sábado, 6 de noviembre de 2010

Águilas de Albanchez


Siempre he vivido en un barrio que, al cabo de muchos años de evolución social, dejó de ser un terror marginal para convertirse en un distrito multicultural donde convivimos, con mayor o menor grado de aceptación, como en cualquier sitio, multitud de etnias y culturas. Los ojos de este niño feliz que fui -hogares humildes y niños felices no tienen por qué ser incompatibles- a veces se anteponen a la visión del hombre gris que soy, y me muestran mi calle como la veía entonces. De esa calle de antaño, lo más misterioso que recuerdo, son un viejo solar y una casa completamente arruinada, repleta de trincheras de escombros, ratas y telerañas de todas las espesuras y tamaños, así como un árbol enorme que, marchito también como la casa, era exactamente igual a ese siniestro árbol del ahorcado de la famosa película de igual título, interpretada por Gary Cooper. En su reseca madera, había unas manchas de pintura roja que, sin saber de dónde venía el bulo, todos los niños estábamos convencidos de que se trataba de sangre auténtica. Creíamos, en nuestra febril imaginación, que en ese árbol, el viejo e irascivo Daniel había decapitado a su mujer con un hacha, motivo por el que Dios, como castigo, le había condenado a vagar por las ruinas como alma en pena. Y debía de ser verdad que su espíritu estaba allí atrapado, porque a veces, al caer la noche, veíamos unos ojos brillantes que nos observaban a través del espacio vacío en que se habían convertido los marcos de las ventanas. Entonces, como almas que lleva el diablo, salíamos corriendo, para refugiarnos en el santuario de nuestros portales, sin pensar, siquiera, que sólo eran los ojos de algún gato, que nos miraban seguramente sin tanto miedo como nosotros a él.
Hasta donde alcanza mi recuerdo, éstas eran las ruinas y sus historias asociadas que más cerca había tenido nunca. Los castillos y sus mediáticas leyendas los descubrí, no obstante, también por esa época, cuando el Cine y la Literatura comenzaron a hacer de mí un empedernido soñador. Por aquél entonces, la mayoría de las aventuras medievales, visionadas en una televisión en blanco y negro, comenzaban en el bosque de Sherwood, con Robin Hood o Robin de Lobsley, y terminaban no muy lejos de allí, también, con Ivanhoe y la eternas diferencias entre normandos y sajones. A veces se colaba el terror, y precisamente en el país originario de éstos últimos, me estremecía con la historia del doctor Frankenstein y los terribles experimentos que éste alucinado doctor, deseoso de imitar a Dios, realizaba en los sótanos de su castillo; unos sótanos semejantes, en esencia, a aquellos otros del castillo de los Cárpatos, en los que el conde Drácula y sus novias dormitaban por el día, para alimentarse de la sangre de inocentes campesinas al caer la noche. Ignoraba, pues, hasta qué punto España era y es un país de castillos, con historias y leyendas tan ricas o más, como estos clásicos de la imaginación. Ahora tengo una idea aproximada; quizás por eso, cuando tengo la fortuna y la ocasión de visitar uno, no puedo evitar que estos recuerdos afloren de mi interior y me obliguen a mirar atrás, hacia esa Época Dorada, que un día, como le ocurrió a la mítica Atlántida, fue irremisiblemente tragada por los Ríos de la Evolución.



Dicen que Jaén, es la provincia de España que más castillos posee. Yo no lo pongo en duda, aunque a día de hoy, y por más que me pese, he de confesar que sólo he tenido la oportunidad de visitar y conocer uno de ellos: el de Albanchez de Mágina. Tal vez por eso, e intentando alardear de imaginación -divino tesoro- puedo decir que, a mi modo de ver, los que decidieron instalarse allí, siquiera para una simple función de vigilancia, debían de poseer, en el fondo, un alma de águila, o en su defecto, unos deseos irreprimibles de llegar a habitar un día los lugares en los que éstas, de forma natural, suelen escoger para hacer sus nidos.

Los carteles no lo mencionan, pero se me ocurre pensar que a lo mejor, antes que ellos, hombres de otras culturas y creencias aún más antiguas, decidieran, de igual manera, instalar en sus cornisas altares de sacrificio con los que honrar y apaciguar a unos Dioses, cuya voluntad de complacencia y enojo la encontramos allí cerca, en esas vecinas inmediaciones, bajo la forma de una montaña que, de hombre Aznaitín, guarda todavía innumerables misterios; una montaña que atrae irremisiblemente la atención, hasta cuando, enfurruñada, decide cubrirse de niebla para no dejarse ver.

Lugar, pues, de ensoñación, y situados en las almenas de este pequeño castillo, no resulta una banalidad pensar que tal vez el terrible y asesino Daniel de mi niñez, sea semejante a ese otro ser monstruoso que por aquí conocen como juancaballo y que, al decir de las buenas gentes del lugar, se guarece y habita en lo más impenetrable de ésta montaña del Aznaitín, siendo incluso capaz de comerse a hombres, mujeres y niños, cuando el hambre le obliga a abandonar sus guaridas y bajar hasta el pueblo.

Y no obstante, una vez superado el vértigo y contenidos esos terrores ancestrales que anidan en el corazón y que despiertan repentinamente, con la facilidad de un chasquido de dedos, no resulta ilícito, en absoluto, perseguir la quimera del oro, observando cómo el sol, en su declive, va descubriendo infinitud de vetas áureas en las cimas de los montes de alrededor. Vetas en las que existe la posibilidad de que el sol señale los lugares donde los pequeños leprechauns -que se vieron obligados a cambiar de aires cuando los bosques que habitaban fueron roturados para sembrar olivos por romanos, visigodos y árabes- ocultaron a la codicia de los hombres, esas ollas repletas de monedas de un oro que se deshace entre las manos, como se deshace la magia de la luz cuando el sol se oculta cada día más allá del horizonte.

Lugares, en definitiva, donde las ensoñaciones del ayer, como la materia, no se destruyen sino que se transforman en los sueños de hoy.

Enlaces recomendados:

http://saludyromanico.blogspot.com/2010/10/nido-de-aguilas_19.html

http://laberintoromanico.blogspot.com/2010/11/albanchez-nido-de-gorriones-de-re.html