Siguiendo con ese aparente,
inadvertido pero simbólico triunfo del
paganismo, y sin dejar, al menos por el momento, esa genuina magia de
atracción del agua y sus criaturas asociadas, bueno es detenerse un instante y
pensar en aquéllas historias cantadas por los
grandes bardos del Camino. Uno de ellos fue, qué duda cabe, ese inquieto y
viajero cronista mindoniense, Álvaro Cunqueiro –aquél, que entre su prolífica
prosa, dio vida a la fascinante novela Merlín
y familia, ambientada en su maravillosa Galicia-, a través de cuyas
crónicas y reflexiones, uno siempre recuerda que el Camino –y vuelvo a insistir en lo que ya comentara anteriormente,
con respecto a las fuentes-, es un lugar de encuentros insólitos, de sucesos
prodigiosos y de señales más o menos certeras, donde recuperar la venerable
mediatidad de los viejos mitos que siempre han acompañado a la humanidad como
una segunda sombra. Tan antiguo como los mitos de la Creación, el tema de las
sirenas, así mismo, ha despertado siempre las más encontradas de las fantasías,
hasta el punto de que hombres ilustrados, como el padre Benito Feijoo –que independientemente
de que sea discutible, la credulidad no tiene por qué ser sinónimo de
ignorancia o de tachón cultural-, creía en ellas a pies juntillas, cual Ulises
cuyos oídos se hubieran dejado eternamente encandilar por la pasión generada por
sus embriagadoras e irresistibles canciones. Pero no deja de ser simbólicamente
fascinante el tema, además –porque de hecho, recoge uno de los interminables
mitos asociados a ese arte tan afín a los caminos, que fue el románico, que
tanta pasión genera hoy en día, pero que tan vilmente ha sido vapuleado por la
incomprensión y la ignorancia a lo largo de los siglos-, si lo meditamos bajo el punto de vista de esa
visión de Cunqueiro, cuando nos habla de la encantada Ayfir, sirena del agua, y nos plantea, a continuación, la pregunta
clave del origen del mito: ¿no se llevará agua al aire, para morar allá esos
siete años en que es como ave ? (1). Llegados a este punto, reconozco que no
soy muy peregrino en mi ciudad –quizás sea mejor profeta en tierra ajena-,
aunque no obstante, sí es cierto que en ocasiones, dejando el hatillo en casa
pero colgándome las cámaras al hombro sin más compañía que mis más fieles
compañeros de camino , que no son otros que la pluma y la libreta, me acerco
hasta ese rincón donde habita la fantasía, el parque del Retiro –creo que nunca
un nombre ha sido más apropiado para un parque, si exceptuamos aquél otro del
Capricho, donde la nobleza madrileña saciaba su hambre de fantasía a golpe de
talonario-, y acercándome hasta el Gran Estanque, contemplo melancólico a
aquéllas desgraciadas sirenas que una maldición convirtió en bronce para toda
la eternidad. Y cuando esto ocurre –tachesemé si se quiere de costumbrista-,
recuerdo que, observando su infinita tristeza, siempre me hago la misma
pregunta: ¿no será por añoranza a esa libertad absoluta que tenían cuando
fueron aves?.
(1) Álvaro Cunqueiro: 'Los otros caminos', Tusquets Editores, S.A., 2ª edición, Barcelona, julio de 2004.