En la
parte alta de la ciudad, allá donde termina ese alargado brazo chinesco que es
el casco antiguo de Sepúlveda y apenas alejado unos insignificantes metros de
la sede de la Guardia Civil, otro notable santuario nos recuerda, como en el
anterior de Brihuega, la veneración a una Mater,
que si bien el color no lo evidencia en la talla que se venera en el altar
mayor de la iglesia, sus orígenes son tan oscuros -¡oh, hijas de Jerusalén!- como la matriz donde se la encontró: la
Virgen de la Peña. La cueva donde se halló la imagen, en ese singular siglo XII
en el que parece que hubo una auténtica explosión de apariciones y
descubrimientos marianos –algo comparable a lo sucedido apenas terminada la
Segunda Guerra Mundial con esas cosas que
se ven en el cielo-, en los que los guardianes del Camino, es decir, esos cambeadores y celosos guardianes de la
tradición que fueron los templarios, casualmente no andaban lejos, todavía
existe en la actualidad, si bien la última vez que estuve visitando el
santuario, las lluvias habían producido desprendimientos de tierra en la ladera
y no se podía bajar.
Tiempos de caminos y caminantes; de prodigios y milagros;
en definitiva, de espiritualidad. Una espiritualidad desbordante, que a partir
de la Reforma y con posterioridad a ella –como ya advirtiera Jung, en una
conferencia pronunciada en Viena, en 1931-, sería, posiblemente, el caldo de
cultivo para un racionalismo que habría de elevar a la materia a la categoría
de Pater Noster o cuando menos de avatar
en las eras posteriores. Sin olvidar el espíritu, puesto que precisamente le da
sentido a ésta entrada, pero dejándonos llevar irremediablemente por el
materialismo implícito al santuario y su conjunto, no estaría de más añadir que
posee éste unas singularidades, que a pesar de todo, conectan todavía con ese
mundo medieval, donde lo fascinante quedaba moldeado en piedra para aviso de
peregrinos, navegantes y psicólogos modernos. Peregrinos y a la vez psicólogos,
seguramente, fueron esos canteros que, cual salvaje –por lo de libre- manada de
ocas, dejaron marcada en los sillares la impronta de sus patas, como una
bandada que hiciera el camino inverso, es decir, de oeste a este, buscando,
quizás, el lugar donde nace el sol para completar el círculo al compás de un
fenómeno batallador, llamado Reconquista.
Porque viendo el exceso de libido en algunas
de esas representaciones, que en modo alguno habría que interpretar de una
manera literal, uno se siente héroe que, a pecho descubierto, reclama esa
flecha dorada que ha de clavarse en su corazón. Lo que, de alguna manera se hace, cuando menos simbólicamente hablando, al acceder al santuario de la Madre, representatividad de un inconsciente en el que hay que sumergirse para volver a ascender: en definitiva, muerte y renacimiento.