Se podría pasar pefectamente de largo sin verlo, si no fuera por la presencia del oportuno cartel que, situado estratégicamente en la cima del montículo, te indica que aquello que tienes delante de los ojos y que apenas se diferencia de otras agrupaciones rocosas que has ido dejando atrás por el camino en el transcurso de tu búsqueda, es el famoso dolmen -o complejo megalítico, como también lo denominan- situado en el término municipal de San Martín de Montalbán.
Un lugar aislado y solitario, desde luego, cuyo desvío se sitúa a dos o tres kilómetros de la referida población toledana, semejando, por su solitaria presencia, una insignificante islilla polinesia en mitad de un océano de cerros y sierras que, como olas bravías, se pierden hasta donde alcanza la vista.
Un lugar, así mismo, bien conocido por los cazadores que, durante éstas fechas y hasta febrero o marzo -motivo por el que se prohíbe el acceso al cercano castillo de Montalbán- son los únicos seres cuya presencia levanta despavorida la fauna del lugar, consistente, principalmente, en liebres y perdices. De hecho, cuando me adentré en el camino forestal, los contínuos estampidos de las escopetas hacían que las primeras cruzaran raudas por delante de mí en un sálvase quien pueda que, por cierto, me puso los pelos de punta. Sensación que no me abandonó durante todo mi recorrido, hasta no estar otra vez sentado al volante de mi coche, regresando por donde había venido.
Junto con la ermita visigoda de Santa María de Melque, y el mencionado castillo de Montalbán, este complejo megalítico forma parte de ese triángulo imaginario, pero no obstante mistérico, que se puede encontrar en la región y que, de alguna manera, vendría a confirmar -al menos en parte- ese peculiar interés que tenían los caballeros templarios por asentarse en lugares que denotaran una influencia cultual anterior.