sábado, 19 de noviembre de 2016

Infiesto: Santuario de la Virgen de la Cueva


Que llueva, que llueva,
la Virgen de la Cueva,
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan...
Eco de esas manifestaciones de la Gran Madre, surgidas desde lo más profundo de la noche cavernaria y útero metafórico al que retornó el primer homínido en busca de consuelo y protección, algunos enclaves todavía parecen transmitir, a pesar del exceso de beatitud judeo-cristiana que los engalana, cual hacen las bolas en el tradicional árbol de Navidad, parte de ese ancestral magnetismo que hizo de ellos lugares sin duda alguna especiales. Infiesto, a escasa distancia de Arriondas y del entorno mágico de Cangas de Onís, Covadonga y los Picos de Europa, conserva, algunos insignificantes metros más allá de donde Tánatos expende billetes para la nave de Caronte -el Tanatorio-, uno de esos lugares especiales y posiblemente, también, el origen de aquélla coplilla popular que los sufridos aldeanos dedicaban a los cielos y los niños -cuando el Corte Inglés y los juguetes apenas eran un arma cargada de futuro-, coreaban en sus juegos: el Santuario de la Virgen de la Cueva.

En efecto, salvadas las mansas aguas del río Piloña por un pequeño puente de piedra, en cuyo arco y con mucha imaginación, cualquiera puede pretender ver esa jiba de asno que caracterizaba el meritorio trabajo ingenieril de los maestros pontífices del Camino -no olvidemos, que por estos andurriales transcurría un camino real que muchos peregrinos seguían en dirección a la catedral de San Salvador de Oviedo, pues no en vano se tomaban muy en serio el dicho de que quien va a Santiago y no al Salvador, visita al siervo y olvida al Señor, y que en las cercanías se localiza un curioso templo románico dedicado a la no menos curiosa figura de San Martín de Escoto-, un interesante abrigo natural se congratula en la actualidad con las bendiciones Orbi et Orbe y los loores a María, desdibujados por la maza de la ortodoxia y el escoplo del suplantamiento de identidad, los antiguos laberintos y espirales que lo asociaban con una sacralidad mucho, muchísimo más antigua, posiblemente conocida por los peregrinos medievales, pese a los maquillajes cluniacenses.

Independientemente de ello, no deja de ser cierto, después de todo, que el lugar, visto con los ojos y la disposición de alma que a cada uno le apetezca, es un lugar hermoso y apacible, en el que poder hacer oportuno descanso y sufragar parte de esa ardiente fiebre que sufre todo aquél que, de alguna manera, emprende un viaje a la busca y captura de la más escurridiza de las Musas: Sophia.