sábado, 2 de marzo de 2013

Una joya en el Camino Portugués: la iglesia visigoda de San Pedro de la Nave


'En la raíz de la historia hay una fuerza cósmica que impulsa al hombre hacia el oeste, algo que la trasciende y se inscribe en el mito'. (1)
 
Poco después del canto del gallo, es un decir, el Caminante atraviesa la calle principal de un pequeño pueblo zamorano, llamado El Campillo. Como es habitual, por el pueblo no se ve un alma, si se exceptúa -y en esto el Caminante, echa mano de las creencias budistas- la de algún perro, cuyos ladridos -molestos, aunque no dejan de ser un detalle, que a fuerza de costumbre se puede llegar a considerar tradicional- rompen la magia de un silencio, que bien podría compararse con ese ángelus que precede al canto de los monjes en monasterios como Silos. El Caminante piensa -sin hacer caso de los ladridos del perro, que cansino le persigue unos metros calle arriba-, que quizás, sólo quizás, es en detalles tan banales como éste, donde puede que se encuentre el origen popular que se refiere al paso de un ángel, cuando entre dos o más conversadores, se llega a un punto muerto en el que el silencio se convierte en protagonista y a la vez moderador. El silencio, después de todo -piensa-, es la voz dormida de la Historia: esa princesa encantada, que sueña con el beso que libere el recuerdo y deje constancia de los anales de su vida. Es una idea que le vuelve a asaltar, apenas unos insignificantes metros más arriba, cuando localiza, durmiente y en silencio, cual la princesa del cuento, uno de los motivos de su viaje: la iglesia visigoda de San Pedro de la Nave.
Su silencio, no obstante, piensa el Caminante, es un grito atronador que, paradójicamente, se repite a lo largo de los siglos, sin que su persistencia rompa otro molde, en la mente de los hombres, que el de pasar de largo y tener un bonito recuerdo. El Caminante, después de todo, no deja de ser un hombre; y aunque intente apartar de su mente, detalles en el fondo, tan superficiales, como son aquellos que diferencian al verdadero viajero del simple turista, no puede evitar, sin embargo, dejarse llevar por la fuerza de la costumbre, echándose sobre los hombros esos simuladores de eternidad, que son las cámaras fotográficas, para continuar la contemplación de la maravilla que tiene delante, con la mente angular de un fotógrafo. De ángulo en ángulo, pues, se convierte, comparativamente hablando, en el astro rey, que inicia su recorrido por el este, hasta volver al punto de destino que, algunos minutos después, paradójica o relativamente, según se mire, se convierte en el oeste, y por lo tanto, simboliza ese ocaso que tan imperiosamente persigue el peregrino. En su recorrido, ha podido admirar la perfecta colocación de unos sillares que desprenden un inconfundible olor a antiguo; a piedra labrada con el sudor de una frente pitagórica, que conoce la importancia del número y la aplica para levantar una obra de Arte en cuya ecuación básica se conjugan, entre otras sublimes características, peso, medida, proporción, mesura y equilibrio, capaces de conmover hasta los más oxidados resortes del alma humana.
Humanas son, por otra parte, las manifestaciones externas con las que, de una manera atemporal, curiosos y peregrinos han violado la arenisca original de los sillares, para dejar un testimonio de su paso por el lugar. Un testimonio humano, ajeno a una perfección que ya no parece de este mundo, que bajo su condición de graffitis, puede que obedezca a un deseo de perdurar; deseo que, obviamente, está lejos de ser una característica en el género humano. El Caminante se pregunta, cuántas no habrán sido las generaciones a las que habrá visto nacer y morir este templo, tanto desde su posición original -a dos kilómetros de aquí, en la otra orilla del río Esla- como a ésta, en la que fue trasladado piedra a piedra en aquéllos años sesenta, en los que la fiebre de los pantanos estaba haciendo más daño en nuestros monumentos histórico-artísticos, que cualquiera de las múltiples razzias organizadas desde el Califato cordobés, en los tiempos de mayor esplendor de la dominación musulmana en la Península. Por poner un símil, en la mente del Caminante toma forma la idea de que, si Almanzor fue el azote de Dios, el Plan Hidrológico ideado por Franco y sus ministros, fue el azote de sus templos.
Pero lejos de la mente del Caminante hacer política. Y menos tratándose de Zamora. No bien consigue contactar con el encargado del templo, de nombre Abilio -y no gracias a Vodafone, precisamente, que en las inmediaciones del templo, sólo alcanza a ofrecer al cliente llamadas de emergencia-, sobre la cabeza del Caminante vuelven a cernirse las oscuras golondrinas que determinaron no sólo su rechazo, sino también su indignación durante la intensa jornada del día anterior, mientras se pateaba la capital de templo en templo. Oscuras golondrinas, es cierto, que, a diferencia de aquéllas que atormentaban al poeta y nunca regresaron a Sevilla, éstas, enviadas por el Epicospado de Zamora, siempre regresan, con su amenaza velada, exigiendo los datos personales del visitante, vaya usted a saber con qué oscura y anti-democrática intención. Al Caminante se le revuelven las tripas, pero comprende a los que sólo son unos mandados. Por eso no discute con Abilio, y acuerda -todo lo pacíficamente que su ira contenida le permite- consignar sus datos personales en un listado, en el que por cierto, ese día le cabe el desagrado de poder afirmar que ha sido el primero en estrenar, para poder tomar fotografías del interior. Mientras consigna sus datos personales -los verdaderos, que al fin y al cabo el Caminante, al contrario que el Epicospado de Zamora, sí que puede decir bien alto que visita los lugares como Dios manda, con educación y respeto y en muchos casos, dejando amigos tras de sí- se pregunta si en ésta cuestión, la Diputación Provincial de Zamora no toma cartas en el asunto; y dado que parece que no lo hace, se pegunta, también, por qué, entonces, las oficinas de información y turismo de Zamora, no varían los eslóganes que patrocinan los valores culturales de la región, añadiéndoles la cierta coletilla de provincia poco amable para el turista y el visitante (2).
Cumplido el trámite, el Caminante no puede evitar pensar que se sumerge en un mundo de proporciones simétricas, donde la geometría sagrada se despliega ante sus ojos con la precisión de unas tablas de multiplicar -¿remedo, quizás, de aquéllas Tablas de la Ley recogidas por Moisés en la cima del monte Sinaí?-, que van enseñándole, como en sus tiempos de escuela, la magia de unos números en los que no falta ni sobra nada, porque están consignados en unos mandamientos que definen su justa medida, obedeciendo al propósito de perfección en el que se inspiró la mente del magister que diseñó el templo. Un templo que, transformado interiormente en basílica, eleva sus pilares centrales hacia un firmamento interior, en el que luz y sombra se conjugan armoniosamente, hasta el punto de parecer -o al menos, de simularlo en la imaginación del Caminante- estrellas que marcan una ruta peregrina por el universo áureo sobre el que se desenvuelven sus arcos de medio punto. A medio camino entre el suelo y la tierra, la belleza implícita en los capiteles, muestra parte de unas viejas historias, repletas de dinamismo simbólico: Daniel y los leones, el sacrificio de Abraham, las aves que picotean, quién sabe, quizás de un árbol de la vida que, a fin de cuentas, cumple su primigenia función de nexo entre la tierra y el cielo, unidos a motivos típicamente visigodos y celtas, que conforman frisos en los que también se alterna la cruz. Un tipo de cruz, de forma más elaborada que el basto madero sobre el que permanece ingrávido un Cristo, más allá de un presbiterio a través de cuyos estrechos ventanales, una difusa claridad rivaliza con unas sombras protegidas por el silencio.
Durante la visita, Abilio ha permanecido junto a la puerta, entreabierta, observando las evoluciones del Caminante, sin molestarle para nada. Quieto, en silencio, ha sabido respetar ese momento tan peculiar que, independientemente de las fotos, ha primado entre aquél y el lugar. Cuando el Caminante se despide de él, no puede dejar de pensar que, después de todo, quizás todavía no sea tarde para que el Epicospado de Zamora reconsidere su actitud y, dejando a un lado la coraza de cuervo de la Inquisición que parece que le caracteriza, piense que las personas que visitan Zamora y sus monumentos, no son frikis de feria, sino personas con la suficiente sensibilidad, respeto y pasión por el Arte,a las que no les importa darse una buena panzada de kilómetros, que bien merecen un trato más digno y más acogedor. 


(1) Tomás Álvarez Domínguez: 'El Camino de Santiago para paganos y escépticos', Ediciones Endymion, 2000, página 15.
(2) Lamento si ofendo, pero lo digo como lo siento. Y es más, el día anterior, sábado, 16 de febrero, mientras comentaba con la guardesa de la iglesia de San Claudio de Olivares, que esto de tener que dejar el Carnet de Identidad para poder tomar algunas fotografías, no sólo me parecía indecente, sino una vergüenza y una tacha para el turismo en Zamora, ella, una mandada, al fin y al cabo a la que nada reprocho y sí agradezco el trato recibido -vaya también esto por delante-, me comentaba que había recibido a algunas personas indignadísimas, porque habían hecho una buena colección de kilómetros, y no les habían permitido sacar una sola foto de recuerdo, precisamente en ésta iglesia de San Pedro de la Nave.