sábado, 10 de agosto de 2013

El románico perdido de Allariz: la iglesia de Santo Estevo


Sería totalmente injusto cambiar de rumbo y destino, dejando atrás una ciudad tan hermosa e interesante como Allariz, sin comentar, siquiera sea brevemente, por aquello de que nobleza obliga, otro de los antiguos elementos histórico-artísticos, que demuestras esa expansión de medios y recursos que hizo de la ciudad un importante centro poblacional durante la Edad Media: la iglesia de Santo Estevo.
De similar manera al trato recibido por la iglesia de San Pedro, las sucesivas modificaciones llevadas a cabo en su estructura a lo largo de los diferentes periodos históricos, hacen que también se pueda integrar este curioso templo de Santo Estevo, dentro de esa imaginaria cuenta de resultados que, peyorativamente hablando, se puede decir que es el románico allarense. Perdida, pues, en gran parte su primitiva factura, aún se pueden apreciar, en su cosmogonía atemporal, algunos elementos interesantes, que invitan, cuando menos, a ejercer ese derecho o ese recurso de cotorras, como prefieran, que en el fondo es toda especulación.
Especulando o cotorreando, sin duda lo primero que llama la atención del nobel visitante, son esos sepulcros encajados hábilmente en el muro sur, que nada dicen de sus anónimos moradores, pero que muestran, al menos en uno de ellos, una curiosa cruz, con forma de espada y travesaño largo acabado en formas florenzadas, que recuerdan esas lises francas que denotan, -sin entrar en otro tipo más profundo de especulaciones-, cuando menos un origen de allende los Pirineos.
Por otra parte, los restos de interés, al menos externamente, que se pueden encontrar, aparte de los sepulcros mencionados, se localizan en la serie de canecillos y por supuesto, en la torre. Los canecillos, como la gran mayoría de ornamentos similares que caracterizan este tipo de construcciones, muestran esa peculiar alternancia entre rostros indiferentes, figuras animales y vegetales, y monstruos sobrenaturales que anidaban, generalmente, en el subconsciente sin duda supersticioso, de unas gentes cuyas mentes aún tendrían que esperar varios siglos a que la Evolución, pausada pero segura, indujera en los genes la idea de la Ilustración. De todos ellos, quizás el más llamativo, no sea otro que aquél que muestra a un animal, parecido a un gato cuyas patas delanteras se alzan sobre un poyete, y que mira al visitante con rostro entre enigmático y burlón. Elemento que quizás, en el fondo, sirviera de musa inspirativa para que Lewis Carroll -introductor, bajo mi punto de vista, de la matemática divertida en un mundo tan aburrido como la sociedad Victoriana- creara la logarítmica figura de su inolvidable gato de Cheshire.
Ahora bien, como colofón y cotorreos aparte, el curioso haría bien en fijarse en la torre, apenas unos centímetros por debajo de la campana, donde observará otro canecillo, que colocado a posta y sabiamente por el cantero, le hará un guiño, pues con su cara vuelta hacia el oeste -bueno sería recordar, que este recurso de los rostros girados oportunamente hacia ciertos puntos cardinales, viene a ser una constante también en lugares como Lugo y Zamora- le indica no sólo la dirección de la iglesia de Santiago, que se encuentra algunos metros más abajo, sino la dirección -al oeste, siempre al oeste- de esa Camino de las Estrellas, que oficialmente termina en Santiago, pero que todo peregrino, por alguna incomprendida razón que posiblemente se lleve en los genes, prosigue hacia esa enorme boca que engulle al sol todos los días: Finisterre.
El Camino, pues, continúa. Tal vez por eso, en el rostro del vigía que el anónimo cantero dejó de guardia, su sonrisa, más que otra cosa, sólo determine un gesto de aliento para aquél que, mochila al hombro y bordón en mano, continúe caminando sin olvidar jamás, que después de todo, recorre los senderos de un mágico tablero en el que cada etapa es una prueba y una iniciación.