sábado, 27 de junio de 2009

Peregrino en el Norte: Luarca

La Villa Blanca de la Costa Verde. O, como dice la canción, un balanceo de cuna mirando al mar. Acercarse hasta esta hermosa ciudad asturiana enclavada a la vera del Cantábrico, constituye una auténtica aventura. Un viaje en el tiempo, donde los recuerdos -lejos de desaparecer para siempre en los abismos del olvido- brotan del corazón con la fuerza de antaño, cuando no más, en épocas en que madurez y nostalgia son un camino preparatorio para el invierno de la vejez. Porque Luarca es uno de esos lugares, especiales como pocos, que permanece siempre en un rinconcito del corazón, como la tierruña no abandona nunca el alma del asturiano, que no importa cuán lejos esté, para soñar siempre con el momento de regresar a ella.
Ideada como emplazamiento militar en sus orígenes -primero los celtas y después los romanos, una vieja historia repetida de luchas y conquistas- no fue sino hasta bien entrada la Edad Media cuando alcanzó su máximo esplendor, siendo el eje de la actividad marinera en la zona. Pero no deseo hablar de esa Luarca histórica, cuna y panteón de genios nobeles como Severo Ochoa o de arponeros intrépidos que quizás alimentaron la imaginación de Hermann Melville para enfrentar a Moby Dick con una dura raza, señora del océano, domadora del viento y de la ola, rival del ballenato entre la espuma, tal y como figura, bien a la vista, en la blanca fachada de su lonja portuaria.
No, en realidad, deseo hablar de esa Luarca detenida en el tiempo; de ese pequeño Shangri-Lá mágico del Cantábrico, cuyo recuerdo, un día -miles y miles de anguilas habrán desobado en su ría desde entonces- quedó eternamente grabado en el corazón de ese niño que siempre acompaña, cuál lazarillo -de Madrid, que no de Tormes- a este incansable peregrino.
Recuerdo mi último verano, allá por el año 1979, ese verano azul que, de alguna forma, Antonio Mercero robó de todos nuestros corazones cuando ideó su serie: el aprovechamiento de la playa en los días soleados; el pronunciado olor a salitre y a algas -multitud de algas arrastradas por la marea- secándose al sol; las pequeñas embarcaciones de pesca, dejando atrás la seguridad del puerto, para enfrentarse a la incertidumbre de ese mar, el Cantábrico, donde navegando día a día por tus aguas aprendí a respetarte y a quererte, tu bravura y tu nobleza me entusiasman, tu frialdad y tu fiereza me estremecen, como dice la canción; el kiosco de prensa de Herminia...
Herminia, ¡cuánto apreciaba a esa buena mujer!. No puedo negar que me emocioné al volver a ver el kiosco de Herminia, tal y como lo conocí, de fachadas blancas, semejante a un palomar, situado muy cerca del camino de la playa, que se hace poco menos que impracticable en los meses de verano. Por supuesto, Herminia hace muchos años que murió. Herminia era coja de nacimiento, y ese defecto físico le pasó factura toda su vida. Lo último que supe de ella, es que conoció a un hombre y se casó. A partir de aquí su historia, como la historia de muchos hombres y mujeres, se convirtió en una historia de amor y desengaño.
{}