domingo, 17 de junio de 2012

Camino de Santiago Alavés: Zalduondo, ermita de los santos Julián y Basilisa


'No es verdad. El viaje no acaba nunca. Solo los viajeros acaban. E incluso estos pueden prolongarse en memoria, en recuerdos, en relatos... Hay que volver a los pasos ya dados, para repetirlos y para trazar caminos nuevos a su lado. Hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre. El viajero vuelve alcamino' (1).

El viajero vuelve al camino, siempre, como decía José Saramago. Y a veces, el viajero también sabe que es necesario dar media vuelta y volver sobre sus pasos, para no perder detalle de todo aquello cuanto le ofrece una senda nueva. Volvamos, pues, al punto de partida, y desde ese testimonio inmemorial que es el dolmen de Aitzkomendi, encaminémonos ahora hacia el interior de la Llanada Alavesa y recorramos unos ocho kilómetros, aproximadamente, para acercarnos hasta un curioso pueblecito, que en tiempos fue enclave vital para los peregrinos que tomaban ese ramal secundario del Camino de las Estrellas que, proveniente de Francia, atravesaba parte de la provincia de Guipúzcoa y penetraba en Álava por el puerto de San Adrián: Zalduondo.
De mi visita a esta Merindad o Cuadrilla de Salvatierra, y en especial a Zalduondo, recuerdo, con entrañable agrado, dos detalles que merecen revelarse, como justa y honesta gratificación: la cordialidad de sus gentes, y por supuesto, el cariño tan especial que despliegan en preservar el legado de su rico patrimonio cultural. De esto último, por su enorme interés, así como del Museo Etnográfico en que se ha convertido el imponente Palacio de los Lazarraga, hablaré en una próxima entrada.
Ahora, no obstante, es tiempo de abandonar el casco urbano de Zalduondo y adentrarse un kilómetro, metro más metro menos, en dirección a ese formidable mar herbáceo que lo rodea, en el que el ganado campa en absoluta libertad, eternamente vigilado por esos pastores inmutables, que son los montes entre los que discurre ese ancestral paso de peregrinos, que es el puerto de San Adrián.


De tierra es también el caminillo que, flanqueado a ambos lados por arbolillos de hoja caduca, se bifurca hacia la izquierda, hasta desembocar en una pequeña pradera. Por su aspecto, podría ser tomada por un caserío rural, de los que tanto proliferan en la región. Pero ese edificio, de forma rectangular y ábside cuadro, denota una ancianidad venerable, cuyos orígenes habría que situar, posiblemente, en esos oscuros siglos anteriores a la estabilidad artística y técnica a que tan acostumbrados nos tiene ese arte conocido como románico. Rural hasta la humildad, del consuelo y alivio de peregrinos, dan testimonio suficiente, en esta ermita de los santos Julián y Basilisa –santos gemelos, por más señas- los numerosos graffitis dejados en sus milenarios sillares por los peregrinos. En ellos, no sólo se aprecian las tradicionales cruces, sino también las frases, cifras y nombres que de alguna manera recuerdan esos románticos versos de Machado, en referencia a los corazones e iniciales grabados en las cortezas de los árboles que flanquean las riberas del viejo Duero, allá, en el soriano paseo de los enamorados, que se desemboca en la ermita de San Saturio.
Pocos son, por otra parte, los ornamentos que han sobrevivido, si exceptuamos algunas canecillos y el pequeño ventanal, con forma de aguja o llave, según se mire, que franquea el paso de la luz a través del ábside. Estos, los canecillos, dejan do aparte aquél que muestra a un individuo enseñando sin pudor sus genitales, conforman cabezas humanas que –la interpretación, evidentemente, es libre- muestran sonrisas de sabiduría en sus inermes rostros, como si sus ojos ya hubieran vislumbrado aquello que hay que ver, y muestran, como una sugerencia del cantero, unas orejas que parecen querer inducir a escuchar: ver, oír, ¿y tal vez callar?. El antiguo axioma de los iniciados. Y si esto no fuera bastante, siempre podemos atisbar, mirando a nuestro alrededor, el complejo simbolismo que se esconde precisamente de los animales que, según he mencionado, campan por aquí a sus anchas: la vaca y el burro.



(1) José Saramago: 'Viaje a Portugal'.

martes, 5 de junio de 2012

Ullibarri-Arana: ermita de Andra Mari



‘La Gran Diosa Vasca Mari es claramente el símbolo de la Vida, la Naturaleza y sus fuerzas telúricas, pero es además la diosa-madre de todos los diosecillos, númenes, genios y fuerzas personificadas, preminentemente femeninas’. (1)

Una buena prueba de lo arraigadas que aún permanecen las tradiciones en el pueblo vasco, la tenemos aquí, en ésta sencilla ermita románica, situada a las afueras del pueblo de Ullibarri-Arana. Éste, apenas dista ocho kilómetros de Kontrasta y su Santuario de Elizmendi, y poco más de veinte, son los kilómetros que lo separan de esa frontera de Navarra, con la que comparten buena parte de esa ancestral tradición. De hecho, son menos de cincuenta los kilómetros que el peregrino ha de recorrer, si quiere llegar desde aquí a una monumental ciudad jacobea, como es Estella, donde, entre otros lugares de obligado recorrido, se localiza el santuario de otra Virgen Negra: Nª Sª de Rocamador.
La ermita, de planta rectangular y ábside semi-circular, está ajena a cualquier tipo de ornamentación –exceptuando el sencillo ajedrezado de su puerta sur, y una cruz de brazos florenzados en la añadida del oeste-, aunque conserva toda la fuerza de su antigua advocación, en la figura a que hacía referencia Ortiz-Osés, en el párrafo que sirve de introducción a la presente entrada: Andra Mari. Y en ella, fácil no es advertir, que detrás de la advocación y en esa forma cristianizada de Nuestra Señora, se oculta, imposible de anatemizar –ni siquiera con la terrible intervención de los Perros de Dios (2)- la figura ancestral de la Gran Diosa Madre, tan venerada por un pueblo, cuyos orígenes continúan siendo un auténtico misterio.
De hecho, si bien la ermita, por esa falta de ornamentación a la que aludía antes, nos puede parecer, de algún modo, carente de ese interés estético y mediático que suele despertar la visión de la exuberante simbólica medieval (3), quizás nos resulta más atractiva la visita, si ponemos la imaginación al servicio de los detalles aparentes que se localizan en el lugar y su entorno. Si así lo hacemos, puede que la forma cónica de la pequeña colina sobre la que se asienta, consiga que nos imaginemos un primitivo túmulo funerario. O quizás, como en el caso de Eguilaz y Arrizala, un majestuoso dolmen que hubiera puesto de manifiesto el telurismo implícito del lugar, tomando como referencia esa imponente morada de jentillaks, que es la cercana Sierra de Urbasa.



(1) ‘Mitos y leyendas vascos’, prólogo y epílogo de Andrés Ortiz-Osés, Jamkana Libros, colección Las Culturas, 1985, página 8.
(2) Referencia a los dominicos y la terrible Inquisición.
(3) Hasta el punto, de que existen numerosas publicaciones, que conceden estrellas a los templos, como si de guías Michelín se tratara.