A orillas del río Piedra me senté y lloré…Así comienza una obra entrañable de esa extraña,
cuando no stevensoniana personalidad
entre peregrino, escritor, poeta, místico y novelista que caracteriza a ese
soñador de caminos –quizás los mismos que antes que él, perturbaran la brújula
de poetas expertos en barquitos de papel y mundos concebidos dentro de pompas
de jabón, como Machado-, llamado Paulo Coelho. Mentiría si dijera que la última
vez que estuve en Ávila –un domingo de febrero, de un año que poco importa
porque apenas ha comenzado a dar sus primeros bostezos y aun puede presumir de
barbilampiña sonrisa e infantil poderío sabiendo todavía lejos la tradicional Misa del Gallo, preludio al anuncio de
su próximo Getsemaní-, me senté a
orillas del río Adaja y lloré. Pero sí es cierto, que no por más teresiana que se precie o con más halo
de mística medievalidad con la que se engalane de cara a presentar las
credenciales de su inherente protagonismo en el bien llamado Siglo de Oro
español, deja de ser Ávila popularmente jacobea hasta la médula de sus inalterables
murallas; e incluso apurando lo inapurable –que para eso la razón no conoce
límites, aunque produzca monstruos, como afirmaba Goya-, y resulta interesante
hasta las vetas de berroque que rezuman las piedras de sus canteras de arrabal,
seguramente teñidas con el ocre ferruginoso de la sangre de los toros y de los verracos
degollados en inmemoriales sacrificios en honor de dioses, infinidad de siglos
ha, olvidados. No me senté, pues, a la orilla del río Adaja –cuyas aguas, por
cierto, se habían rebelado a convertirse en espejo de hielo donde la luna
conjurara sus encantos-, pero sí la recorrí en parte, paseando entre
laberínticas pasarelas buscando una apartada ermita, la de San Segundo, cuya
sencilla espadaña parecía el remake moderno del cuento del patito feo en
comparación con las torres de las vecinas iglesias de Santa María de la Cabeza
y de San Martín. Tampoco lloré, al menos fustigado por una imperiosa necesidad
de liberar mis cuitas –aunque motivos no me faltaban, pues con cuánta razón
dice el refrán popular que vivimos en un mundo de lágrimas, donde el arriero
viene y va, como también en la mesa del poeta tiene asiento todo aquél que
quiera beber con él, no obstante, arriesgándose a compartir su alegría pero
también su tristeza-, pero sí se escapó alguna lágrima cuando el viento
arrastró una brizna de ceniza que se alojó en una de mis pupilas, como la
espina en la planta del pie –que no pocas veces esculpieron los canteros en la
ornamentación de los templos, para aviso de caminantes, en alusión a los daños
colaterales del camino-, similar, en el fondo, a aquélla otra que fuera el
preludio de una gran amistad entre el león –quien piense que no los hay en
Ávila, que se dé un paseo por la catedral y los verá en abundancia-, y el santo
Jerónimo, henchido de decepción, que le dio la espalda al mundo para estar gloriosamente
a solas consigo mismo y su divina circunstancia.
Conmigo mismo, y por defecto
con mi circunstancia, tiempo después de echar un vistazo a la ermita de San
Segundo, me hallaba yo sentado en la terraza de Las Bodeguillas de San Segundo -taberna situada junto a la que
fuera iglesia de San Martín y hoy en día taquilla para los turistas que quieran
corretear por las murallas-, de cara al sol –pero sin ser falangista, ni llevando
tampoco puesta una camisa nueva-, dejándome seducir por ese dulce sosiego que acompaña,
generalmente, el paladear un vino –el primero, siempre, a ser posible, de la tierra-
al compás de la melodía del dolce far
niente que, a fin de cuentas, es lo más parecido a un estado de paz
espiritual a la que puede aspirar hoy en día un ser humano, urbanita por
desgracia de nacimiento y lobotomizado, mosca en esa compleja red de araña, que
es el mundo de Maya o de la Ilusión, de internet. La calle de San Segundo –si mis
datos son correctos-, desemboca por un lado en la basílica de San Vicente; deja
a la derecha la catedral y a la izquierda ese convento de las Concepcionistas que
se tragó, tal cual hacían los ogros con los niños en los cuentos del pasado, a
la antigua iglesia de la Magdalena, de la que tan sólo sobrevive –al menos
exteriormente, interiormente el convento es territorio
comanche, completamente vedado al laico, si bien es probable que la iglesia
se abra puntualmente para la celebración de la misa y en ese ángelus, tal vez el mismo que inspiró a
Millet, el que llegue a tiempo pueda echar un vistazo por si hubiera algún
resto de interés en el interior-, una portada bizantina, que perdió también el
motivo de su tímpano original –ya me hubiera gustado haber visto los detalles y
el mensaje que éste pudiera haber mostrado al peregrino medieval-, sustituido
por una imagen supuestamente de la santa, demasiado simple, para mi gusto,
situada en su centro. A la altura más o menos de este convento, la calle, que
corre en paralelo a las murallas, se convierte en la Bajada del Peregrino; y también a la izquierda, apenas pasada la
curva de ballesta –como diría Antonio Machado, refiriéndose al Duero y a la
ermita de San Saturio-, el convento de Nª Sª de Gracia, de las madres
agustinas, donde Santa Teresa se recuperó de una grave enfermedad y en cuya
portada –rea por una fea reja, es de suponer que en previsión a la abundancia de
los amigos de lo ajeno, probables descendientes de aquéllos vikingos que
asolaban las costas gallegas, arrasándolo todo a su paso, como las langostas-
una magnífica imagen mariana, Teothokos,
gótica y probablemente de la titular (1). Una imagen interesante, no obstante,
coronada, cuya mano derecha mantiene agarrada una bola rematada por una cruz.
Una cruz que, bien observada, está ladeada precisamente hacia el lado donde la
señala una de las manos del Jesús Niño –de aspecto ario, por el color del trigo
dorado por el sol de sus cabellos-, que parece recordar el ofrecimiento de la
cruz y el cáliz amargo, que le hizo
el ángel al Jesús Hombre en el Huerto de los Olivos. La iglesia de Santiago
queda cerca ya. Basta echar un vistazo hacia delante y tomar como referencia
una hermosa torre, estilizada y de forma graciosamente hexagonal, que se alza,
con orgullo de veleta, por encima de los tejados de las casas colindantes.
Situada en la perpendicular de la calle de Nª Sª de Sonsoles, que a su vez,
discurre paralela a la Bajada del Peregrino, la iglesia de Santiago, de un
gótico tardío, recuerda, por la forma de su cabecera, la extraña Capilla de
Mosén Rubí. De hecho, bien visto, podría decirse que es un calco dejado como
huella personal por unos canteros cuyo escudo, la maza y el compás, comparte
protagonismo con el apellido Bracamonte; un apellido interesante –tómese buena
nota-, que al parecer, no sólo tuvo mucho que decir en Ávila, sino que también
su eco, lejano y misterioso, se localiza en otro lugar tan peregrino como Mondoñedo.
La portada principal, si bien escueta, siguiendo ese sotacaballorey clasicista e impersonal, trampa de ordinarias
consecuencias en la que desembocó el Arte en épocas posteriores, no puede negar
su advocación jacobea, como lo demuestran la profusión de vieiras y bordones
con la que se adorna. En ese mismo lateral, y aislada por una pequeña cerca de
hierro, una cruz de piedra –tal vez perteneciente a una antigua tumba-, muestra
un Crucificado de tosco aspecto, donde quizás destaque, para enmascarar la
ordinariez de los rasgos, el hábil beso de la naturaleza en forma de musguillo
que la recubre en parte. En el lateral opuesto, apenas sobresale una sencilla
portada gótica, con un graffiti representando una cruz monxoi, conocida
compañera de caminantes y peregrinos y algunos sepulcros de piedra, de
diferentes épocas.
Posiblemente, fuera ésta la última iglesia que visitaran
éstos, antes de continuar camino y desembocar, cinco kilómetros aproximadamente
más allá, en el Santuario de Nuestra Señora de Sonsoles. Son soles…como LA manzanilla dicen que es el verdadero
sol de Andalucía. Una Señora y una imagen que, a juzgar por la representación en
azulejos que de ella hay en un antiguo colegio, con ese manto de forma
triangular, recuerda mucho las antiguas Tanith mediterráneas.
(1) Es de reseñar que ésta advocación, de Gracia, es muy característica en Castilla-La Mancha, siendo la Patrona de pueblos como Puertollano, en Ciudad Real, así como la titular de la catedral de Cuenca.