miércoles, 19 de noviembre de 2008

¡Qué barbaridad!

'Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre o de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo'.
[Jorge Luis Borges]

Solemos considerar al Tiempo como el aliado más fiel de nuestra certera e inexorable enemiga: la Muerte. Pero pocas veces somos realmente objetivos y nos detenemos durante unos breves instantes a considerar que el Tiempo, a pesar de los pesares, es un 'enemigo' que juega limpio. En muchos aspectos -considerando la comparación, desde un punto de vista meramente romántico, por supuesto- el Tiempo me recuerda a aquéllos caballeros del aire de la Primera Guerra Mundial que, aún batiéndose a muerte en los cielos europeos, mantenían intacto el sentido del honor y la caballerosidad para con el vencido.
Llevo ya dos años recorriendo esos caminos de Dios, alimentando el espíritu con la belleza de los lugares, la idiosincracia de las personas, el trasfondo mistérico de las tradiciones, y cómo no, la variada herencia histórica que en muchos casos -y no gracias a los hombres- ha pervivido con la dignidad de las cosas que se hicieron con maestría, y precisamente para eso, para perdurar. He disfrutado observándolas, estudiándolas, tocándolas, y también mostrándolas y hablando de ellas. Por eso, cuando me encuentro con casos semejantes al de la malograda ermita de San Caprasio, en la población soriana de Suellacabras, no puedo por menos que sentir una tremenda pena, una completa indignación, y no precisamente contra el Tiempo. Porque el Tiempo es lo que es y aún así, siempre avisa; siempre está presente en todos los momentos de la existencia y siempre susurra al oído su eterna cantinela: no te descuides, porque estoy aquí.
Realmente ignoro los motivos por los que un lugar sagrado pierde su funcional y sacra categoría -si hemos de considerar que el lugar donde se levantó hace siglos era especial, tendremos que suponer que seguirá siendo especial a lo largo de los años- y un buen día la naturaleza, cansada sin duda de ver el olvido para con esos cimientos, esas paredes y esa mampostería que un día la mantuvieron a raya, decide hacer su trabajo y revestirlas de un manto de misterio y de leyenda, no del todo desagradable, si tenemos en cuenta su sabia intención de disimular en parte los estragos del Tiempo.
Resulta curioso observar -al menos en este caso en particular- que tal sabiduría alcanza hasta el punto de hacer que sus hierbajos, sus enredaderas y sus ortigas respeten la frontera que separa el ábside -donde, aunque hoy día desmoronado, antño se ubicaba quizás el lugar más sagrado del templo, aquél que servía de intermediario entre el oficiante y la Divinidad- del resto de la nave.
Es a partir de aquí, donde interviene, sin embargo, la acción del depredador más cruel y más necio de todos cuantos existen en el mundo: el hombre.
Revestido con ese narcisismo estúpido de dejar una malhadada huella de una presencia que seguramente nadie va a echar de menos y seguramente alguien habría deseado que no se hubiera producido, este lugar se ha convertido en la diana predilecta de grafiteros que, demostrando -no ya una paupérrima falta de sensibilidad- sino de incultura, han echado absurdamente a perder una obra de arte que incluso el Tiempo, como comentábamos al principio, tuvo hasta el buen juicio de respetar.
En fin, como dice el Eclesiastés: 'todas las cosas tienen su tiempo, y todo lo que hay debajo del cielo pasa por el término que se le ha prescrito'.
En este sentido, sería de desear que fuera el Tiempo y no el hombre, el que hiciera su trabajo.
¡Respetemos nuestro Patrimonio, por favor!.