martes, 22 de noviembre de 2016

La Soterraña de Olmedo


'Los agujeros negros del universo no son nada comparados con los agujeros negros de nuestro pasado'
[Peter Kingsley (1)]

Menos conocido fuera de su ámbito provinciano y eclipsado, en parte, por la meritoria dramaturgia de Lope de Vega y su famoso, audaz y desdichado caballero, la medieval Villa de los Siete Sietes, Olmedo esconde un tesoro mariano –aparte del tesoro mudéjar de su románico, estilo al que ha dedicado un meritorio Parque Temático-, que si bien su historia conocida pretende remontarse a esos episodios milagreros y propagandísticos que la diplomacia cristiana supo tan bien aprovechar en su favor en ese turbio periodo de la Historia conocido como Reconquista, el hilo de Ariadna de sus antecedentes conducen, inevitablemente, a esos oscuros laberintos mistéricos celtas y al eco cavernario –siempre presente, a pesar de los esfuerzos por silenciarlo de los Primeros Padres de la Iglesia- de la Gran Madre: el santuario de la Soterraña. No deja de ser un hecho significativo, además, la existencia de tres santuarios dedicados a ésta figura de la Soterraña –o Virgine pariturae, como la denominaban los celtas, sobre cuyas grutas se elevaron no pocas catedrales- en tres comunidades vecinas que, sobre el mapa y de igual modo que los antiguos santuarios pre-cristianos –si hemos de tomar en consideración, parte las interesantes investigaciones de Eslava Galán, referidas a santuarios jiennenses similares-, forman un singular triángulo, como el manto o velo isíaco, que suele caracterizar algunas de las imágenes más significativas, como son el Pilar y Covadonga: ésta Soterraña de Olmedo; la Soterraña que ocupa el altar mayor de la iglesia basilical de San Vicente, en Ávila capital y aquélla otra, deliciosamente tostada por el sol, que vela en soledad –eso sí, custodiada por unas formidables pinturas de San Cristóbal- en lo más recóndito de la iglesia de Santa María la Real, en Nieva, Segovia, figura ésta última que, curiosamente, se encuentra hermanada con otra Soterraña –imagen más moderna y blanca, no obstante-, que se localiza en el interior de la iglesia de San Pedro -a escasos metros de distancia de la iglesia templaria de Santa María dels Horzs, también conocida como del Crucifijo por la forma de pata de oca de la cruz del Cristo renano que custodia en su interior- situada en esa localidad navarra donde se juntan los caminos y donde hace tiempo que no se tiene noticia de ese carismático y bienhechor pájaro txori que cada mañana acudía a limpiar el rostro de la Virgen que había junto al puente con lomo de asno levantado en el siglo XI para que los peregrinos pudieran atravesar el río Arga: Puente la Reina.

Anexa al ábside de la iglesia mudéjar de San Miguel -segundo Patrón de la ciudad, y dotada de un ábside que presenta la extraña particularidad de tener canecillos labrados- junto a la puerta y las murallas que llevan el nombre de dicho arcángel, sobre la cripta donde se conserva la imagen románica de la titular, del siglo XIII y posible sustituta de otra anterior, y el pozo asociado, también relacionado con la conquista del lugar por el rey Alfonso VI –remedo, tal vez, de la visión de Constantino, pues según la leyenda la Soterraña se le apareció para decirle que ganaría la batalla contra los musulmanes que resistían en la ciudad-, una capilla -probablemente levantada en el siglo XVII cuando, según las crónicas, la imagen fue trasladada de su lugar en el altar mayor de la iglesia-, llama poderosamente la atención, por su forma octogonal. Una forma, o mejor dicho, la recuperación de un modelo de arquitectura que, por algún motivo indeterminado, tuvo cierta proliferación en este siglo y que, según se puede constatar en muchos de los casos –Almazán, Briones, etc- alberga Cristos o imágenes marianas con fama de muy milagreros. A dicha cripta –como en el caso de la iglesia de Santiago, en la población zaragozana de Luna, que alberga una notable y misteriosa imagen de la Virgen del Alba-, se accede desde el altar mayor de la iglesia, observándose, en el lateral derecho del túnel y cerrado a cal y canto, el pozo del milagro –como sucede en algunos templos dedicados a una extraña santa, Marina, siendo de interés el que se localiza en la población orensana de Santa Mariña de Augas Santas, o incluso, no dejan de llamar la atención los frescos donde se representa a esta santa con el dragón a sus pies, como se puede comprobar en Madrid, en el antiguo monasterio de San Jerónimo el Real, junto al Museo del Prado-, que dan acceso a una capilla, profusamente decorada con un sinfín de barroquismos, entre las que no faltan las alusiones a los hombres-verdes de las tradiciones celtas o a santos de carácter mistérico, como aquél supuesto evangelizador de la India y figura muy venerada en el santoral templario, que es San Bartolomé. 


(1) Peter Kingsley: 'En los oscuros lugares del saber', Ediciones Atalanta, S.L., 3ª edición, Girona, 2010, página 58.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Infiesto: Santuario de la Virgen de la Cueva


Que llueva, que llueva,
la Virgen de la Cueva,
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan...
Eco de esas manifestaciones de la Gran Madre, surgidas desde lo más profundo de la noche cavernaria y útero metafórico al que retornó el primer homínido en busca de consuelo y protección, algunos enclaves todavía parecen transmitir, a pesar del exceso de beatitud judeo-cristiana que los engalana, cual hacen las bolas en el tradicional árbol de Navidad, parte de ese ancestral magnetismo que hizo de ellos lugares sin duda alguna especiales. Infiesto, a escasa distancia de Arriondas y del entorno mágico de Cangas de Onís, Covadonga y los Picos de Europa, conserva, algunos insignificantes metros más allá de donde Tánatos expende billetes para la nave de Caronte -el Tanatorio-, uno de esos lugares especiales y posiblemente, también, el origen de aquélla coplilla popular que los sufridos aldeanos dedicaban a los cielos y los niños -cuando el Corte Inglés y los juguetes apenas eran un arma cargada de futuro-, coreaban en sus juegos: el Santuario de la Virgen de la Cueva.

En efecto, salvadas las mansas aguas del río Piloña por un pequeño puente de piedra, en cuyo arco y con mucha imaginación, cualquiera puede pretender ver esa jiba de asno que caracterizaba el meritorio trabajo ingenieril de los maestros pontífices del Camino -no olvidemos, que por estos andurriales transcurría un camino real que muchos peregrinos seguían en dirección a la catedral de San Salvador de Oviedo, pues no en vano se tomaban muy en serio el dicho de que quien va a Santiago y no al Salvador, visita al siervo y olvida al Señor, y que en las cercanías se localiza un curioso templo románico dedicado a la no menos curiosa figura de San Martín de Escoto-, un interesante abrigo natural se congratula en la actualidad con las bendiciones Orbi et Orbe y los loores a María, desdibujados por la maza de la ortodoxia y el escoplo del suplantamiento de identidad, los antiguos laberintos y espirales que lo asociaban con una sacralidad mucho, muchísimo más antigua, posiblemente conocida por los peregrinos medievales, pese a los maquillajes cluniacenses.

Independientemente de ello, no deja de ser cierto, después de todo, que el lugar, visto con los ojos y la disposición de alma que a cada uno le apetezca, es un lugar hermoso y apacible, en el que poder hacer oportuno descanso y sufragar parte de esa ardiente fiebre que sufre todo aquél que, de alguna manera, emprende un viaje a la busca y captura de la más escurridiza de las Musas: Sophia.


miércoles, 2 de noviembre de 2016

La Cabrera: convento de San Antonio


No es falta de valoración, pero sí de conocimiento, aquello que muchas veces nos induce a buscar fuera de las fronteras de la comunidad donde vivimos, unas maravillas que, por afortunadas circunstancias, parecen ser más prolíficas en comunidades foráneas. En este caso, y bueno es reconocerlo, puede decirse que ignorancia -mea culpa, Sophia me absolva- y casualidad -dudo que no se pudiera aplicar aquí el parámetro causalidad, o como diría Paulo Coelho, cada uno llega a los sitios en el momento en el que se les espera, pero eso ya es otra historia que tal vez cuente algún día cuando hable de ese curioso fenómeno que se llama sincronismo-, me sorprendieron cuando hace unas semanas emprendí un viaje corto sin más objeto que valorar y cumplir con una invitación a comer, así como con la perspectiva de pasar unas breves horas en grata y amistosa compañía. Cierto es, también, que junto con la invitación y parafraseando a Goethe, se me tentó con la vieja levadura, haciéndome saber de ciertas piedras que posiblemente –crea fama y échate a dormir- podrían interesarme. Poco podía imaginarme entonces, que aproximadamente a 70 kms de Madrid, podía existir un lugar tan genuinamente interesante, como es el convento de San Antonio, en La Cabrera. Y no sólo interesante, sino además, deliciosamente sorprendente, porque aparte de ubicarse en un lugar sobresaliente por su belleza, destaca –dime Sancho, de dónde proceden estos maravillosos lodos-, por exponer algo que todos solemos dar prácticamente por perdido en las insondables ciénagas de la Historia: el románico de Madrid.

En efecto, a la vera de los picos Cancho Gordo y de la Miel –esos que uno nunca se cansa de contemplar, las tropecientas veces que va o viene por la autovía de Burgos-, este lugar –que en modo alguno ha olvidado el bordón del peregrino y la hospitalidad benita-, nos sorprende por la pureza románica que todavía conserva en la cabecera y en parte de la nave de la iglesia. Una cabecera, que sigue la línea de otras inconmensurables construcciones –algunas de las cuales, como el monasterio de Santa María de Moreruela, en Zamora, que han corrido peor suerte y hoy día muestran los efectos de la ruina y el abandono- mostrando un ábside principal y cuatro absidiolos laterales y una iglesia, en cuyo trazo y columnado puede advertirse, quizás, una piadosa mano de alarifes mozárabes, digna, de cualquier modo de admiración.

De su historia, lejana en el tiempo y misteriosa en sus orígenes, se supone que germinó a partir de los eremitorios que hubo en sus inmediaciones –alguno posteriormente utilizado como corral y cuarto de aperos-, aunque se acepta, generalmente, la hipótesis de que éste hijo pródigo del románico peninsular vio la luz a partir de una pequeña ermita. Pero si atrayente es por sí mismo este pequeño Shangri-Lá perdido en las estribaciones de Somosierra y Guadarrama, no lo son menos los datos arqueológicos e históricos relacionados con su entorno, ni tampoco los ricos arquetipos que contiene. De lo primero, se puede dar referencia de la existencia de un castro celta en las proximidades; de un cementerio visigodo y también de la existencia, en época medieval, de un poblado con un nombre un tanto peculiar, que ya nos pone en antecedentes de cuando Magerit estaba en el punto de mira de reyes conquistadores como Alfonso VI: San Julián de Toledo. En cuanto a los arquetipos con él relacionados –buena antigua levadura para el peregrino-, no estaría de más meditar, en primer lugar, en el nombre de uno de los picos –de la Miel-, la Fuente Octogonal –por cierto, y salvando la ornamentación, muy similar a otra que se encuentra en los jardines del esotérico parque madrileño del Capricho-, la existencia del Thuja orientalis o árbol de la vida –de donde se extrae la madera también para fabricar ataúdes, otro símbolo relacionado con el retorno a la Madre- y, sobre todo, volviendo la mirada a ésta genuina Figura, la desconcertante presencia de una Mater, negra y primordial, la de Montserrat, visible en un altar conformado por otro elemento que, como la tierra y el agua y sin ser Thuja orientalis -¿o sí?-, la caracteriza: el árbol. Un árbol y unas ramas que, si hemos de ser suspicaces, por su forma, conforman otro símbolo ancestral: el tridente o la pata de oca. El lugar, en tiempos modernos, fue propiedad y residencia de recreo –ego les absolva- de una relevante personalidad: Carlos Giménez Díaz. Desde el año 1991, no obstante, reside en él una pequeña comunidad de monjes franciscanos; aquéllos que, en los tiempos oscuros no sólo acogieron entre sus filas a sus defenestrados hermanos del Temple, sino que también iban sofocando las hogueras encendidas por los dominicos.


[Quiero expresar públicamente mi gratitud a José Antonio y Merche. Primero, por su exquisita hospitalidad; y segundo, porque gracias a ellos tuve la oportunidad de conocer este maravilloso enclave].