'...el occidente. Allí se pone el sol. Allí está el auténtico crepúsculo y es más bonito que aquí. Sólo allí, en occidente, el mundo se da cuenta de que muere. Por eso, en occidente, los hombres aman la historia; porque ella les recuerda incesantemente que los hombres y las civilizaciones son mortales...' (1)
En el Camino de Regreso, el
peregrino recala por segunda vez en Compostela. Pero en ésta ocasión, lo hace
lejos -o cerca, según se mire- de la Plaza del Obradoiro, de las exquisiteces
no siempre bien comprendidas del Maestro Mateo y sin la necesidad implícita de
volver a presentar sus respetos a los restos mortales del Apóstol o, en su
defecto, a las cenizas de Prisciliano. Sus pensamientos, a veces vitales a
veces mortales, como ese occidente que, según Mircea Eliade vive tan apegado a
su sentido de la propia mortalidad, van y vienen, vienen y van en tal sucesión,
que hay un momento en el que, comparativamente hablando, piensa que en su
interior se está desarrollando una auténtica secuencia Fibonacci. Enfrente
suyo, la Real Colegiata de Santa María de Sar. Un templo extraño, un auténtico
diplodocus de piedra que, no obstante hermoso, conserva, como uno de sus
misterios quizás más extraordinarios, ese extraño mimo con el que la Rueda de
la Fortuna ha querido que sus cimientos no se tambalearan hace siglos, cayendo
a tierra como un castillo de naipes. De hecho, tal desgraciado suceso debió de
suceder en algún momento temprano de su historia, a juzgar por los gruesos
contrafuertes laterales que le proporcionan un aspecto extraño, cual una araña
apegada a su red de tierra y canto.
Tan extraño y a la vez tan atrayente, como
debió de ser, a juzgar por los grabados de época que todavía se conservan en
los olvidados semanarios que acumulan polvo de siglos en los rincones más
apartados de las viejas bibliotecas, aquél otro templo, dedicado también a la
figura de Santa María, que los templarios tuvieron en Ceínos de Campos. Y como
los nueve fundadores que, según las crónicas se instalaron en lo que fueran las
antiguas caballerizas del templo hierosolimitano de Jerusalén, también en esta
colegiata cargada de ecos y silencios, hubo un tiempo, en sus comienzos –cuando
una de las caras de Jano miraba hacia los ejércitos cristianos en expansión y
la otra comenzaba a mostrarles otra vez el camino del Estrecho a los
musulmanes- en que los misteriosos canónigos que residían en este lugar, no
sobrepasaban ese significativo número y obtuvieron, así mismo como aquéllas,
numerosas concesiones y prebendas. Lástima, por otra parte, siente el peregrino
por la pérdida de la mayoría de los frescos que decoraban el interior del
ábside principal y que, de alguna manera, pudieran haber estado conectados, por
temática, no sólo con Augas Santas sino también con algunas capillas situadas
en esos Pirineos franceses que, bien sea por el interés de un rey, Felipe IV, supieron
inventariar los bienes de una Orden, cuya presencia aquí, en la Península, se
nos quiere vender como menos importante de lo que en realidad fue.
Por sus símbolos los conoceréis,
afirmaba el Maestro Roncellín. De símbolo en símbolo, tirando porque le toca,
continúa caminando el peregrino en su Camino de Regreso.
(1) Mircea Eliade: 'La noche de San Juan', Editorial Herder, S.A., Barcelona, 1998.