miércoles, 9 de noviembre de 2011

Persiguiendo al otoño por la Sierra de la Demanda

' -Yo me estaba en Barbadillo, / en esa mi heredad; / mal me quieren en Castilla / los que me habían de aguardar. / Los hijos de doña Sancha / mal amenazado me han / que me cortarían las faldas / por vergonzoso lugar, / y cebarían sus halcones / dentro de mi palomar, / y me forzarían mis damas / casadas y por casar...' (1)

Castilla la Vieja. La Vieja Castilla. La de forúnculos inciertos en unas posaderas cuyos orígenes no están todavía nada claros. Burgos y su provincia: mesetaria e infinita; ancestral y llana. Burgos, cuna de caminantes y caminos de peregrino. Burgos la fría, la del eterno manto de armiño hasta bien entrada la primavera; la cosmopolita; la de los Fueros; la Comunera; la profunda. Madre paridera de las Merindades; de la Bureba; de la Esgueva; de los tejemanejes esotéricos del puerto de la Pedraja y los Montes de Oca; la de los santuarios; la de los puentes y los pontifices; la de los benedictinos deambulando eternamente por los claroscuros de un claustro, el de Silos, de cuya influencia, esparcida como semilla a los cuatro puntos cardinales, se benefició el románico peninsular; de los campos de brujas de Cernégula; de los oscuros mensajes inmortalizados en el matraz de piedra de sus ancestrales templos. Magna Mater de Campeadores y Endrequinas; de Sanchos y de Lambras; de los primeros Condes de Castilla y de los legendarios infantes de Lara...
La Sierra de la Demanda, lugar misterioso como pocos, donde se desarrolla la dramática epopeya de los infantes, la venganza de doña Lambra y la ulterior venganza, también, del hermano de origen árabe, Mudarra. Quien tenga ocasión de pasar por Barbadillo del Mercado -lugar mencionado por doña Lambra en el Romancero- verá que estos personajes están muy presentes en la historia de este pueblo. Un pueblo que los recuerda, rememorándolos en sus principales monumentos, así como también a la figura de Fernán González, el batallador primer Conde de Castilla.

A las afueras del pueblo, siguiendo un camino paralelo al antiguo puente medieval, y enclavada en pleno campo, una ermita de orígenes visigodos, la de San Juan, permanece inmutable enmarcada en un óleo especial, donde el otoño mezcla sabiamente multitud de tonalidades propias, parecidas a las que inventa cada año y en las que se supera estación trás estación. En sus sillares, algunos graffitis crucíferos inducen a suponer que es un lugar conocido y visitado por peregrinos; y tal vez alguno de éstos repose bajo una sencilla y misteriosa cruz de madera, sin nombre ni epitafio, situada en las inmediaciones. Aunque con atención, el buen observador descubrirá también una curiosa cruz paté pintada en rojo, medio borrada por el tiempo, que quizás no suponga nada extraordinario, o tal vez indique la presencia por el lugar de unos fantasmas que la portaban con orgullo sobre el hombro izquierdo de sus blancas clámides de soldados de Cristo.



Porque este es otro de los misterios inherentes a la Sierra de la Demanda: la presencia del Temple y las referencias a todo un símbolo a ellos asociado, que marcó lo más florido de las leyendas de caballería de la época: el Santo Grial. Éste se halla también presente junto al monumento a doña Lambra, en las cercanías de algunas representaciones modernas de los conocidos polisqueles de origen celta, que tanto abundan en nuestra piel de toro, y estaría representado bajo la forma de un recipiente del que beben dos aves, simbolos de sabiduría, pero también representaciones del alma humana. Continuar un recorrido por los pueblos de alrededor, implica, a su vez, expandir el alma y observar cómo los diferentes símbolos van apareciendo como por arte de birlibirloque, mientras las hojas amarillentas revolotean por la plaza mayor del pueblo, movidas por un invisible aliento elemental. Podría ser el caso, sin ir más lejos, de Cascajares de la Sierra, en cuya parroquial, la cabeza infame del Diablo -quizás aquél con el que se reunían las brujas en los cerros desiertos de Cernégula, no muy lejos de Poza de la Sal, pueblo de donde era originario Félix Rodríguez de la Fuente- observa, más allá de la curiosidad del turista, los cerros grises que se extienden a lo largo de kilometros de sierra, como el cuerpo dormido de un gigante antediluviano.


La mole imponente de la parroquial de Jaramillo Quemado, recortándose sobre un cielo mortecino sobre el que de vez en cuando se cuelan los rayos tibios de un sol perezoso, amarilleando aún más, si cabe, las hojas a punto de suicidarse en caida libre, una vez despojadas del soporte vital de las ramas de los álamos del pequeño bosquecillo que circunda a un pueblecito tradicional; un pueblecito de los de siempre, con sus casonas de piedra y sus tejados de sanguina arcilla, por cuyas chimeneas escapan unos humores nostálgicos -como los cuentos de la abuela al calor del hogar- similares a fantasmas.


El rostro cadavérico, cuando no bafomético, que parece pasar revista a todo aquél que se atreve a trascender el pórtico de entrada a la iglesia de San Martín de Tours, en el vecino pueblo de Vizcaínos o, algunos kilómetros más allá, en Barbadillo del Pez, la magia druídica del muérdago aposentada, como nidos de ave fénix, sobre las ramas de diversos árboles, esperando ser recolectados por una hoz de oro. A su vera, y por debajo del pequeño puente medieval, un arroyo mortecino atrapa imágenes coloreadas con pastiches amarronados y sirve, a la vez, de medio de escape para las hojas que buscan un Nuevo Mundo, constituyendose a sí mismas, en frágiles naves del olvido.


Itinerarios, en fin, repletos de magia y de misterio, aderezados por la ctónica presencia de un otoño, en cuyos estertores uno no puede por menos que pensar que principio y fin, el alfa y el omega de los crismones cristianos, no son, si no, un claro mensaje incitando a la Renovación.






(1) Manuel Alvar: 'El Romancero, introducción y selección', Editorial Magisterio Español, S.A., 1968, página 59.