedral de San Salvador.
A medida que el visitante se acerca a ella, se define la figura del Agnus Dei, elemento que también se localiza en una de las portadas cegadas de la iglesia de San Juan de Puerta Nueva, situada intramuros, junto al Ayuntamiento. Un Agnus Dei que, a la manera de los antiguos crismones, preside el lugar central –centro simbólico- de la portada principal de acceso al templo. Un centro, qué duda cabe, que se ve ampliamente acompañado de un extenso abanico de motivos, cuya simbología lo convierte en una auténtica Porta Speciosa, que atrae como un imán la atención de todo aquél visitante que acude a contemplar uno de los templos más singulares y completos de la ciudad. Como el resto, la iglesia de San Claudio de Olivares pertenece a esa era –siglo XII- en la que, posiblemente motivada por los crueles enfrentamientos con las poderosas huestes del Islam, en plena época de expansión y reconquista, una auténtica explosión de fe convirtió a Zamora en todo un referente nacional, al menos, en cuanto a templos se refiere. Tampoco debería extrañarnos en exceso, si tenemos en cuenta que la ciudad fue arrasada y vuelta a construir, por lo menos en dos ocasiones. Fama de ello tienen las, a priori, tranquilas aguas del Duero, que engrosaron con sangre su caudal, algunos metros más allá del antiguo puente medieval, en lo que en la actualidad, constituye una parte de la plácida y hermosa ribera, por donde éstas discurren en su eterno vagabundeo hacia Portugal y la Madre Mar.
Pero si la portada, con sus magníficas representaciones ha de llamar, necesariamente la atención, posiblemente sean los motivos de los capiteles interiores aquellos que, tanto por su calidad como por su temática, constituyan el plato fuerte con el que el cantero medieval quiso agasajar –metafóricamente hablando- a una comunidad imbuida en unas creencias religiosas que, independientemente de los múltiples significados, constituían un modus vivendi muy presente y sentido en la época. De tal manera, que pecados y virtudes, campean a sus anchas, de una manera exotérica, con escenas bíblicas donde quizás sobresalga el manido tema de Sansón y el león. Un Sansón que, lejos de limitarse a desquijar al animal, cabalga sobre él, como si el cantero hubiera querido reproducir realmente la figura del iniciado, aquél capaz de acceder al Conocimiento y dominarlo. Es posible, que el viajero que haya conocido algún templo del Principado –como el de Santa María de Teverga- vea ciertas semejanzas en la labra y detalles, como para preguntarse si quizás, sólo quizás, pudo tratarse del anónimo taller itinerante que abandonó la protección de los montes astures para establecerse en la llanura, a medida que iba acrecentándose la Reconquista y repoblándose tan bastos territorios. Pero todo, lógicamente, deriva a una simple y a la vez personal cuestión de interpretación.
Interesante, por otra parte, y a la vez magnífica, es la talla del Cristo crucificado sobre una cruz de gajos. Una cruz original, de ese modelo tan peculiar, que invita a reflexionar sobre la antigua tradición que refiere que una vez muerto Adán, de su cráneo surgió un árbol, cuya madera se utilizó, siglos, cuando no milenios después, como elemento de martirio y redención.
No menos interesantes son, así mismo, las representaciones de San Lázaro –en un principio, reconozco que pensé que se trataba de una representación inusual de San Roque, pues son realmente muy similares, salvo con la diferencia de que uno muestra la herida en su muslo izquierdo, generalmente y el otro la muestra en la espinilla (2)- y de San Antón, otro santo mistérico, portador emblemático de una no menos sagrada y mistérica cruz: la Tau. Llama la atención el lugar en el que están situadas –posiblemente, una tumba en sus orígenes- y los restos de pintura, que entre las formas geométricas sobrevivientes, se advierte alguna esvástica.


(1) Como vimos en la anterior entrada, uno de los casos más significativos fue que en ella se nombró caballero a Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador.
(2) Del error me sacó, mediante una amena conversación telefónica, mi buena amiga Laura Alberich, nuestra querida Baruk.