miércoles, 23 de marzo de 2011

Una lágrima en los Picos de Urbión: la Laguna Negra



'Con su temperamento de poeta más que de científico, es posible que sea un soñador inspirado, pero sin duda, como erudito, resulta insuficiente...'.

[Morris West (1)]



Huyo de cualquier tipo de erudición, de manera que no se extrañe nadie que a la hora de ponerme a hablar de un lugar como la Laguna Negra de los Picos de Urbión, deje aflorar mi temperamento de poeta, o mejor aún, de soñador inspirado y les invite a compartir, si así lo desean, una pequeña fantasía.

Decía Antonio Machado, refiriéndose a este lugar, inapreciable y ensoñador donde los haya, que sus aguas son puras y silenciosas y en ellas se guarda el impasible reflejo de las estrellas. Desde luego, comparto su opinión, aunque quizás intente ir más lejos aún -es lo que tiene la ensoñación- al afirmar, sin falso recato, que a lo mejor se trata de una lágrima que se desprendió de la Luna, en la noche de los tiempos -como diría otro soñador, de nombre Barjabel (2)- y quedó eternamente atrapada en este idílico rincón soriano, situado en la villa y corte de pinares.

Un rincón, por otra parte, donde la magia y el misterio se dan celosamente la mano, dejándose sentir en todas y cada una de las diferentes formas de vida que crecen y se desarrollan a su vera, como parte de un mundo decididamente encantado. Retoños de la Madre Gaia, que se arropan unos a otros y tienden siempre a suspirar alrededor de la belleza impoluta de un óvalo acuoso que un día quedó irremisiblemente atrapado en el tiempo.

Un sueño de carácter natural, que comienza inmediatamente después de la explanada habilitada para estacionar los vehículos, en cuyo extremo, una carreterilla en cuesta repta hacia las alturas, flanqueada a ambos lados por un auténtico ejército de pinos y helechos, entre los que discurren, ocasional y alegremente, aguas de fuentes ocultas, dulces y transparentes, que adquieren un color plateado al ser acariciadas por los rayos del sol que se abren camino, con dificultad, a través del tupido enramado.




Hay, pues, oscuridades, profundas como boca de lobo; y sombras, de caprichosas formas y tamaños; y piedras ancestrales, como la tierra misma, que brotan de unas encías arcanas que se renuevan cada primavera, como el plumaje trascendental de esas águilas que sobrevuelan en círculo la laguna y sus alrededores, mostrando siempre una elegancia digna de reyes. Ojitos de oscuras pupilas, que atisban nerviosos detrás de las ramas y un viento suave, susurrador, que agita las hojas de los árboles como mano que mece la cuna; suspiros de sirena, que parecen provenir de esa garganta sin fondo de la laguna, cuyas aguas permanecen quietas y lisas como la frágil superficie de un cristal, puerta, no obstante, que oculta el acceso a un universo interior, misterioso y apenas conocido.


Antes de llegar a ésta, y a un lado de la senda que, entre rocas, conduce a la fantástica bahía, un pradillo deslumbra con el verde sobrenatural de su césped. Una cohorte de pinos centenarios lo flanquea, guardándolo como a un César. Ocasionalmente, el ganado retoza en él, y a veces agitan las cabezas, molestas con las moscas, haciendo sonar, como una llamada sacra, los cencerros que cuelgan de sus cuellos. Sin embargo, casi nunca se ve rastro del vaquero; hasta el punto de que quizás alguien se pregunte si tal vez esté dormido, en un jergón de helechos o quizás se encuentre husmeando por la orilla de la laguna, persiguiendo a esa hada del agua que, afirman las leyendas, habita en lo más profundo de sus aguas.


Quien haya leído a Machado y recuerde su inolvidable poema épico, sentirá la belleza y el drama de la tierra de Alvargonzález circulando por la sangre de sus venas. Pensará, maravillado y entristecido a un tiempo, situado ya en la orilla, que esos árboles cuyas ramas apuntan silenciosamente hacia las aguas, son testigos que dan fe del lugar donde los parricidas arrojaron lacrado el cuerpo sin vida de su padre. Y si tienen oportunidad de hablar con los viejos del lugar, sentirán un irreprimible estremecimiento, al escuchar de sus labios, temerosos, que en ocasiones el viento acerca hasta el pueblo un quejido desgarrador; un lamento que en ocasiones preludio al truena y a la tormenta, que suelen ser infernales en las proximidades de la laguna. Pero si movidos por la curiosidad, ahondan en sus preguntas, éstos contestarán que se trata de los espectros malditos de los desagradecidos hijos, suplicando perdón durante toda la eternidad.


¿Realidad o fantasía?. Yo exactamente no lo sé. Pero sí sé, que en este lugar paradisíaco, cualquier cosa es posible; y también sé que, como diría el escritor y filósofo francés Paul Elouard, hay otros mundos, pero están en éste.


(1) Morris West: 'El Navegante', Mundo Actual de Ediciones, S.A., (edición para los lectores de Discolibro), 1977, página 16.


(2) René Barjabel, autor, entre otras, de dos interesantes obras de la literatura de ficción: 'La noche de los tiempos' y 'Día de fuego'.