miércoles, 15 de julio de 2009

Caesar Augusta

Foto cortesía de Paz Villén


Etapa I
Existe una Tradición antiquísima, que asocia a la Virgen del Pilar con Santiago el Mayor, ambos Patronos de España. Se remonta al año 39 después de Cristo, cuando éste se encontraba predicando en la antigua Zaragoza; es decir, en la romana Caesar Augusta. Allí se le apareció la Virgen sobre una columna o un pilar de jaspe, alentándole -es de resaltar el desánimo del apóstol- a que continuara predicando, a pesar de los pocos resultados obtenidos hasta entonces, y pidiéndole, también, que construyera una iglesia en el lugar exacto de su aparición. Entre otras cosas le dijo, y esto parece ser una profecía, que el pilar permanecería allí hasta el fin de los tiempos.
La Tradición asevera, así mismo, que a Santiago le acompañaban en aquél momento sus discípulos Atanasio y Teodoro, los cuales, con el tiempo, llegaron a ser los primeros obispos de la capital aragonesa.
Independientemente de las concepciones religiosas de cada uno, lo que sí que considero un hecho indiscutible, es que el lugar donde se levanta la Basílica del Pilar, en la plaza que lleva su nombre, junto a la Seo -magnífica y recién peinada, podría decirse- el Ebro y los restos de las antiguas murallas, constituye, no me cabe duda, repito, el auténtico corazón de ésta entrañable ciudad, así como un bastión donde la Fe, a falta de prueba física que demuestre que mueve montañas, sí ha dejado una prueba evidente, palpable y medible por cualquiera, de que al menos es capaz -¡y cómo!- de desgastar la piedra.
Que nadie se eche las manos a la cabeza, porque es totalmente cierto lo que digo, como tuve ocasión de comprobar en ésta, la primera etapa de una ruta por el Camino de las Estrellas, cuyas vicisitudes me propongo ir describiendo con paciencia y entusiasmo a lo largo de la presente y las siguientes entradas.
Como digo, el peso de la Fe es medible en la Basílica del Pilar; hasta el punto de que constituye un detalle de interés tan impresionante, o quizás más, que los extraordinarios frescos que adornan su cúpula, incluído, particularmente, aquél que se atribuye a un artista de la talla de Francisco de Goya.
No muy lejos de donde se encuentra situado éste, y concretamente detrás del camarín que contiene la pequeña imagen de la Pilarica, Señora Majestuosa y Reina encima de su perpetuo pedestal, hay un escalón de mármol que sirve como reclinatorio a los fieles. Una vez reclinados, y aproximadamente a la altura de los labios, una pequeña abertura deja al descubierto parte del pilar original. Resulta impresionante, como digo, observar el desgaste producido en el suelo, en el escalón y en la parte concreta del pilar, hasta el punto de llegar a sentir vértigo intentando imaginarse el inconcebible número de fieles y peregrinos que han pisado el suelo, se han postrado sobre el escalón y han besado el pilar a lo largo de los siglos. Tan inconcebible, es obvio, como para producir ese efecto de desgaste de tal magnitud en dichos materiales.
Con tales antecedentes, no es de extrañar que Zaragoza sea un referente y parada obligatoria para todos aquellos que, dirigiéndose a Santiago de Compostela siguiendo la llamada Ruta Jacobea, consideren la necesidad de hacer un alto en tan sagrado y emblemático lugar.
Pero también resulta digna de mención, esa otra Zaragoza, entrañable y coqueta, que se abre al visitante como los pétalos de una rosa; me refiero a la Zaragoza urbanita y ajardinada; la Zaragoza que aún conserva en su casco antiguo tascas con añada vieja y ecos de jotas universales; la de los jugosos bocadillos de calamares, cuya salsa -en cantidad y variada- gotea a chorreones por las manos, devolviéndote en parte la alegría de esa niñez en la que hasta la pringue resultaba divertida.
La Zaragoza de los autobuses articulados y las oficinas de turismo repletas de folletos informativos que terminan en las manos de visitantes ávidos de rutas y recuerdos inolvidables. La que se abre al Ebro y pasea a los turistas de tierra firme en un barquito marinero que, bien mirado, traen al recuerdo esos versos de Rafael Alberti que decían: 'Gimiendo por ver el mar, un marinerito en tierra iza al aire este lamento: ¡Ay mi blusa marinera! Siempre me la inflaba el viento, al divisar la escollera....'
Y con el sueño de Zaragoza aún fresco en la memoria, la partida al alba, la hora del albatros, en dirección al siguiente punto de destino, que transcurre en tierras jaquenses y navarras.