jueves, 30 de diciembre de 2010

Contribuciones Peregrinas 1

Me gustaría despedir éste año 2010 y comenzar el año nuevo 2011, rindiendo un pequeño homenaje a aquellas personas que, espontánea y generosamente, han compartido fotos y experiencias conmigo, demostrándome que, después de todo, somos muchos los que todavía tenemos la capacidad de sorprendernos y valorar todas esas maravillas que nuestro mundo nos ofrece.
Y quiero hacerlo, en primer lugar, con una bruja muy especial; una bruja viajera y soñadora, que no pierde ocasión de compartir todas aquellas maravillas, cercanas o recónditas, que encuentra en el Camino cada vez que su escoba y sus conciliábulos se lo permiten.




Buena prueba de que tenemos en su persona a una estupenda receptora de Magia, lo demuestran éstas formidables fotografías que se corresponden con los lugares de especial relevancia, visitados en sus dos últimos viajes, sin duda iniciáticos: el Pirineo leridano y la Riviera Sacra.

Mis mejores deseos para el Nuevo Año, Paz, y sobre todo.... ¡no dejes nunca de soñar, sorprendernos y compartir!.

lunes, 27 de diciembre de 2010

El Dolmen de San Martín de Montalbán

Se podría pasar pefectamente de largo sin verlo, si no fuera por la presencia del oportuno cartel que, situado estratégicamente en la cima del montículo, te indica que aquello que tienes delante de los ojos y que apenas se diferencia de otras agrupaciones rocosas que has ido dejando atrás por el camino en el transcurso de tu búsqueda, es el famoso dolmen -o complejo megalítico, como también lo denominan- situado en el término municipal de San Martín de Montalbán.
Un lugar aislado y solitario, desde luego, cuyo desvío se sitúa a dos o tres kilómetros de la referida población toledana, semejando, por su solitaria presencia, una insignificante islilla polinesia en mitad de un océano de cerros y sierras que, como olas bravías, se pierden hasta donde alcanza la vista.
Un lugar, así mismo, bien conocido por los cazadores que, durante éstas fechas y hasta febrero o marzo -motivo por el que se prohíbe el acceso al cercano castillo de Montalbán- son los únicos seres cuya presencia levanta despavorida la fauna del lugar, consistente, principalmente, en liebres y perdices. De hecho, cuando me adentré en el camino forestal, los contínuos estampidos de las escopetas hacían que las primeras cruzaran raudas por delante de mí en un sálvase quien pueda que, por cierto, me puso los pelos de punta. Sensación que no me abandonó durante todo mi recorrido, hasta no estar otra vez sentado al volante de mi coche, regresando por donde había venido.
Junto con la ermita visigoda de Santa María de Melque, y el mencionado castillo de Montalbán, este complejo megalítico forma parte de ese triángulo imaginario, pero no obstante mistérico, que se puede encontrar en la región y que, de alguna manera, vendría a confirmar -al menos en parte- ese peculiar interés que tenían los caballeros templarios por asentarse en lugares que denotaran una influencia cultual anterior.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Retorno a Santa María de Melque

Manteniendo aparte, por su irrelevancia, la disputa territorial entre La Puebla y San Martín de Montalbán, no deja de ser una experiencia casi mística embarcarse un día por estos parajes, y permitir que la esencia del misterio que los acompaña a lo largo de los siglos, seduzca nuestros pensamientos con presencias legendarias. Tal podría ser, por ejemplo, el caso de esos mártires de Dios, como se ha denominado en numerosas ocasiones a los templarios, quienes -causal o casualmente- forman parte también de un entorno que, situado a una distancia aproximada de 30 kilómetros de ese goético y tradicional Axis Mundi que es la ciudad de Toledo, pueden ofrecer una buena pista para considerar la importancia del lugar.
La última vez que estuve, la sosegada tranquilidad del lugar -solitario, cuál oasis en mitad de unos montes que se prolongan en la distancia como un vaivén infinito de olas- se veía ocasionalmente perturbada por unos estampidos secos, fuertes y en ocasiones desgarradores, que procedían, principalmente, de la dirección donde, unos tres ó cuatro kilómetros más allá, se localizan las ruinas del castillo de Montalbán. Un castillo que, además de constituir la base de la que partió el grueso de las fuerzas templarias que en julio de 1212 participó en la determinante batalla de las Navas de Tolosa, ofrece, tanto al curioso como al investigador, docenas de marcas de cantería que, de alguna manera, lo hacen decididamente especial. Y por supuesto, también foco de numerosas leyendas y divagaciones.


Divagaciones que, en el fondo, no dejan de tener algún sentido geométrico determinante, por cuanto que algunos kilómetros antes de llegar al pueblo de San Martín de Montalbán, y siguiendo un desvío en el que llega un momento que el coche ha de quedar irremediablemente aparcado, se localiza el tercer elemento mistérico de importancia en la zona: el complejo megalítico. Ermita visigoda, castillo y dolmen, conforman los ángulos de un triángulo imaginario bajo cuya influencia, como se ha venido demostrando en numerosos lugares de la Península, los freires milites se sintieron poderosamente atraídos.

A juzgar por los restos que aún sobreviven, se ha determinado que Santa María de Melque fue uno de los monasterios más importantes que existían antes de la famosamente triste batalla del Guadalete, acaecida en el año 711 y la invasión árabe de la Península. Muchos de sus secretos, se han perdido a lo largo de las riadas históricas que, como aves de rapiña, han pasado por el lugar. Entre ellos, se especula con las dos vírgenes que había, una Blanca y otra Negra, aunque se sabe que la que llevaba por advocación Virgen de la Leche fue robada hace muchos años. Tampoco queda rastro de las estelas funerarias templarias que, según me comentó en su momento mi inestimable amigo Rafael, se localizaban hace años en la zona del ábside, precisamente donde se ubican la mayoría de enterramientos.

Aún a día de hoy, el origen del pueblo godo continúa siendo un fascinante enigma para los investigadores. No así el hecho de que conocían y utilizaban en sus construcciones la geometría sagrada, y en particular la proporción aúrea. Lo comento, por si alguien que no conozca el lugar y sienta un día deseos de hacerlo, escrute tranquilamente la iglesia y sus proporciones porque, quién sabe, quizá por un momento adquiera la increíble facultad de poder leer las piedras.


domingo, 19 de diciembre de 2010

Breve crónica de una visita a Carranque

'Sombras alargadas

ante mí se extienden,

bajo la inabarcable

bóveda celeste...' (1)

Cronológica y oficialmente, se sitúa a Carranque en las postrimerías del siglo IV d. de C., considerándolo como uno de los conjuntos más monumentales de la Hispania romana. No obstante, caminando por este lado de la ribera del río Guadarrama, donde se ubican sus milenarios restos, resulta imposible no dejarse llevar por los caprichos del espíritu y permitir que éste, una vez liberado de la rígida ortodoxia con la que se ha pretendido presentarnos una Historia más desconocida de lo que se supone, vague a su antojo por unos páramos donde, al cobijo de los chopos, los pinos y los pequeños bosques, campean a sus anchas la liebre y la perdiz.
Si bien hasta el momento el complejo sólo mantiene al descubierto el Palatium, el Mausoleo -hasta hace poco, se le denominaba Ninfeo- y la Casa de Materno, entre sus elementos bien pudiérase uno dejarse perder en las oscuras pero a la vez maravillosas historias tolkenianas de la Tierra Media, poblada de un amplio espectro de seres fantásticos, que acompañaron siempre los sueños más íntimos de los hombres. Por ello, no debemos extrañarnos que entre los más refinados patricios romanos, convivieran contínuas alusiones a unos seres cuyos atributos y superioridad determinaban la vida de los hombres.
Tal es el caso del terrible jabalí enviado por una diosa despechada para acabar con la vida del joven y apuesto Adonis; o el rapto de Hylas por las ninfas; o mejor aún, la espectacular representación de un Neptuno dotado de cuernos y pequeñas antenas, cuya melena e infinitas barbas formadas por olas marinas, recogen el mito alquímico del agua como origen de la vida...
Y sin embargo, tan espectaculares como los mosaicos y su rica simbología, no deja de ser una gran verdad el súbito sentimiento de dêja-vú que el espectador, maravillado aunque pasivo, experimenta en el preciso instante en el que comienza a conocer y dejarse impresionar por los pequeños detalles: unos canteros que, de forma inusual, inmortalizaron su nombre en medio de tan genuinas maravillas. O unas tuberías de plomo, que han continuado utilizándose a lo largo de milenios, siendo relativamente reciente su sustitución por un producto, el plástico, que constituye una verdadera afrenta al medio ambiente.
Y por si esto aún no fuera suficiente para convencernos de que, a la postre, parece que no hay nada nuevo bajo el sol, hay quien entrevé, alargada y escurridiza, la sombra de unos caballeros medievales cuya historia, como la historia misma de Carranque, está todavía envuelta en la más impenetrable de las leyendas: los templarios.
Elementos más que suficientes para hacer que un paseo por Carranque, constituya, ya de por sí, una auténtica aventura.
(1) John Ronald Reuen Tolkien: 'La última canción de Bilbo', ilustrado por Pauline Baynes, Editorial Planeta, S.A., 1ª edición, octubre de 2010.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Paseando con Ocas por la ribera del Tajo

'Para don Juan, la brujería era el acto de corporizar ciertas premisas especializadas, tanto teóricas como prácticas, acerca de la naturaleza de la percepción y el papel que ésta juega en moldear el universo que nos rodea'.
[Carlos Castaneda: 'El arte de ensoñar', Editorial Seix Barral, 1993]

El camino está señalado por una Virgen Negra, que aseguran se llama del Tiro y fue templaria. Cuelga en un cajetín acoplado al muro de la catedral -no muy lejos de donde se localiza una marca con la forma de pata de oca y pocos metros más abajo de la Librería Anticuaria Balaguer, donde posiblemente permanezca olvidado en algún oscuro rincón algún ejemplar del tenebroso Picatrix- misteriosamente oculta por un cristal que ha ido oscureciéndose progresivamente con la pátina de los siglos. A veces, según sea la posición del sol, un rayo lo ilumina y aguzando la vista, se puede ver su rostro, hierático, solemne y regio mirando fijamente hacia una calleja que se pierde en bajada, sinuosa como la cintura de una bailarina árabe, hasta alcanzar las márgenes del río. Un río, el Tajo, que cuando las aguas se calman después de una riada, devuelve a la orilla numerosas reliquias del pasado.
Recuerdo que esa mañana de domingo, el frío penetraba hasta el tuétano, a pesar de los esfuerzos del sol, tímido, no obstante, que en ocasiones se veía interceptado por el paso lento y amenazador de alguna nube de aspecto aterrador y grises intenciones. En la parte alta de la ciudad -allí donde las calles posiblemente forman un laberinto más impenetrable- y donde la tradición sitúa la Casa del Temple, cercana, para más señas, a los callejones del Diablo y del Infierno, las campanas de la iglesia de San Miguel el Alto llamaban a misa. Su eco, seco y lejano como un trueno, reverberaba en el silencio de una calle, cuyos vecinos apenas comenzaban a bostezar.
Mientras, Toledo se desperezaba también lentamente, deshaciéndose del mágico influjo de la noche, y los turistas comenzaban a abandonar las confortables habitaciones de hoteles y posadas, con su mochila al hombro y los mapas de la ciudad en la mano.
Lejos de la bacanal algarabía de los infantes, fieles custodios domingueros de unos padres que se niegan a abandonar la costumbre de acercarse hasta el quiosco de la esquina para comprar, entre otras, la prensa deportiva, las ruinas de los baños árabes permanecían ajenas, recostadas sobre la ladera, sumergidas en el sueño abismal de su antiguo esplendor. La ermita de la Virgen de la Vega, colgada como un farol algo más arriba, aunque en la ladera opuesta del río, parecía revestida de un halo especial al recibir de frente los primeros rayos del sol. Detrás de ella, cuál si fuera un ancla en la pendiente, la Peña del Moro ofrecía el aspecto de un viejo dromedario recostado, con la cabeza ladeada hacia atrás, sin advertir, por tanto, a ese esforzado ciclista que ascendía en solitario la cuesta a la altura del Arroyo de la Degollada.
Apenas llegado a la ribera, tuve un primer atisbo de que el tiempo, relativamente einsteniano, se había detenido milagrosamente, y junto al embarcadero, el paisaje, seguramente a la manera tradicional de la consecución de la Gran Obra comentada en los arcanos manuales de alquimia que aún se ocultan en algunas librerías de viejo y colecciones particulares, sufrió una repentina transformación. Es posible que esa misma naturaleza de la percepción que el brujo don Juan intentaba hacer entender a su afortunado discípulo, hubiera conseguido que ribera y embarcadero formaran ahora parte de un Juego mistérico y trascendente, tan antiguo como el mundo. Un Juego, contenido en un artistico Tablero, en el que, bajo una nueva visión, los elementos hasta entonces conocidos, de manera precipitada aunque extraordinaria, se hubieran disuelto para a continuación transmutarse en la enigmática Casilla 64 del Tablero: el Jardín de la Oca, cuyas puertas sólo se abren después de un largo, arduo y difícil aprendizaje.
La ermita de la Virgen de la Vega, que hasta el momento colgaba en la ladera como un farol guiando al peregrino, era ahora una enigmática ermita situada enfrente de un monte denominado de la Estrella, cuyo exterior, según la Tradición, había que recorrer descalzo tres veces antes de entrar en el sancta-santórum de su capilla de planta octogonal: Eunate.
Una pastora permanecía en cuclillas sobre la base del embarcadero, el cayado sujeto en la mano izquierda sobresaliendo de su cuerpo como un robusto roble, mientras la manada de gansos -algunos en proceso de renovación, a juzgar por el estado de su plumaje- acudían a comer, en grupos de a siete, las migas de pan que ésta mantenía en su mano derecha, completamente abierta y extendida.
Gaia, la Gran Alquimista, había conseguido una sublimación perfecta, y en la mezcla de azufre, mercurio y sal, del inmenso atanor natural habían brotado con espectacularidad suicida los colores del último estertor del otoño: muerte y resurrección. No obstante, algunos jugadores permanecían anclados en la orilla, sujetando pacientemente sus cañas de pescar, esperando que de las pozas ocultas en el fondo del río surgiera la llave que les liberara del hechizo y les permitiera continuar su camino. Otros, sin embargo, más afortunados que los anteriores, cruzaban alegremente el puente en dirección al montículo sobre cuya base se levanta, impertérrito al tiempo, el castillo templario de San Servando, y de hecho, el hospicio donde podrían descansar y recuperar fuerzas para continuar marchando sobre un Tablero que, semejando una galaxia por su forma espiral, apuntaba siempre hacia el Finis Terrae...
Pero como ya he dicho, quizás don Juan estudiara no sólo el arte de la brujería sino también el de la ensoñación en las catacumbas de Toledo; a lo mejor en Higares, en la vedada Cueva de Hércules y todo cuanto he relatado sólo sea producto de....¿una ensoñación?.

Publicado en Steemit (Talentclub), el día 22 de mayo de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/paseando-con-ocas-por-la-ribera-del-tajo

martes, 14 de diciembre de 2010

Despeñando santos en Sierra Mágina: la curiosa tradición del Pachuelo

La primera vez que lo ví, transfigurado en la pared del descansillo del hotel Casería San José de Hútar, en la serranía jienense de Mágina, pensé que se trataba de una Virgen. Una Virgen en la que, desde luego, no se evidenciaban, a simple vista, señales de románico o de gótico que podrían haber hecho las delicias para alguien que, como yo, siente pasión por este tipo de imágenes y el esotérico misterio que las envuelve. Tal vez, pensé, mientras intentaba acertar con la llave en la cerradura de la habitación número 205 -Peña Jaén-, hubiera suerte y se tratara de alguna representación de cualquiera de las famosas vírgenes negras -de esas, negras pero bellas, porque las ha tostado el sol, según el Cantar de los Cantares- veneradas en las cercanas ciudades de Úbeda y Baeza: la del Rosel y la del Alcázar, por ejemplo. Resulta comprensible: siendo precisamente la noche de mi llegada a tan carismático lugar, mi bisoñez regional hacía que me mantuviera a años-luz de algunas otras curiosas tradiciones que, como la del Juancaballo o la ya mencionada de las famosas caras de Bélmez, habrían de proporcionarme unos momentos inolvidables, en aquél memorable puente del Pilar.

El cuadro, realmente, es curioso; porque, si bien de lejos ofrece toda la apariencia de una venerable virgen, sobre todo por el manto que envuelve a la figura, un vistazo más atento echa por tierra tan equívoca suposición, dejando de manifiesto una figura barbada que, provista de capucha y báculo, garantiza una druídica prestancia.
Observándolo, cuesta trabajo, sobre todo para un neófito, como digo, identificarlo con ese, en apariencia, dignísimo santurrón conocido como San Francisco de Paula; o lo que viene a ser lo mismo, aunque autonómicamente hablando: el Pachuelo.


El Pachuelo -permítaseme a mí también utilizar el cariñoso apelativo popular- resulta que es un santo muy querido y apreciado en Albánchez; tan querido que, como San Saturio en Soria o San Frutos en Segovia, es su ancestral Patrón. Refiere la Tradición -y he aquí la ocasión para agradecer a Don Manuel Gila su espléndida aportación del tema, sin el engorroso inconveniente de tener que sobornarle con una copita de anís del Mono- que cada vez que se saca al Santo de paseo, llueve.
Esto suele suceder a primeros de mayo, durante las fiestas; y es creencia popular, que al menos uno de los días llueve. Hasta tal punto solía o suele cumplirse la tradición -y continúo aprovechando los inapreciables conocimientos de Don Manuel- que en la mayoría de las procesiones en las que por lo menos él ha sido testigo, llovía.

Y con la añorada, por no decir necesaria e imprescindible agua de mayo -que el refranero, además de popular, es soberanamente sabio- también llegaban las broncas del cura, que no veía con buenos ojos que, después de vestir al santo con la costosísima túnica y conseguir su intercesión ante las nubes celestiales, la gente, amedrentada, hiciera uso de su paragüas. Contemplada la cuestión bajo esa perspectiva, hemos de suponer que el cura tenía razón, porque, ¿acaso no era eso lo que se quería?.

Ahora bien, y he aquí que llegamos a ese punto crítico en el que ni siquiera la presencia del Santo conseguía que las nubes, veletas en ocasiones, se dejaran impresionar, al menos hasta el punto de dejar caer siquiera una gota. Lo popular, aunque atractivo, tiene también su vertiente, digamos, menos respetuosa o quizás a consecuencia de la desesperación más basta, y subiendo al santo hasta el barrio de Los Pilrreles -quien haya estado en Albánchez de Mágina, puede imaginarse dónde se encuentra este barrio- lo despeñaba desde un altozano.
Don Manuel no se moja -y nunca mejor dicho- sin embargo, a la hora de mencionar el resultado de tan extrema decisión. Claro, que dicha nefasta consecuencia, al menos para la buena imagen del santo, viene a ser similar, en mi opinión, con la que ocurre con ese otro famoso San Cucufato -recordado, incluso, por cantautores como Javier Krahe-, precisamente ese pobre santo al que la copilla -también popular, evidentemente- le chantajea para conseguir el deseo o la ventura solicitada, so pena de los cojones te ato.
En definitiva, tradiciones que, posiblemente olvidado el limo fundamental del que surgieron en el alba de los tiempos, continúan vigentes hoy en día, constituyendo un inmejorable caldo de cultivo para algo en lo que, no me cabe duda, somos afortunadamente ricos en este país: nuestro folklore.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Domando Wouivres en Palencia

Recuerdo que mi primera experiencia con varillas, se produjo un 21 de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno, hará un par de años, a lo sumo tres, en un lugar, sin duda, enigmático como pocos: la ermita de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos. Hay quien denomina a este sitio como Lugar de Poder; reconozco que hasta hace poco tiempo, yo también lo denominaba así. Pero ahora, no obstante, y por motivos más afines a lo que verdaderamente se siente estando allí, prefiero utilizar un término que ya acuñó hace algunos años la editorial Orbis Montena para dar salida a una estupenda colección de libros dedicada, precisamente, a todos aquellos lugares especiales repartidos a todo lo largo y ancho de nuestro mundo: Lugares del Espíritu.

Me acompañaba en aquélla ocasión, una amiga que previamente me había demostrado, acompañándose de péndulos, la gran influencia que ejercen sobre éstos, lugares tan carismáticos del interior de una iglesia, como puede ser, sin ir más lejos, el altar. A este respecto, recuerdo especialmente dos lugares que, casualidad o no, también tienen relación, siquiera sea en forma de leyenda o tradición, con la Orden del Temple: la iglesia de Santa Coloma de Albendiego, en la provincia de Guadalajara, y cómo no, la espectacular iglesia de la Vera Cruz segoviana, mal que les pese a sus actuales propietarios: la Orden de Malta.

Volviendo al tema de las varillas, en relación con la ermita de San Bartolomé, aquél frío día invernal, dejó como evidencia la zona absidial, donde las míticas wouivres o serpientes celtas, o lo que viene a ser lo mismo, las corrientes subterráneas -telúricas o acuosas- actuaban sobre el metal de una manera espectacular.

Algo parecido sucedió este verano en Palencia, concretamente en la casa rural La Galana, donde nos alojamos durante una semana y donde, aparte de las numerosas experiencias recogidas cada día en diferentes lugares del camino, su propietario, José Antonio, nos gratificó con un cursillo bastante más que interesante, en el que los zahoríes éramos nosotros mismos y de una manera tan personalizada, pudimos comprobar que el sistema, conocido desde tiempos antiquísimos, funciona sin necesidad de poseer, más o menos desarrolladas, unas facultades extraordinarias, incluidas, por supuesto, las extrasensoriales.

Dejando aparte el detalle de la habilidad o la torpeza inherentes a cada uno, puedo dar fe de que el adistramiento funcionó con todos aquellos que, con mayor o menor motivación, nos prestamos a realizarlo. Y aunque los conocimientos adquiridos no sean, desde luego, para lanzar cohetes y mucho menos para intentar enseñar o demostrar algo, sí es cierto y además, reseñable, que contamos con un gran maestro.