jueves, 10 de diciembre de 2015

San Jerónimo el Real


No sólo parte de la mirada retrospectiva del arte arquitectónico que caracterizó ciertos periodos o modas en los siglos XIX y XX se dirigió a aquél estilo arcaico que los románticos definieron –con mucho acierto, en mi opinión- como bizantino, y que hoy día todo el mundo conoce como románico, sino que también fijaron sus pupilas y su imaginación, en aquél otro arte, más complejo, soberbio e inconmensurable, que procedente, quizás, de las nuevas incorporaciones a Occidente traídas por los cruzados de Tierra Santa –algunos investigadores, no obstante, suponen que su magnificencia y espontaneidad se debió exclusivamente a la necesidad de incorporar nuevas soluciones en los problemas y obsolencias del románico-, deslumbró desde mediados del siglo XIII hasta principios del siglo XVI, siendo sus mejores y más cautivadores exponentes, las grandes catedrales: el gótico. El neogótico o nuevo gótico, pues, también acaparó el interés de una sociedad que comenzaba a sentirse hastiada de los excesos del barroco y las austeras tiralíneas renacentistas, que tanto juntos como por separado, rompieron la armonía de los viejos templos románicos. Una buena prueba de lo que se habla, no sería, sino, éste magnífico templo madrileño de San Jerónimo el Real, conocido popularmente como los Jerónimos. También es cierto que su privilegiado emplazamiento, enfrente del Museo del Prado –al cual se incorporó como parte de la ampliación diseñada por el arquitecto Rafael Moneo, quedando su claustro renacentista como sala de exposición-, hace que tanto directa como indirectamente, sea uno de los edificios cultuales y culturales más visitado de Madrid. Si bien, ya existía como monasterio de jerónimos a finales del siglo XV –de hecho, fue uno de los más importantes de la época-, su estado de deterioro y la mencionada incorporación al Museo del Prado, hicieron que se desmontara y reconstruyera en el mismo lugar, añadiéndose, con probabilidad, algunos elementos, curiosamente heterodoxos, como el polisquel que se vislumbra en el rosetón principal, así como un no menos curioso tímpano, donde se aconseja, igualmente por su sutil heterodoxia, echar un detenido vistazo a esos capítulos del Nacimiento y la Adoración que se reproducen por debajo del Calvario, enmarcados, a modo de cenefa, por la foliacea abundancia de un profundo inconsciente, que podríamos denominar, sencillamente, Madre Natura.

De su interior, sin duda destacables y no exentas de arquetípico simbolismo, cabe destacar obras de relevantes artistas, como el San Jerónimo Penitente, de Alonso Cano, la Virgen con el Niño en un trono de ángeles, de Jerónimo Jacinto Espinosa o la Adoración de los pastores, de Francisco Rizi. Representativo, además, es el retablo lateral izquierdo, junto a la cabecera, que contiene una soberbia representación de la Trinidad cristiana, en la que se aprecia cómo el Padre sostiene al Hijo, crucificado éste en una emblemática cruz Tau. Pero sin duda, por su prodigalidad, se podría decir que uno de los detalles más interesantes de este magnífico templo, es su fijación mariana, siendo las más representativas, de todas las imágenes que se pueden apreciar, las de Covadonga, el Pilar y Guadalupe.