domingo, 26 de abril de 2009

Por tierras de Teruel: Valderrobres

Aunque el vídeo sólo incide, por motu propio, en esas casitas colgando a la vera del río Matarraña; casitas de fachada blanca y la ropa colgada al sol, cercano y tibio, poco más o menos a la hora de comer; en la puerta medieval, custodiada por un enorme reloj solar medio borrado por el tiempo y la intemperie y sacralizada jubilarmente por una emblemática figura de ese peregrino que en el fondo todos llevamos dentro, pero que en éste caso en particular se llama Roque, siempre acompañado de su fiel perro y por supuesto, en esa indiscutible obra maestra del gótico del siglo XIV que es la iglesia de Santa María la Mayor, el pueblecito turolense de Valderrobres es, sin permitir el atisbo de una simple duda, todo un encanto con sabor a pasado, capaz de empachar al más pantagruélico de los paladares con la magia subyacente a sus calles.
Dios sabe que me costó encontrarlo; que el camino desde el soriano Valle del Jalón se me hizo eterno y de que, a pesar de las dudas que me asaltaron durante el viaje, mentiría si dijera que no mereció la pena.
Desde Iruecha -que abandoné mientras los primeros rayos del sol comenzaban a coquetear con la piedra caliza de las fachadas de sus casas- una vez dejados atrás esos inmensos sabinares que protejen y cobijan a pueblos como Judes, me adentré en la provincia de Guadalajara en dirección al Señorío de Molina de Aragón, dejando atrás una extensa lista de pequeños pueblos como Mochales, Amayas, Labros, Hinojosa, Tartanedo, Torrubia y Rueda de la Sierra, cuyos habitantes comenzaban a bostezar, y donde no faltaba la nota entrañable ofrecida por ese vejete, inquieto y madrugador, acompañándose pasito a paso con su bastón a un lado de la carretera.
El impresionante castillo de Molina de Aragón, mudo testimonio de otros tiempos...
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