lunes, 27 de junio de 2011

Enigmática Leache


'En el centro de Navarra, e incluso en el norte, encontramos hermosas casas de piedra, construidas en su mayor parte, desde el siglo XVI al XVIII que reflejan el bienestar producido por la emigración a América y en las que es posible hallar reminiscencias de estilos artísticos determinados, desde una especie de románico tardío y empobrecido, hasta el barroco y neoclásico, pasando por el gótico, el renacimiento, e incluso el herreriano. Sin embargo, los canteros de las aldeas llegaron a crear un estilo propio que tuvo gran difusión en los siglos XVII y XVIII...'.

[Julio Caro Baroja (1)]

Situado relativamente cerca de Olleta, una vez dejado atrás el Alto de Lerga, y a escasos kilómetros de Aibar, el pueblecito de Leache atesora una historia antigua, no exenta de singulares enigmas, que se hallan aún muy lejos de resolución, por mucha tinta que se haya escrito y por mucha tinta que se escriba, incluida la presente. Quien lo visite en la actualidad, gozando de su pinturesco entorno, y sobre todo, paseando por sus tranquilas calles, estará de acuerdo, si no con todas, sí al menos con algunas de las aseveraciones de Julio Caro Baroja añadidas aquí a modo de introducción, encontrándose por sorpresa con éstas pequeñas señas de identidad, que han ido formando un conjunto urbano multidisciplinar. Y es que, al poco de comenzar nuestro paseo, veremos elementos de la mayoría de estilos citados, conjugándose como argamasa goética -o mágica, por el misterio que las envuelve- con el conjunto característico de sus edificaciones, incluido aquél que, a falta de nombre mejor, podemos llamar, simple y llanamente, como moderno.

De lo moderno, posiblemente no reparará en nada que le llame la atención, de manera que es recomendable que centre sus sentidos en esas reminiscencias del pasado que, estoy seguro, le dejarán con la boca abierta. Por supuesto, cada uno es libre de comenzar su visita por donde mejor le plazca, faltaría más; nosotros lo hicimos por la parte alta, alli donde algún gigante -seguramente algún airado jentilak de la mitología vasco navarra- se negó a compartir protagonismo con los evangelizadores cristianos en algún periodo oscuro de la Historia, y de un soplido -como el célebre cuento infantil de los tres cerditos- derribó sin contemplaciones el que a todas luces parece el templo más antiguo del lugar: la iglesia románica de San Martín de Tours. Es bueno reseñar la procedencia del santo, para no confundirlo con ese otro San Martín Dumiense, empedernido enemigo de los veneratore lapidum -o adoradores de las piedras- responsable de la destrucción de numerosos dólmenes y recintos megalíticos en diferentes lugares.

Al contrario que en otras zonas de la provincia donde pervive el recuerdo o la posibilidad, siquiera legendaria, de la presencia del Temple, aquí, en Leache, son los propios vecinos quienes confirman las menciones de los carteles explicativos, mentando, como donados de la villa, a los sanjuanistas; o lo que es lo mismo, a la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, creada algunos años antes que aquéllos y rivales. La donación más relevante, fue la otorgada en 1195 por Sancho VII el Fuerte, ese rey que tuvo un brillante protagonismo, según la tradición, en la batalla de las Navas de Tolosa, acaecida en julio de 1212, y cuya fortaleza -superaba, según las crónicas, los dos metros de estatura- le daba el certero aspecto de un auténtico jentilak, un gigante.

Aún sobrevive, enfrente de la planta desnuda de la iglesia -como curiosidad, añadir que la parte frontal donde antiguamente se situaba la espadaña, sirve en la actualidad de pista de frontón- una vieja casona, con algunos añadidos modernos, que perteneció a los hospitalarios, cuyo propietario actual recuerda -por escuchárselo decir muchas veces a sus abuelos- la supuesta existencia de un túnel que la conectaría con la iglesia. El túnel, hasta el día de la fecha, no se ha encontrado, y aunque sea un detalle común a muchas épocas -no sólo a los siglos XII y XIII, en que están datados estos templos- su confirmación y descubrimiento podría guardar, también, alguna que otra interesante sorpresa.

Como sorpresa es encontrarse, una vez empapados con los jirones de historia que se funden en los entramados de la arquitectura popular, con ese fenomenal Magicum Perpetuum o pentalfa que se localiza en el tímpano de la portada principal de acceso al templo de Nª Sª de la Asunción, situado en la parte baja del pueblo, viendo como un sueño del Renacimiento -el hombre universal, del genial Leonardo Da Vinci- había sido soñado, siglos antes, por mentes románicas, que veían en Dios el centro y origen de todas las cosas.

Y no obstante, no deja de ser significativo, encontrarse el mensaje, posiblemente salutífero, de éste hombre universal del Medievo, encerrado en esa estrella de cinco puntas -o pie de druida, como también se la denomina en algunos círculos- formando parte de un universo simbólico espectacular, donde tampoco faltan referencias celtas; donde en uno de los capiteles, una monstruosa cabeza de serpiente, con su boca abierta, recuerda aquélla otra famosa cabeza situada en Roma, donde, según la tradición, los mentirosos no se atrevían a meter la mano. No puedo evitar preguntarme, por tanto, si ésta serpiente de Leache tenía una finalidad similar, en esos lejanos tiempos en los que el peregrino aún era capaz de entender los ritos y mensajes que encontraba en su largo viaje iniciático hacia la tumba del Apóstol, evitando, así, caer en las garras de la hidra de siete cabezas -representativa de los siete pecados capitales- que se muestra en otro curioso capitel, situado enfrente.

Detalles, importantes en algunos casos, con los que se tropieza inadvertidamente en ocasiones, pero que, en el fondo, constituyen un paso más en la búsqueda de esa trascendentalidad que, afortunadamente, aún podemos pensar que no se ha perdido del todo.







(1) Julio Caro Baroja: 'Los pueblos de España', Ediciones Itsmo, 2ª edición, 1ª tirada, enero de 1976, páginas 29-30.

martes, 21 de junio de 2011

El Palacio Real de Olite

Olite, capital de una de las cinco históricas merindades navarras, distante, aproximadamente, una veintena de kilómetros de Puente la Reina y 40 de Pamplona, la capital. Cuesta imaginarse esa escalofriante Edad del Hielo en la que en éste entrañable solar sólo existía una infinita extensión de tundra. Una tundra primordial, como ese primigenio mar, que fue convirtiéndose, gradualmente, en un hábitat humano en el que dejaron su huella celtas, romanos, visigodos, árabes y cristianos, que protagonizaron épicos y a la vez fascinantes episodios de una Historia que continúa andando, como los cientos de peregrinos que, año tras año, recorren curiosos sus calles buscando una parte de Iluminación vital en su camino.

Olite ha legado al mundo, cuando menos, tres auténticas joyas artísticas: la iglesia de San Pedro, la iglesia de Santa María la Real, y por supuesto, el Palacio Real. Un palacio que fascina por sus numerosos detalles: la perfección, que recuerda esas espectaculares maquetas -Exim Castillos, con el que muchos jugamos en nuestra niñez- cuyas piezas estaban milimétricamente calculadas y en número justo para formar una fortaleza de ensueño; la forma en que las piedras reflejan la luz del sol, creando unos dorados únicos, que juegan, en una curiosa danza, con las sombras proyectadas por sus caprichosas torres y almenas; el gigantesco nevero, que parece el huevo fosilizado del más formidable de los animales prehistóricos; sus patios, los muros y columnas de sus jardines, por las que trepan, cual ejército invasor, multitud de plantas y enredaderas; sus ventanales ojivales, que en contraste con la luz, semejan ese infinito espacio exterior en el que se bañan las estrellas. Detalles, multitud de detalles, como multitud son las marcas que los canteros dejaron como recuerdo entre sus arcaicos muros, pentalfas y patas de oca entre ellas, que te vas encontrando, con pasmosa asiduidad, sobre todo en los estrechos escalones que conducen a las torres y a las almenas.

Un palacio en el que también dejaron su huella numerosos personajes históricos y que fue protagonista, como tantos otros lugares, de esa historia de amor y odio que protagonizaron dos relevantes personajes de nuestra Historia: la reina de León y Castilla, doña Urraca, y el rey de Aragón y Navarra, don Alfonso I el Batallador, aquél rey que fue guerrero y soldado, anticipándose a la llegada de las Órdenes Militares que combatían al infiel en Tierra Santa.

En definitiva, un lugar por el que evadirse durante unos agradables momentos y dejarse llevar simplemente por la ensoñación.




miércoles, 15 de junio de 2011

Rompimiento de Gloria



No se trata de un título elegido al azar, sino que, por el contrario, forma parte de un recurso artístico utilizado por los pintores de todas las épocas, y se refiere al inigualable espectáculo que a veces ofrece el sol al ponerse tras una masa de nubes, mientras éstas adquieren una genuina coloración, que varía entre el rojo y el oro.

Momentos espectaculares, sin duda inolvidables, que han marcado, a través del tiempo, y lo seguirán haciendo, el alfa y el omega de las etapas del peregrino, y que no puedo dejar pasar la ocasión, al menos de mostrarlos en este blog, tal y como me los he ido encontrando en mi camino. Un grato placer, que sin duda reafirma la aseveración de aquél filósofo francés -Paul Elouard- que dijo una vez: hay otros mundos, pero están en éste.





domingo, 12 de junio de 2011

Puente la Reina-Gares

En el principio estaba el puente, afirmaba el historiador navarro José María Jimeno Jurío a quien, entre otras obras de interés, debemos agradecer un excelente monográfico acerca de la vecina ermita octogonal de Santa María de Eunate (1). Pero aparte del Puente y de constituir ese Axis Mundi Jacobeo donde todos los Caminos se hacen Uno, Puente la Reina es un bastión simbólico que atrae la percepción del peregrino a todo lo largo y ancho de su inmemorial Calle Mayor.

El viaje simbólico, como una jugada imaginaria de ese inmemorial Juego de Caminantes, comienza apenas dejado atrás el albergue de los Padres Reparadores, situados ya a pie del pórtico de entrada a la iglesia templaria del Crucifijo (2), donde el peregrino se siente integrado en una jugada afortunada, que le indica que lleva el camino correcto, cuando vislumbra, en el primer capitel de la izquierda, un signo de éxito y avance: dos ocas felizmente unidas por sus cuellos. Despues, aproximadamente en el centro del arco de medio punto, y entre una gran variedad de figuras simbólicas, vislumbrará un curioso rostro, con la boca abierta, en actitud de soplar que, en sentido figurado, le insuflará aliento o fuerza vital para continuar su camino. Pero no lo hará nunca, antes de entrar en la iglesia y meditar unos minutos frente a otro de los Símbolos Primordiales de Puente la Reina y el Camino Jacobeo: el Cristo renano del siglo XIV, crucificado sobre una cruz con forma de Pata de Oca.

El Viaje, lejos de terminar, se hace puramente argonáutico a partir de aquí, y continúa algunos metros más adelante, sin abandonar nunca esa ancestral Calle Mayor, que como una entrañable aya -que sabe más por vieja que por aya- nos conduce a las puertas de otro templo de visita ineludible. Un templo donde Maitre Jacques, el Santo Patrón, nos recibe en su acepción de Beltza -o como diría cualquiera de las tres antiguas Maris desaparecidas (3), no os extrañéis, hijas de Jerusalén, de que mi piel sea negra, es que me la ha tostado el sol- y este color, el negro, se nos vuelve a hacer presente con el hermanamiento que existe entre esta ciudad de Puente la Reina y Segovia, con el vínculo de una cuarta Virgen Negra, la Soterraña, que mora en las profundidades del Monasterio de Santa María la Real de Nieva y vuelve a recordarnos los antiguos misterios. Misterios que continúan más abajo aún, al comienzo de ese puente con forma de lomo de asno -no olvidemos que el asno, aunque menos elegante quizás que el caballo, siempre ha cumplido, como éste, una importante misión como portador del Conocimiento- donde ya no veremos a la Virgen del Puy que custodiaba el paso del río Arga, pero donde hay que poner siempre mucha atención por si acaso algún día la fortuna nos brinda la ocasión de encontrarnos, ya convertidos en auténticos Peregrinos, con ese mágico Txori, que nos limpie también la cara y nos alivie los sufrimientos del Camino.

Y si después de este pequeño viaje iniciático, queremos meditar en paz sobre todo cuanto real o imaginario hemos contemplado durante nuestra visita, nada mejor que hacerlo cómodamente sentados en una terraza, en compañía de un buen vaso de vodka con naranja y rodeados de Amigos del Camino con los que, aunque no se cruce una palabra, una simple mirada basta para saber que, después de todo, Todos -y perdón por la redundancia- caminamos en la misma dirección.

Puente la Reina-Gares: un lugar inolvidable.






(1) José María Jimeno Jurío: 'Eunate, hito jacobeo singular', Colección Panorama nº26, 1ª reimpresión, Gráficas Lizarra, 2003.

(2) Antiguamente, se denominaba Santa María del Orzs, de los Huertos, y perteneció al Temple hasta años después de la extinción de la Orden, en que pasó a ser propiedad de los Hospitalarios.

(3) Santa María de Eunate, Santa María de los Huertos y aquélla otra que residía al comienzo del Puente y recibía cada amanecer la visita del pájaro Txori que le limpiaba la cara, la Virgen del Puy.

martes, 7 de junio de 2011

Estella (Lizarra)

'Tras ascender una empinada colina llegaréis a Lorca y, desde allí, salvando un magnífico puente de piedra, alcanzaréis Villatuerta, a la salida de la cual, en la bifurcación de caminos, tomaréis por la derecha, hacia Estella, la monumental y hermosa Estella que parte en dos el río Ega...'.

[Matilde Asensi (1)]

Al dejar atrás Cirauqui, no pasamos por Lorca. Sí lo hicimos por Villatuerta, pero eso fue al regreso de nuestra provechosa excursión por la Sierra de Urbasa, ese hábitat natural de los enigmáticos y legendarios jentilak, cuyos pueblecitos, amén de guardar interesantes secretos, ya tenían preparado el tradicional mayo. Con Estella se puede decir, o mejor dicho, parafrasear a Paulo Coelho (2), y afirmar que de alguna manera, tenía que volver, porque, en el fondo, creo que forma parte de mi Historia Personal. Una historia que comenzó un soleado día de julio de 2009, después de haber dejado atrás la magia de Leire y la increíble historia del Abad Virila; haber visitado, allá donde todos los caminos se hacen uno, al Cristo renano de la iglesia del Crucifijo, a Santiago Beltza, en la iglesia que lleva su nombre, haber subido al cielo y bajado a la tierra por su puente románico con forma de lomo de asno, preparando un retorno a Madrid no querido, pero por desgracia, irremediable.

Por aquél entonces, la iglesia de San Pedro de la Rúa permanecía oculta por un sin fin de lonas y de andamios, cerrada a cal y canto para someterse a una laboriosa operación de estética. Tan laboriosa, que ahora, dos años después, aun padecía los rigores de un post-operatorio que, manteniéndola inactiva, obligaba a dar media vuelta a turistas y peregrinos. Tampoco tuve oportunidad, ésta vez, de presentarle mis respetos a Nª Sª de Rocamador; y no obstante, aunque breve, de mi estancia en Estella pienso que saqué, cuando menos, algunas inolvidables impresiones que nutren esa Historia Personal que cada uno vamos escribiendo en las páginas doradas de nuestra Vida. Me gustaría pensar, que precisamente a esas páginas pertenecen, por ejemplo, las confidencias hechas al amigo; unas confidencias, cuyo secreto se llevó aguas abajo un río, de aguas esmeraldinas y nombre Ega, que separa la ciudad en dos partes.

El Palacio de los Reyes de Navarra, con sus mensarios capitelinos donde se nos vuelve a recordar el mito heróico de la lucha entre Roldán y Ferragut; capiteles donde no faltan arpías, ni tampoco referencias a esos siglos oscuros, anteriores a la batalla de las Navas de Tolosa, donde todavía en el escudo de Navarra no figuraban las cadenas que el propio Sancho VII, el Fuerte, arrancó de la tienda del miramamolin almohade. Iglesias que dominan la parte alta, amurallada, enfrente de un peñasco que recuerda un pequeño Gibraltar, donde San Miguel alancea sin piedad a un diablo con forma de serpiente; donde San José, ajeno como en las representaciones del Maestro de Agüero, asiste a la adoración de los Magos; donde las Tres Marias recuerdan a las Tres Matres Celtas y donde uno vuelve a encontrarse con un curioso símbolo, que a falta de mejor nombre, denominaré como graffiti-crismón, que algunos consideran templario y que se localiza en algunos templos de la provincia, como en el de la Asunción de Villatuerta y, por supuesto, en ese enigma sagrado que es Santa María de Eunate.

Pero, sin duda, volver a caminar por un casco histórico cuyas calles, estrechas y entreveradas horizontal y verticalmente como un singular alquerque medieval, no deja de ser, en el fondo, una experiencia sensorial, en la que el viajero puede imaginarse inmerso en un laberinto en el que confluyen leyes relativas que complementan, en un limbo imaginario, pervivencias de pasado, de presente y de futuro. Unas y otras conviven, apuntaladas, a escasos metros: el pasado, representado en esa tienda de licores y vinos finos que acumula el moho de años de cierre y abandono; el presente, algunos metros más arriba, en esa tienda de oportuna creación, que seduce a la nostalgia del turista, vendiéndole recordatorios con el nombre de souvenirs; y por supuesto, el futuro, representado en ese viejo edificio en remodelación cuyo uso final, de momento, se ignora.

Y por último, una sorpresa quizás insignificante, pero emotiva, que puso una nota de humor al colofón de una comida en un restaurante chino y dejó perplejo a nuestro más querido sibarita: junto al anís las Cadenas, una botella de anís del Mono. Posiblemente, una de las pocas que se puedan encontrar en el Reino de Navarra.






(1) Matilde Asensi: 'Peregrinatio', Editorial Planeta, S.A., primera edición en Colección Booket, septiembre de 2006, página 45.


(2) Paulo Coelho: 'El Alquimista', licencia editorial para Círculo de Lectores, 1996, página 108.


(3) De origen templario y denominada, en un principio, de Santa María dels Orzs, de los Huertos.


(4) Beltza: negro.

domingo, 5 de junio de 2011

Cirauqui

De camino a la Rioja, y algunos kilómetros antes de Estella, el peregrino busca acomodo y cobijo en éste pinturesco pueblecito navarro de Cirauqui. Aunque breve, de mi estancia en Cirauqui recuerdo, con nostálgica claridad, una mañana donde las nubes se habían confabulado para restar protagonismo a un sol deseoso de dorar unos campos que rezumaban la frescura de un húmedo invierno; una estrecha y empinada Scala Dei, que es su calle principal, que desemboca en el albergue de peregrinos, a escasos metros de unos escalones de piedra que conducen a la pequeña plazuela situada al pie mismo del pórtico principal de entrada a la iglesia de San Román. Este hermoso ejemplar del románico navarro del siglo XII, posiblemente sea, en esencia, el lugar más emblemático del pueblo. Ese punto neurálgico que concentra la atención del peregrino desde tiempo inmemorial, ofreciéndole, a través del simbolismo de sus curiosos capiteles, mensajes subliminales que manos expertas consignaron, labrando magia en la hasta entonces inerme piedra.

Una magia, que inventó a la Sirenita siglos antes de que Andersen soñara su cuento y Copenhagen la convirtiera en emblema nacional; un emblema nacional que, curiosamente, sufre continuos y similares aguillotinamientos que las figuras de muchos de nuestros templos. Enfrente de ella, dos grifos enfrentados continúan ese viaje virtualmente simbólico que asocia elementos mitológicos con virtudes y pecados, los cuales han de orientar el camino espiritual de unos fieles nacidos a abismal distancia de la Cultura.

Algo más abajo, aunque no muy lejos de donde una estela de finales del siglo XVI nos recuerda la veneración de los navarros por este arcaico ornamento funerario, la iglesia de Santa Catalina, situada enfrente del frontón del pueblo, convertido ocasionalmente en mercadillo, continúa ejerciendo -aunque con las páginas de sus capiteles terriblemente roídas por las polillas del tiempo- esa labor pedagógica medieval, introduciendo, en los canecillos de su ábside, un elemento que se observa en numerosos templos de la provincia: los gemelos.

Pero sin duda, la imagen que con más nitidez y de manera más entrañable acude puntual a mi memoria cada vez que pienso en Cirauqui, no es la figura de ese gato negro que cruza por delante de mí con esa lejana elegancia de modelo característica de los felinos, sino la visión de esos hermanos del Camino que, en solitario o en grupo, ascienden indolentemente la cuesta, el rostro curtido a la intemperie y los pensamientos volando detrás de la próxima etapa.