domingo, 1 de noviembre de 2009

Cuento de Otoño



Hubo un gran físico de origen judío, aunque alemán por derecho de nacimiento y de nacionalidad suiza por circunstancias, que afirmó una vez que la verdad está en la belleza misteriosa. La memoria, frágil en algunas ocasiones; irresoluta y maliciosa, en otras, resulta, sin embargo, una auténtica pendenciera cuando llega a sentirse amenazada por el olvido. Al cabo de los años -más de los que me gustaría confesar, pues la vanidad también es una cualidad humana- poco podía imaginar que cierto lugar, que conocí siendo apenas un adolescente, pudiera abandonar su particular estado de desolación, ruina y asesinato cultural, para recobrar, en la actualidad, parte de esa verdad, asociada, sin duda, a la clase de belleza misteriosa a la que hacía referencia Albert Eintein.
El lugar en cuestión, por cierto, responde al nombre de Capricho, y alude, con inequívoca veracidad, a los deseos trascendenes de la persona que lo mandó construir, en esa etapa de finales del siglo XVIII, donde Ocultismo y nobleza comenzaban a tontear: Doña María Josefa Alonso Pimentel, para más señas, duquesa de Osuna.
Los duques de Osuna, si hemos de hacer caso a esa dama de partidista cinismo que a veces es la Historia, eran los nobles más ricos y considerados de la época, cuando, allá por los idus de marzo de 1783 -similares a los que se llevaron a Julio César acribillado a puñaladas en los escalones del Senatus romano- compraron una casa de recreo con huertas y frutales, situada en la villa de Alameda.
La villa de Alameda -como muchos otros lugares que aún conservaban cierto carisma de aquél milenario Madritum que nos legó, entre otras cosas, dos preciosas vírgenes negras, la de Atocha y la de la Almudena- es, en la actualidad, apenas un recuerdo, engullida irremisiblemente por el parto ú producción contra el orden regular de la naturaleza en que se ha convertido Madrid. Al menos, es así como Ferrer Lerín recoge en su Bestiario una definición de Monstruo, cuyos antecedentes se remontan a un diccionario de 1734. Como a un enorme Monstruo lo veo yo todas las mañanas, cuando acudo puntualmente a cumplir mis obligaciones con ese mal necesario denominado trabajo y aguanto los embites de unas transaminasas monstruosa, ruidosamente aceleradas, que colapsan esa abominación con forma de hígado, que en su día algún fan de Isaac Asimov denominó M40.