jueves, 24 de noviembre de 2011

Por el Puerto de Pedraja hacia San Juan de Ortega: la ermita de Valdefuentes


'- Conozco a un cantero. Él dice que con sus manos saca el alma de las piedras y, a cambio, la piedra se queda con parte de la suya' (1).



El peregrino que ha dejado atrás Villafranca Montes de Oca -habiendo pasado por lo que antaño fuera el monasterio de San Félix y el santuario de Nª Sª de Oca- asciende con determinación el dificultoso puerto de Pedraja, con la intención de dirigirse hacia San Juan de Ortega. A mitad de puerto, aproximadamente, y a unos 10 ó 15 kilómetros de distancia de ésta, hace un alto junto a una curiosa ermita que comparte nombre, también, con una fuente que ya en el pasado sació la sed de viajeros ilustres: Valdefuentes.

Uno de tales viajeros, fue el poeta Gonzalo de Berceo, perteneciente a esa maravillosa corriente intelectual, denominada como Mester de Clerecía y autor, entre otras, de una auténtica joya de la Literatura Universal, como es su obra Milagros de Nuestra Señora, donde introduce algunas historias que son bien conocidas por los peregrinos que se encaminan hacia la tumba del Apóstol. En la ermita, hay una placa conmemorativa que nos lo recuerda, y en castellano antiguo, nos describe el lugar con los ojos del propio Berceo: un prado verde y de flores bien poblado. Hemos de entender, también, que éste se hallaba de peregrinación, aunque en dicha placa se advierta la palabra romería, en ocasiones utilizada indistintamente, pero más propia de aquéllos que se dirigían a Roma -romeros- y no a Santiago de Compostela -peregrinos-. Nos remontamos, pues, a un siglo, el XIII, en el que, aunque actualmente no nos lo parezca, todavía existía en este mismo lugar un hospital regentado por monjes del Císter -orden hermana del Temple, por añadidura-, que dependían del monasterio de Veruela.
Posiblemente, de esa época sean los ventanales ojivales, de claro aspecto gótico, que con toda probabilidad fueran reutilizados en el siglo XIX, cuando se reconstruyó la ermita. Resulta evidente, también, que el lugar dejó de ser tan apacible como lo conociera el poeta, pues está situado prácticamente al pie de la carretera nacional 120, que discurre entre Belorado y Villafranca Montes de Oca, atravesando, obviamente, el puerto de Pedraja.






Y aquí, aunque de una forma soberanamente moderna, volvemos a encontrarnos con señales, cuando no recuerdos, de esos hábiles y misteriosos gansos -o jars, su equivalente en francés- que contribuyeron, con sus obras, a hacer del Camino de las Estrellas, una escuela mistérica sin parangón. Lo advertimos rápidamente, aunque una cancela nos impida el acceso al interior de la ermita, cuando a través de la verja, observamos una fantástica trinidad estatuaria, en cuyos detalles hemos de poner siempre nuestra atención: Santiago Apóstol, Santo Domingo de la Calzada y San Juan de Ortega. Es decir, el Hijo del Trueno, flanqueado por dos Sumos Pontífices del Camino, detentadores de un Conocimiento esencial, cuando no especial, cuya vida, en determinados momentos, navega con pasión por los ríos en ocaciones turbios de la leyenda. Aunque sean modernas, llegados a este punto, resulta interesante hablar -siquiera sea de una manera superficial- de las señales que alguien -anónimo, como cabía esperar- dejó de manera consciente, en época, por supuesto, indeterminada. Dichas señales, profundamente grabadas por los canteros medievales en los sillares de muchas iglesias, conllevan señas de identidad y mensajes subliminales, que indican, no ya una posible dirección de la bandada compañeril, sino que pueden significar un toque de atención hacia algo importante, pero también secreto. Sobre el pedestal que sostiene las estatuas de San Juan de Ortega y Santo Domingo de la Calzada, difícil es no apercibirse de la señal -igual en ambos casos- con la que el artista anónimo -posiblemente, alguno de los cientos de peregrinos, que cada año se entregan en cuerpo y alma a los avatares del Camino- les identifica: la pata de oca. Diferente, no obstante, pero igual de significativa e importante, es la que, a juicio también de nuestro anónimo artista, le corresponde a Santiago: la espiral. Una espiral, que por su forma puede recordar un tosco crismón, o quizás, a ese emblemática parte superior de los báculos de los grandes iniciados. Sirva como ejemplo, ya que estamos en la provincia de Burgos, el que figura en el cenotafio de Santo Domingo de Silos que, v isto de cerca, representa un dragón o una serpiente, cuando no una cabeza de lobo.


Otro detalle curioso, es que nuestros tres relevantes personajes, portan el báculo en sus manos, como es natural, dado su carácter de maestros e iniciados; pero, curiosamente, el que porta Santo Domingo de la Calzada -creo yo que se trata de él- tiene la forma de tau. En fin, de manera moderna o no, la Tradición, en el fondo, persiste. Poco importa el lugar en sí, y la prioridad que le demos en nuestro discurrir andariego, porque, a la hora de la verdad, hasta el lugar más insospechado es capaz de sorprender y maravillar. En este caso, no puedo dejar pasar la ocasión de comentar la sensación que me produjo ésta visión. Sensación que no es otra que la de pensar que alguien -poco importa ya quién- utilizando señales milenarias de conocimiento, dejó a propósito un mensaje para todo aquél que quiera o sepa leerlo. Un mensaje que, bajo mi punto de vista, vendría a decir algo así: poned atención, ocas y gansos, porque estas señales os guiarán por el Camino de las Estrellas.


(1) Paloma Sánchez-Garnica: 'El alma de las piedras', Ediciones Planeta, S.A., 1ª edición, junio de 2010, página 446.