miércoles, 24 de abril de 2013

La Puerta del Paraíso de la catedral de Orense


'En cualquier caso, lo mejor de la catedral de Orense, ahora que está cerrado el museo, es, como dicen las guías, el pórtico del Paraíso, esa gran joya escultórica de la que aquéllas señalan que es una réplica del de la Gloria de Compostela, si bien a escala menor, y del que el viajero puede añadir que se vería mucho mejor si la puerta principal estuviera abierta...' (1).


Como se diría, plagiando y alterando en interés propio, en uno de los abracadabras de ese arcano, misterioso y mágico juego que es el de la Oca: de Viajero a Viajero y tiro porque me toca. Supongo que, como Llamazares, el Viajero que esto suscribe también se hizo cábalas eternas intentando llegar al centro de Orense y encontrar una catedral que, por desgracia, pierde buena parte de su atractivo original al verse sitiada por una morisma -que me perdonen los moros, pero añado el símil, porque bien saben ellos que nos tuvieron sitiados y bien sitiados durante siglos- de edificios, que semejan rémoras alrededor del tiburón. Más fácil fue, quizás, encontrar un aparcamiento, obviamente pagando, donde deshacerse por algún tiempo de ese incordio, que a fin de cuentas, es el coche en una gran ciudad. Es cierto que Orense, por fortuna, no es una maquiavélica Madrid -y cito mi ciudad de origen, no por antagonismo ni por afán de madrilear, que para eso están las Oficinas de Turismo, para vender gambas a precio de langostino, sino por no suscitar comparaciones odiosas si meto a otra ciudad en el candelero- pero tiene también los suficientes semáforos, calles, bocacalles, pasos de peatones y vehículos -rodantes, como tocando la gaita en doble fila, digámoslo así, como afinidad a un instrumento ancestral cuya magia me hace vibrar desde pequeño, cuando en la prima-hermana Asturias asistía a las romerías de la Gira, en la playa de Otur y de San Timoteo, en una pradera de Luarca, principalmente- como para hacer que el Viajero, que bastante tiene con seguir las indicaciones de ese puñetero chisme del Averno que es el GPS, respire aliviado sin haberse pegado un trompazo ni haber matado a nadie por el camino. Porque de eso se trata, de hacer camino -intentando incordiar lo menos posible a los demás- y dejar que las experiencias añadidas se aglutinen en el alma para saborearlas a pierna suelta cuando uno, espanzurrado lo más cómodamente posible frente a la pantalla del ordenador, recurra, como consuelo, a ese tiempo pasado que posiblemente fue mejor, que yace escondido en un compartimento especial del siempre adorado baúl de los recuerdos. Y no obstante, ahora que lo pienso, de mi baúl aflora hasta el detalle, groseramente anecdótico, lo reconozco, de decir, que ya antes incluso de divisar la catedral, venía esquilmado; burlado, y posiblemente -¿por qué no decirlo?-, también cabreado. En primer lugar, del monasterio de Oseira -donde me sentí estafado, porque fue después de pagar tres euros y comenzar la visita guiada, ¡qué remedio, aunque no me hiciera ni puñetera falta el guía!, se me impidió sacar fotos (2); y en segundo lugar porque la tormenta y esa intrincada red de caminos que conforman el entorno de Leiro -unidos al GPS, otra vez el maldito GPS- me hicieron dar vueltas en círculos hasta desesperar y dejar para mejor ocasión el lugar que estaba buscando, que no era otro, que Beade y sus misteriosos cruceiros. Porque estos, después de todo, forman parte también, como el Maestro Mateo, como la Inventio, como el mismo Camino, como el Finis Terrae, del alma de la Galicia inmortal.
Inmortal, después de todo, es la obra del Maestro Mateo y su Escuela. Con mayúsculas, como corresponde a quienes tal honor merecen. Dicen las malas lenguas -o las buenas, según se mire- que ésta obra, teórica y comparativamente secundaria, es una reproducción, aunque a menor escala, del Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela. Dicen también que, como la catedral, su alumbramiento se produjo a lomos de los siglos XII y XIII. Y hasta es posible -esto lo añado yo- que también una estrella alumbrara el lugar y unos magos, de manos hábiles para utilizar el punzón y el escoplo como si fueran peines, sacaran brillo a la piedra de la raíz a las puntas. Pero ya que ellos no lo dicen, lo digo yo: aunque, en efecto, la escala es menor, la vibración es infinitamente superior. Vibra con mayor intensidad porque, a diferencia del Pórtico de la Gloria -gran parte de su belleza, parece que Dios la tiene precisamente ahí, en la Gloria- la Puerta del Paraíso de esta catedral orensana dedicada a la figura de San Martín conserva, prácticamente intacta, su policromía original. Magia visual: el espectro luminoso desparramándose por las retinas de un agradecido Viajero, que a punto estuvo de pasar de largo y perderse el espectáculo. Lo cual, añado, hubiera sido un auténtico sacrilegio. Allí, evangelistas y profetas se balancean al ritmo de la luz en una danza eterna que proclama la pervivencia de los antiguos misterios. Abacuc, Isaías, Jeremías...e incluso Ezequiel, aquél cuya visión se anticipó en miles de años a los Pantocrátores que habrían de constituir divisa, como el lábarus, hermano lejano del crismón, de un Arte sublime que se ha convenido en denominar Románico. En la película de la piedra, llega un momento en que el observador se convierte en Dante, y dejándose llevar también por Virgilio -que no es otro, que la representación de la Poesía- atraviesa las fronteras del peso y el volumen, de la mesura y del equilibrio, para acceder al mundo sobrenatural de las esferas. O mejor dicho, de las semiesferas, en cuyos arcos o superficies, los mensajes se suceden, los guiños se multiplican y desde el infierno, que es la tierra donde pisa, se puede tener la sensación, siquiera por unos instantes, de poder besar el cielo. Sobre todo si, colocados ante la imagen sacro-santa de Santiago, sentado en su trono de planta hexagonal, uno cree observar, en los clarioscuros que se desparraman por el bosque abovedado de la nave, puertas misteriosas que esconden un secreto. Un secreto, que cada uno tiene que descubrir, que desentrañar y hacer suyo, dejándose llevar por esa fiera que nos acompaña a todas partes y que debe ser conquistada: la Intuición.
Ya he estado en Silos. Y ahora, después de contemplar esta auténtica maravilla, también puedo decir que, en parte, me han presentado a un genio singular: el Maestro Mateo.


(1) Julio Llamazares: 'Las Rosas de Piedra', Santillana Ediciones Generales, S.L., 2008, página 46.
(2) A Llamazares, como deja constar en el capítulo dedicado a la catedral de Orense, le llaman la atención la cantidad de cepillos que hay a lo largo y ancho de ésta. Cepillos que sólo reciben óbolos voluntarios. Por el contrario, en Oseira, los hermanos del Císter te atracan y no te permiten sacar ni una sola foto. No niego que estén en su derecho, como propietarios y administradores de su monasterio. Pero me parece imperdonable que eso mismo no te lo digan antes de sacar la entrada, permitiéndote decidir si te interesa o no pagar, sobre todo, si vas con la intención de hacer un estudio del lugar y no simplemente como turista, sin menospreciar a nadie, dicho sea de paso, pues lo cortés no quita lo valiente, como se suele decir, y no cabe duda alguna de que tanto el lugar como el entorno, merecen ser visitados, conocidos y saboreados según el dictado del paladar de cada cual.