jueves, 30 de diciembre de 2010

Contribuciones Peregrinas 1

Me gustaría despedir éste año 2010 y comenzar el año nuevo 2011, rindiendo un pequeño homenaje a aquellas personas que, espontánea y generosamente, han compartido fotos y experiencias conmigo, demostrándome que, después de todo, somos muchos los que todavía tenemos la capacidad de sorprendernos y valorar todas esas maravillas que nuestro mundo nos ofrece.
Y quiero hacerlo, en primer lugar, con una bruja muy especial; una bruja viajera y soñadora, que no pierde ocasión de compartir todas aquellas maravillas, cercanas o recónditas, que encuentra en el Camino cada vez que su escoba y sus conciliábulos se lo permiten.




Buena prueba de que tenemos en su persona a una estupenda receptora de Magia, lo demuestran éstas formidables fotografías que se corresponden con los lugares de especial relevancia, visitados en sus dos últimos viajes, sin duda iniciáticos: el Pirineo leridano y la Riviera Sacra.

Mis mejores deseos para el Nuevo Año, Paz, y sobre todo.... ¡no dejes nunca de soñar, sorprendernos y compartir!.

lunes, 27 de diciembre de 2010

El Dolmen de San Martín de Montalbán

Se podría pasar pefectamente de largo sin verlo, si no fuera por la presencia del oportuno cartel que, situado estratégicamente en la cima del montículo, te indica que aquello que tienes delante de los ojos y que apenas se diferencia de otras agrupaciones rocosas que has ido dejando atrás por el camino en el transcurso de tu búsqueda, es el famoso dolmen -o complejo megalítico, como también lo denominan- situado en el término municipal de San Martín de Montalbán.
Un lugar aislado y solitario, desde luego, cuyo desvío se sitúa a dos o tres kilómetros de la referida población toledana, semejando, por su solitaria presencia, una insignificante islilla polinesia en mitad de un océano de cerros y sierras que, como olas bravías, se pierden hasta donde alcanza la vista.
Un lugar, así mismo, bien conocido por los cazadores que, durante éstas fechas y hasta febrero o marzo -motivo por el que se prohíbe el acceso al cercano castillo de Montalbán- son los únicos seres cuya presencia levanta despavorida la fauna del lugar, consistente, principalmente, en liebres y perdices. De hecho, cuando me adentré en el camino forestal, los contínuos estampidos de las escopetas hacían que las primeras cruzaran raudas por delante de mí en un sálvase quien pueda que, por cierto, me puso los pelos de punta. Sensación que no me abandonó durante todo mi recorrido, hasta no estar otra vez sentado al volante de mi coche, regresando por donde había venido.
Junto con la ermita visigoda de Santa María de Melque, y el mencionado castillo de Montalbán, este complejo megalítico forma parte de ese triángulo imaginario, pero no obstante mistérico, que se puede encontrar en la región y que, de alguna manera, vendría a confirmar -al menos en parte- ese peculiar interés que tenían los caballeros templarios por asentarse en lugares que denotaran una influencia cultual anterior.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Retorno a Santa María de Melque

Manteniendo aparte, por su irrelevancia, la disputa territorial entre La Puebla y San Martín de Montalbán, no deja de ser una experiencia casi mística embarcarse un día por estos parajes, y permitir que la esencia del misterio que los acompaña a lo largo de los siglos, seduzca nuestros pensamientos con presencias legendarias. Tal podría ser, por ejemplo, el caso de esos mártires de Dios, como se ha denominado en numerosas ocasiones a los templarios, quienes -causal o casualmente- forman parte también de un entorno que, situado a una distancia aproximada de 30 kilómetros de ese goético y tradicional Axis Mundi que es la ciudad de Toledo, pueden ofrecer una buena pista para considerar la importancia del lugar.
La última vez que estuve, la sosegada tranquilidad del lugar -solitario, cuál oasis en mitad de unos montes que se prolongan en la distancia como un vaivén infinito de olas- se veía ocasionalmente perturbada por unos estampidos secos, fuertes y en ocasiones desgarradores, que procedían, principalmente, de la dirección donde, unos tres ó cuatro kilómetros más allá, se localizan las ruinas del castillo de Montalbán. Un castillo que, además de constituir la base de la que partió el grueso de las fuerzas templarias que en julio de 1212 participó en la determinante batalla de las Navas de Tolosa, ofrece, tanto al curioso como al investigador, docenas de marcas de cantería que, de alguna manera, lo hacen decididamente especial. Y por supuesto, también foco de numerosas leyendas y divagaciones.


Divagaciones que, en el fondo, no dejan de tener algún sentido geométrico determinante, por cuanto que algunos kilómetros antes de llegar al pueblo de San Martín de Montalbán, y siguiendo un desvío en el que llega un momento que el coche ha de quedar irremediablemente aparcado, se localiza el tercer elemento mistérico de importancia en la zona: el complejo megalítico. Ermita visigoda, castillo y dolmen, conforman los ángulos de un triángulo imaginario bajo cuya influencia, como se ha venido demostrando en numerosos lugares de la Península, los freires milites se sintieron poderosamente atraídos.

A juzgar por los restos que aún sobreviven, se ha determinado que Santa María de Melque fue uno de los monasterios más importantes que existían antes de la famosamente triste batalla del Guadalete, acaecida en el año 711 y la invasión árabe de la Península. Muchos de sus secretos, se han perdido a lo largo de las riadas históricas que, como aves de rapiña, han pasado por el lugar. Entre ellos, se especula con las dos vírgenes que había, una Blanca y otra Negra, aunque se sabe que la que llevaba por advocación Virgen de la Leche fue robada hace muchos años. Tampoco queda rastro de las estelas funerarias templarias que, según me comentó en su momento mi inestimable amigo Rafael, se localizaban hace años en la zona del ábside, precisamente donde se ubican la mayoría de enterramientos.

Aún a día de hoy, el origen del pueblo godo continúa siendo un fascinante enigma para los investigadores. No así el hecho de que conocían y utilizaban en sus construcciones la geometría sagrada, y en particular la proporción aúrea. Lo comento, por si alguien que no conozca el lugar y sienta un día deseos de hacerlo, escrute tranquilamente la iglesia y sus proporciones porque, quién sabe, quizá por un momento adquiera la increíble facultad de poder leer las piedras.


domingo, 19 de diciembre de 2010

Breve crónica de una visita a Carranque

'Sombras alargadas

ante mí se extienden,

bajo la inabarcable

bóveda celeste...' (1)

Cronológica y oficialmente, se sitúa a Carranque en las postrimerías del siglo IV d. de C., considerándolo como uno de los conjuntos más monumentales de la Hispania romana. No obstante, caminando por este lado de la ribera del río Guadarrama, donde se ubican sus milenarios restos, resulta imposible no dejarse llevar por los caprichos del espíritu y permitir que éste, una vez liberado de la rígida ortodoxia con la que se ha pretendido presentarnos una Historia más desconocida de lo que se supone, vague a su antojo por unos páramos donde, al cobijo de los chopos, los pinos y los pequeños bosques, campean a sus anchas la liebre y la perdiz.
Si bien hasta el momento el complejo sólo mantiene al descubierto el Palatium, el Mausoleo -hasta hace poco, se le denominaba Ninfeo- y la Casa de Materno, entre sus elementos bien pudiérase uno dejarse perder en las oscuras pero a la vez maravillosas historias tolkenianas de la Tierra Media, poblada de un amplio espectro de seres fantásticos, que acompañaron siempre los sueños más íntimos de los hombres. Por ello, no debemos extrañarnos que entre los más refinados patricios romanos, convivieran contínuas alusiones a unos seres cuyos atributos y superioridad determinaban la vida de los hombres.
Tal es el caso del terrible jabalí enviado por una diosa despechada para acabar con la vida del joven y apuesto Adonis; o el rapto de Hylas por las ninfas; o mejor aún, la espectacular representación de un Neptuno dotado de cuernos y pequeñas antenas, cuya melena e infinitas barbas formadas por olas marinas, recogen el mito alquímico del agua como origen de la vida...
Y sin embargo, tan espectaculares como los mosaicos y su rica simbología, no deja de ser una gran verdad el súbito sentimiento de dêja-vú que el espectador, maravillado aunque pasivo, experimenta en el preciso instante en el que comienza a conocer y dejarse impresionar por los pequeños detalles: unos canteros que, de forma inusual, inmortalizaron su nombre en medio de tan genuinas maravillas. O unas tuberías de plomo, que han continuado utilizándose a lo largo de milenios, siendo relativamente reciente su sustitución por un producto, el plástico, que constituye una verdadera afrenta al medio ambiente.
Y por si esto aún no fuera suficiente para convencernos de que, a la postre, parece que no hay nada nuevo bajo el sol, hay quien entrevé, alargada y escurridiza, la sombra de unos caballeros medievales cuya historia, como la historia misma de Carranque, está todavía envuelta en la más impenetrable de las leyendas: los templarios.
Elementos más que suficientes para hacer que un paseo por Carranque, constituya, ya de por sí, una auténtica aventura.
(1) John Ronald Reuen Tolkien: 'La última canción de Bilbo', ilustrado por Pauline Baynes, Editorial Planeta, S.A., 1ª edición, octubre de 2010.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Paseando con Ocas por la ribera del Tajo

'Para don Juan, la brujería era el acto de corporizar ciertas premisas especializadas, tanto teóricas como prácticas, acerca de la naturaleza de la percepción y el papel que ésta juega en moldear el universo que nos rodea'.
[Carlos Castaneda: 'El arte de ensoñar', Editorial Seix Barral, 1993]

El camino está señalado por una Virgen Negra, que aseguran se llama del Tiro y fue templaria. Cuelga en un cajetín acoplado al muro de la catedral -no muy lejos de donde se localiza una marca con la forma de pata de oca y pocos metros más abajo de la Librería Anticuaria Balaguer, donde posiblemente permanezca olvidado en algún oscuro rincón algún ejemplar del tenebroso Picatrix- misteriosamente oculta por un cristal que ha ido oscureciéndose progresivamente con la pátina de los siglos. A veces, según sea la posición del sol, un rayo lo ilumina y aguzando la vista, se puede ver su rostro, hierático, solemne y regio mirando fijamente hacia una calleja que se pierde en bajada, sinuosa como la cintura de una bailarina árabe, hasta alcanzar las márgenes del río. Un río, el Tajo, que cuando las aguas se calman después de una riada, devuelve a la orilla numerosas reliquias del pasado.
Recuerdo que esa mañana de domingo, el frío penetraba hasta el tuétano, a pesar de los esfuerzos del sol, tímido, no obstante, que en ocasiones se veía interceptado por el paso lento y amenazador de alguna nube de aspecto aterrador y grises intenciones. En la parte alta de la ciudad -allí donde las calles posiblemente forman un laberinto más impenetrable- y donde la tradición sitúa la Casa del Temple, cercana, para más señas, a los callejones del Diablo y del Infierno, las campanas de la iglesia de San Miguel el Alto llamaban a misa. Su eco, seco y lejano como un trueno, reverberaba en el silencio de una calle, cuyos vecinos apenas comenzaban a bostezar.
Mientras, Toledo se desperezaba también lentamente, deshaciéndose del mágico influjo de la noche, y los turistas comenzaban a abandonar las confortables habitaciones de hoteles y posadas, con su mochila al hombro y los mapas de la ciudad en la mano.
Lejos de la bacanal algarabía de los infantes, fieles custodios domingueros de unos padres que se niegan a abandonar la costumbre de acercarse hasta el quiosco de la esquina para comprar, entre otras, la prensa deportiva, las ruinas de los baños árabes permanecían ajenas, recostadas sobre la ladera, sumergidas en el sueño abismal de su antiguo esplendor. La ermita de la Virgen de la Vega, colgada como un farol algo más arriba, aunque en la ladera opuesta del río, parecía revestida de un halo especial al recibir de frente los primeros rayos del sol. Detrás de ella, cuál si fuera un ancla en la pendiente, la Peña del Moro ofrecía el aspecto de un viejo dromedario recostado, con la cabeza ladeada hacia atrás, sin advertir, por tanto, a ese esforzado ciclista que ascendía en solitario la cuesta a la altura del Arroyo de la Degollada.
Apenas llegado a la ribera, tuve un primer atisbo de que el tiempo, relativamente einsteniano, se había detenido milagrosamente, y junto al embarcadero, el paisaje, seguramente a la manera tradicional de la consecución de la Gran Obra comentada en los arcanos manuales de alquimia que aún se ocultan en algunas librerías de viejo y colecciones particulares, sufrió una repentina transformación. Es posible que esa misma naturaleza de la percepción que el brujo don Juan intentaba hacer entender a su afortunado discípulo, hubiera conseguido que ribera y embarcadero formaran ahora parte de un Juego mistérico y trascendente, tan antiguo como el mundo. Un Juego, contenido en un artistico Tablero, en el que, bajo una nueva visión, los elementos hasta entonces conocidos, de manera precipitada aunque extraordinaria, se hubieran disuelto para a continuación transmutarse en la enigmática Casilla 64 del Tablero: el Jardín de la Oca, cuyas puertas sólo se abren después de un largo, arduo y difícil aprendizaje.
La ermita de la Virgen de la Vega, que hasta el momento colgaba en la ladera como un farol guiando al peregrino, era ahora una enigmática ermita situada enfrente de un monte denominado de la Estrella, cuyo exterior, según la Tradición, había que recorrer descalzo tres veces antes de entrar en el sancta-santórum de su capilla de planta octogonal: Eunate.
Una pastora permanecía en cuclillas sobre la base del embarcadero, el cayado sujeto en la mano izquierda sobresaliendo de su cuerpo como un robusto roble, mientras la manada de gansos -algunos en proceso de renovación, a juzgar por el estado de su plumaje- acudían a comer, en grupos de a siete, las migas de pan que ésta mantenía en su mano derecha, completamente abierta y extendida.
Gaia, la Gran Alquimista, había conseguido una sublimación perfecta, y en la mezcla de azufre, mercurio y sal, del inmenso atanor natural habían brotado con espectacularidad suicida los colores del último estertor del otoño: muerte y resurrección. No obstante, algunos jugadores permanecían anclados en la orilla, sujetando pacientemente sus cañas de pescar, esperando que de las pozas ocultas en el fondo del río surgiera la llave que les liberara del hechizo y les permitiera continuar su camino. Otros, sin embargo, más afortunados que los anteriores, cruzaban alegremente el puente en dirección al montículo sobre cuya base se levanta, impertérrito al tiempo, el castillo templario de San Servando, y de hecho, el hospicio donde podrían descansar y recuperar fuerzas para continuar marchando sobre un Tablero que, semejando una galaxia por su forma espiral, apuntaba siempre hacia el Finis Terrae...
Pero como ya he dicho, quizás don Juan estudiara no sólo el arte de la brujería sino también el de la ensoñación en las catacumbas de Toledo; a lo mejor en Higares, en la vedada Cueva de Hércules y todo cuanto he relatado sólo sea producto de....¿una ensoñación?.

Publicado en Steemit (Talentclub), el día 22 de mayo de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/paseando-con-ocas-por-la-ribera-del-tajo

martes, 14 de diciembre de 2010

Despeñando santos en Sierra Mágina: la curiosa tradición del Pachuelo

La primera vez que lo ví, transfigurado en la pared del descansillo del hotel Casería San José de Hútar, en la serranía jienense de Mágina, pensé que se trataba de una Virgen. Una Virgen en la que, desde luego, no se evidenciaban, a simple vista, señales de románico o de gótico que podrían haber hecho las delicias para alguien que, como yo, siente pasión por este tipo de imágenes y el esotérico misterio que las envuelve. Tal vez, pensé, mientras intentaba acertar con la llave en la cerradura de la habitación número 205 -Peña Jaén-, hubiera suerte y se tratara de alguna representación de cualquiera de las famosas vírgenes negras -de esas, negras pero bellas, porque las ha tostado el sol, según el Cantar de los Cantares- veneradas en las cercanas ciudades de Úbeda y Baeza: la del Rosel y la del Alcázar, por ejemplo. Resulta comprensible: siendo precisamente la noche de mi llegada a tan carismático lugar, mi bisoñez regional hacía que me mantuviera a años-luz de algunas otras curiosas tradiciones que, como la del Juancaballo o la ya mencionada de las famosas caras de Bélmez, habrían de proporcionarme unos momentos inolvidables, en aquél memorable puente del Pilar.

El cuadro, realmente, es curioso; porque, si bien de lejos ofrece toda la apariencia de una venerable virgen, sobre todo por el manto que envuelve a la figura, un vistazo más atento echa por tierra tan equívoca suposición, dejando de manifiesto una figura barbada que, provista de capucha y báculo, garantiza una druídica prestancia.
Observándolo, cuesta trabajo, sobre todo para un neófito, como digo, identificarlo con ese, en apariencia, dignísimo santurrón conocido como San Francisco de Paula; o lo que viene a ser lo mismo, aunque autonómicamente hablando: el Pachuelo.


El Pachuelo -permítaseme a mí también utilizar el cariñoso apelativo popular- resulta que es un santo muy querido y apreciado en Albánchez; tan querido que, como San Saturio en Soria o San Frutos en Segovia, es su ancestral Patrón. Refiere la Tradición -y he aquí la ocasión para agradecer a Don Manuel Gila su espléndida aportación del tema, sin el engorroso inconveniente de tener que sobornarle con una copita de anís del Mono- que cada vez que se saca al Santo de paseo, llueve.
Esto suele suceder a primeros de mayo, durante las fiestas; y es creencia popular, que al menos uno de los días llueve. Hasta tal punto solía o suele cumplirse la tradición -y continúo aprovechando los inapreciables conocimientos de Don Manuel- que en la mayoría de las procesiones en las que por lo menos él ha sido testigo, llovía.

Y con la añorada, por no decir necesaria e imprescindible agua de mayo -que el refranero, además de popular, es soberanamente sabio- también llegaban las broncas del cura, que no veía con buenos ojos que, después de vestir al santo con la costosísima túnica y conseguir su intercesión ante las nubes celestiales, la gente, amedrentada, hiciera uso de su paragüas. Contemplada la cuestión bajo esa perspectiva, hemos de suponer que el cura tenía razón, porque, ¿acaso no era eso lo que se quería?.

Ahora bien, y he aquí que llegamos a ese punto crítico en el que ni siquiera la presencia del Santo conseguía que las nubes, veletas en ocasiones, se dejaran impresionar, al menos hasta el punto de dejar caer siquiera una gota. Lo popular, aunque atractivo, tiene también su vertiente, digamos, menos respetuosa o quizás a consecuencia de la desesperación más basta, y subiendo al santo hasta el barrio de Los Pilrreles -quien haya estado en Albánchez de Mágina, puede imaginarse dónde se encuentra este barrio- lo despeñaba desde un altozano.
Don Manuel no se moja -y nunca mejor dicho- sin embargo, a la hora de mencionar el resultado de tan extrema decisión. Claro, que dicha nefasta consecuencia, al menos para la buena imagen del santo, viene a ser similar, en mi opinión, con la que ocurre con ese otro famoso San Cucufato -recordado, incluso, por cantautores como Javier Krahe-, precisamente ese pobre santo al que la copilla -también popular, evidentemente- le chantajea para conseguir el deseo o la ventura solicitada, so pena de los cojones te ato.
En definitiva, tradiciones que, posiblemente olvidado el limo fundamental del que surgieron en el alba de los tiempos, continúan vigentes hoy en día, constituyendo un inmejorable caldo de cultivo para algo en lo que, no me cabe duda, somos afortunadamente ricos en este país: nuestro folklore.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Domando Wouivres en Palencia

Recuerdo que mi primera experiencia con varillas, se produjo un 21 de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno, hará un par de años, a lo sumo tres, en un lugar, sin duda, enigmático como pocos: la ermita de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos. Hay quien denomina a este sitio como Lugar de Poder; reconozco que hasta hace poco tiempo, yo también lo denominaba así. Pero ahora, no obstante, y por motivos más afines a lo que verdaderamente se siente estando allí, prefiero utilizar un término que ya acuñó hace algunos años la editorial Orbis Montena para dar salida a una estupenda colección de libros dedicada, precisamente, a todos aquellos lugares especiales repartidos a todo lo largo y ancho de nuestro mundo: Lugares del Espíritu.

Me acompañaba en aquélla ocasión, una amiga que previamente me había demostrado, acompañándose de péndulos, la gran influencia que ejercen sobre éstos, lugares tan carismáticos del interior de una iglesia, como puede ser, sin ir más lejos, el altar. A este respecto, recuerdo especialmente dos lugares que, casualidad o no, también tienen relación, siquiera sea en forma de leyenda o tradición, con la Orden del Temple: la iglesia de Santa Coloma de Albendiego, en la provincia de Guadalajara, y cómo no, la espectacular iglesia de la Vera Cruz segoviana, mal que les pese a sus actuales propietarios: la Orden de Malta.

Volviendo al tema de las varillas, en relación con la ermita de San Bartolomé, aquél frío día invernal, dejó como evidencia la zona absidial, donde las míticas wouivres o serpientes celtas, o lo que viene a ser lo mismo, las corrientes subterráneas -telúricas o acuosas- actuaban sobre el metal de una manera espectacular.

Algo parecido sucedió este verano en Palencia, concretamente en la casa rural La Galana, donde nos alojamos durante una semana y donde, aparte de las numerosas experiencias recogidas cada día en diferentes lugares del camino, su propietario, José Antonio, nos gratificó con un cursillo bastante más que interesante, en el que los zahoríes éramos nosotros mismos y de una manera tan personalizada, pudimos comprobar que el sistema, conocido desde tiempos antiquísimos, funciona sin necesidad de poseer, más o menos desarrolladas, unas facultades extraordinarias, incluidas, por supuesto, las extrasensoriales.

Dejando aparte el detalle de la habilidad o la torpeza inherentes a cada uno, puedo dar fe de que el adistramiento funcionó con todos aquellos que, con mayor o menor motivación, nos prestamos a realizarlo. Y aunque los conocimientos adquiridos no sean, desde luego, para lanzar cohetes y mucho menos para intentar enseñar o demostrar algo, sí es cierto y además, reseñable, que contamos con un gran maestro.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Encuentros con el Misterio

Habiendo comentado, posiblemente de una manera bastante somera, un acercamiento al mundo de lo Extraño, como son las celebérrimas caras de Bélmez, no podía dejar pasar la oportunidad de hablar de aquéllas otras circunstancias, rayanas en la irrealidad, que se producen cuando uno llega a casa y observa las fotos que ha conseguido recopilar durante su excursión por esos infinitos y misteriosos caminos.
Cuando te encuentras con ciertos detalles, digamos que peculiares, en fotos que sólo deberían haber captado lo que supuestamente veían los ojos en el momento de tomarlas, es imposible no detenerse a pensar en aquélla circunstancia que algunos investigadores, allá por los años ochenta, denominaban como bromas cósmicas, cuyos antecedentes más notables ya habían sido consignados muchos años antes por un infatigable recopilador de hechos inexplicables: el estadounidense Charles Hoy Fort.
De la impresionante colección de recortes de periódico que éste clasificó en cajas de zapatos durante años, surgió un libro que habría de sentar las bases de un posterior realismo fantástico (1), en el que beberían autores como Jacques Bergier y Louis Pauwels: El Libro de los Condenados.
Hechos, detalles, circunstancias y situaciones que, independientemente de que en un porcentaje muy elevado ofrezcan una alternativa capaz de ser justificada racionalmente, no garantizan, sin embargo, que el escaso porcentaje restante no pueda ser encuadrado dentro de ese limbo conceptual que se escapa a todo intento lógico de clasificación.
Lo Inexplicable, pues, actúa sobre la mente del hombre, creando arquetipos basados en una realidad diferente; una realidad, que alimenta la posibilidad de que existan alternativas a esa cadena irremediable que constituye el ciclo vital de nacimiento, desarrollo y muerte al que estamos sometidos.
La casualidad -detalle en el que cada día creo menos- también interviene, hasta el punto de que a veces reúne un cúmulo de circunstancias que consiguen un curioso efecto. Este es el caso, desde luego, de la fotografía conseguida una fría mañana de diciembre, frente a las murallas de El Burgo de Osma, en la provincia de Soria. Recuerdo que tal gelidez de ambiente, me refrescó la memoria -y nunca mejor dicho- recordándome que, no en vano, Soria y su provincia han sido siempre conocidas con el merecido apelativo de la extremadura castellana. Uno de los elementos característicos de las gélidas mañanas, en ésta o en otras provincias que apuntan al norte, es un curioso efecto, similar a una neblina o vaho, conocido como dorondón -sin nada que ver con el famoso santo irlandés- que apenas perceptible para el ojo humano, no pasa desapercibido, sin embargo, para el objetivo de una cámara de fotos. Lo curioso, radica que en éste caso en concreto, la casualidad quiso que esa neblina tomara la forma de un dragón en el momento de sacar la instantánea. Un dragón que parece estar amenazando parte de esas murallas medievales que caracterizan a la ciudad burguense, detrás de cuya puerta, se accede al lugar más emblemático de la misma: la catedral.
El mismo día, y una vez en el interior de ésta -reconozco que de una manera bastante apresurada, pues está prohibido sacar fotos y hay un auténtico can Cerbero con forma de guardián, que lo recuerda de muy malas maneras- las vidrieras consiguieron desconcertarme, tal y como se puede apreciar en las fotografías del vídeo. Esas líneas de energía, en un caso con forma de hoguera, volví a conseguirlas aproximadamente un año después -el 21 de diciembre de 2008, coincidiendo con el solsticio de invierno- en el interior de un lugar no menos emblemático de la provincia soriana, como es la ermita de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos. Fotografías que, como se puede apreciar también en el vídeo, muestras similares distorsiones o líneas de energía en varios puntos de la ermita, como son los ventanales situados al final de la nave, por encima del coro, y en ambas capillas, a través de sus emblemáticas estrellas renfán.
En diciembre de 2007, aunque ésta vez en la vecina provincia de Segovia, tuve un encuentro con lo que considero el mundo fantasmal; o lo que yo, transcurridos tres años, continúo convencido de lo que es un fantasma y una extraña distorsión temporal, por denominarla de alguna manera, captada por la cámara. Sucedió en el interior de la iglesia de Nª Sª de la Concepción, en Duratón, estando el viejo que guarda la llave, una amiga que me acompañaba en ese viaje y yo solos, aunque después llegó más gente. No obstante, si me preguntan, juraré y perjuraré que la gente vino bastante después de que yo tomase las instantáneas en las que se aprecia a un curioso personaje, ataviado a la usanza medieval, según mi criterio, y con tonsura en la cabeza.
Movidas, desde luego, están las fotografías tomadas en el interior del convento de las Concepcionistas de Ágreda, en cuya iglesia se conserva el cuerpo incorrupto de Sor María Jesús: ¿casualidad o broma cósmica?. El hecho es que las fotografías ilustran a la perfección el fenómeno por el que es mundialmente conocida ésta sorprendente mística de nuestro Siglo de Oro, también conocida como la Dama Azul: la bilocación.
Por último, sólo añadir que de la luna de Medinaceli, sólo puedo añadir en mi descargo, que cuando tomé la fotografía, a media bajada del caso histórico, resaltaba por encima del valle, espléndida y llena como nunca la había visto.

(1) Término acuñado por la Editorial Plaza & Janés para una de sus colecciones que, junto con aquella titulada Otros Mundos, hiciera furor en la España de finales de los setenta y principios de los ochenta.


martes, 23 de noviembre de 2010

Una visión apócrifa de las Caras de Bélmez

Si hemos de encontrar culpables, no se me ocurre ninguno mejor, que esa Dama, burlona y en ocasiones cruel, que se llama Providencia. Ahora bien, no deja de ser un aserto honesto, también, que en la presente historia, el hombre dispone y la Providencia, que no Dios, me parece a mí y el Diablo tampoco, hace el resto.
Desde un punto de vista lovecraftiano, no puedo comparar los impenetrables y sombríos bosques de Providence, en Rhode Island, con esas fascinantes extensiones de altivos olivos, que caracterizan a la provincia de Jaén. Pero sí puedo comparar, en parte, esos tenebrosos Mitos de Cthulhu, con un no menos tenebroso Mito, eminentemente nacional, cuyas raíces se hunden en esta tierra con idéntica profundidad a como lo hacen las arcanas raíces de los olivos que la representan: las Caras de Bélmez.


Lamento decir, que no he estado en Bélmez de la Moraleda. Y bien que lo siento, porque, de hecho, su visita formaba parte de esas alternativas que, caso de ser necesario para mantener el interés del personal, ocupan siempre un segundo plano en el orden universal y preeminente de toda Ruta que se precie. Porque en realidad, hablar de Bélmez conlleva, necesaria y obligatoriamente, sacar a relucir ese lado marginal que, en el fondo, constituye apenas una diminuta pieza en el engranaje fundamental de la gran máquina extra o parasensorial en la que se basan todas las religiones a la hora de afrontar lo que hoy por hoy, continúa siendo la única certeza evidente: la muerte. Ir más llá de esto, constituye una pseudo-verdad, más o menos revelada, que se basa, fundamentalmente en mi opinión, en dos conceptos clave -Fe y Esperanza- que responden a la angustia humana que genera el miedo a dejar de existir.

Los fenómenos que genera ésta gran máquina extrasensorial -o ésta situación, si se prefiere- quedan determinados o englobados en una pseudociencia -aceptada y considerada como materia universitaria en algunos países- denominada Parapsicología. Y dentro de la Parapsicología, y siguiendo la extraordinaria aceptación o conmoción causada por dos agentes de ficción, Mulder y Scully, los casos más persistentes o más relevantes, y por supuesto sin cerrar, más que nada porque no hay Dios que se atreva a cerrarlos -como algunas salas de fiesta, donde el politiqueo está a la orden del día- pasan a ser considerados como Expedientes X. Tal y como suena; una importación más como Halloween, o Santa Claus o Papá Noel.
Bélmez, y esas caras que parecen perseguir a una familia en cuestión, aunque conservan en su fuero interno la denominación de origen made in Spain, continúa siendo, aún en la actualidad, todo un expediente X.
No obstante, cuando se tiene la oportunidad de conocer a un testigo, que a su vez conoce a la familia, y de hecho, ha estado muchas veces en la casa y ha visto las caras -o caretos, según expresión textual- y también la hucha -creo que entendí bien, aunque no me quedó claro si estaba sólo como adorno- depositada en un aparador de la entrada a la vivienda en cuestión, uno vive, en parte, ese expediente del que, al parecer, y vista ésta versión, ni siquiera el clásico escrito por Manuel Martín Serrano (1) tiene, por decirlo de alguna manera, la última palabra.
Aquí, desde luego, entran en escena dos factores que están más acá, pero mucho más allá de la Parapsicología y sus insondables misterios: un lugar acogedor en el que escuchar plácidamente una historia, y una anfitriona con encanto más que suficiente para contarla: Missis B.
El caso es espeluznante, desde luego, pero juro que, a pesar del misterio; de los detalles escabrosos y del terror que pueda producir el hecho de que a medida que vayan falleciendo en la casa, vayan apareciendo caras que recuerdad -y lo digo con todo el respeto del mundo- a los seres queridos, en mi vida me he podido reír tanto. Hay testigos de cuanto digo, desde luego, y en su conciencia dejo corroborarlo o, por el contrario, hacer como aquél ambiguo personajillo romano, que de nombre Poncio y apellido Pilatos: lavarse las manos.
Ahora bien, en mi descargo, tan sólo añadiré que, mientras Missis B hablaba, la tarde se abatía sobre una tranquila, quizás somnolienta Albanchez; el Aznaitín, como queriendo dar a entender que también era rey y parte del misterio, lucía una gloriosa corona de niebla que le tapaba la cara, ¡perdón, la cima!, y alguien -como ese Voldemor de la serie Harry Potter, que no debe ser nombrado- tranquilizaba en su regazo al pequeño Mongui.
Para mi desgracia, en esa ocasión me falló la grabadora.

(1) Manuel Martín Serrano: 'Sociología del milagro. Las caras de Bélmez'.


viernes, 19 de noviembre de 2010

Don Quijote y el jardín encantado de Sierra Mágina

Podría comenzar la presente historia, a la manera cervantina, que bajo mi punto de vista, no es, si no un antecedente en el que se basaría posteriormente el érase que se era de los cuentos populares. Y tentado estoy de hacerlo, desde luego, porque los peores momentos que te puedes encontrar a la hora de escribir, son los comienzos y los finales. Los comienzos, porque han de generar el magnetismo suficiente para atraer la atención y conseguir el interés y la continuidad de la lectura; los finales, porque se acercan a esa cualidad, humana y sensorial, que es el paladar, y determinan el gusto.



El caso es que, se sea mejor o peor narrador, las historias te asaltan apenas das la vuelta a la esquina de tu casa: un gato negro que se cruza en tu camino de madrugada, cuando aún la luna sobresale pálida por encima de los tejados de las casas; el primer autobús, que pasa raudo como un fantasma por la calle, sin detenerse en una parada cuya marquesina, cinco minutos después, cobijará a los mismos viajeros de siempre; el bar en el que te detienes unos minutos a tomar un café, y en el que a veces coincides con alguien nuevo, que arrastrará consigo una historia diferente, tan sólo con su manera de dar o de no dar los buenos días...


Pero sin duda, la mejor de las historias se encuentra en ese lugar nuevo al que acabas de llegar. Un lugar que, pequeño o grande, tanto dá, siempre constituirá un universo por descubrir.

Es en ese lugar, de cuyo nombre sí quiero acordarme, que un matrimonio emprendedor decidió un buen día invertir sus ahorros, convirtiendo en hotel una antigua casería situada en las estribaciones de una sierra misteriosa que, por una curiosa desvirtuación ortográfica, cabe suponer, cambió su primigenia virtud de Mágica por Mágina.


Junto a la casería, haciendo pendiente y a la vez frontera natural con varias casas y en la distancia, con el infinito olivar jienense, un pequeño jardín custodia, celoso y engalanado de otoño, antiguos misterios que, aún sin remontarse a la época en la que los moros escondían sus tesoros con las malas artes de la hechicería frente al avance arrollador de los reinos cristianos, sí puede guardar cierta relación con el maleficio del olvido. Es por eso, sobre todo, que no tengo duda de que se trata de un jardín encantado, en el que de alguna manera, el tiempo se ha detenido con el fin de hacernos saber que estamos en un lugar especial.
Un lugar en el que existen pequeños estanques de aguas quietas que reflejan las lágrimas de la luna hasta bien entrada la madrugada; estanques en los que navegan, como en un pequeño triángulo de las Bermudas, hojas de mascarón quebrado y velas hechas jirones, sobrevoladas a trechos por libélulas que evolucionan graciosamente a través de las corrientes de las hadas. El sonido del agua del manantial, que se desliza pendiente abajo, hasta abrazarse con un río que aún conserva en su recuerdo la gritería de niños felices que hace años le confiaron sus barquitos de papel, con el noble y aventurero propósito de unirse a los buques corsarios de los Mares del Sur. Asientos de piedra que brotan de la tierra como casas de gnomos, encantadas y petrificadas sin remisión cuando los hombres dejaron de creer en ellos.
Antes de llegar a la curva, a mitad de pendiente y paralela a la corriente que desea ser doncella fluvial, un jardín privado agoniza sin remisión, guardando celosamente el nombre de un propietario que, a juzgar por el desconocimiento de las gentes del lugar, parece haber sido raptado por las hadas hace cientos de años.
Todo el que se acerque verá, a través de la vieja verja de hierro deslucido, a un hidalgo caballero, con casco y lanza en ristre, cabalgando un rocín flaco y escoltado por un galgo corredor, al que acompaña también, más fiel de corazón que por cabeza, un rubicundo escudero de nombre Sancho y apellido Panza, que tal vez -sólo digo, tal vez- encontró aquí, en este diminuto jardín encantado de la Sierra de Mágina, la ínsula prometida por un señor que, al igual que los grandes emperadores, como Federico II, reposa dormido en un lugar escondido, esperando el momento de retornar, con el fin de volver a picar espuelas y desfacer entuertos.


sábado, 13 de noviembre de 2010

Contrastes de Magia Natural


' - ¡Oh fuerzas misericordiosas! ¡Sueños otra vez!'
[T.H.White: 'El Libro de Merlín'] (1)
La Naturaleza es un Crisol; un Crisol infinito y maravilloso, que mezcla belleza y magia a partes iguales. El Tiempo, lejos de esa funesta cualidad de padre inclemente que devora a sus propios hijos, es el Alquimista que vigila ese crisol y que hace magia, siquiera sea con un mismo elemento.
¿Alguien me podría decir, por qué un mismo lugar se nos presenta de tantas maneras diferentes, siendo cada una de ellas tan hermosa o más que la anterior?. ¿Y si tuviéramos el Grial -pienso- frente a nuestros ojos constantemente y no fuéramos capaces de verlo?.
Es por eso que amo el Camino: porque con sol o con lluvia; con bosque o desierto, nunca me deja indiferente, si no que, por el contrario, siempre consigue sorprenderme.
(1) Editorial Bruguera, S.A., 1ª edición: marzo, 1982.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Águilas de Albanchez


Siempre he vivido en un barrio que, al cabo de muchos años de evolución social, dejó de ser un terror marginal para convertirse en un distrito multicultural donde convivimos, con mayor o menor grado de aceptación, como en cualquier sitio, multitud de etnias y culturas. Los ojos de este niño feliz que fui -hogares humildes y niños felices no tienen por qué ser incompatibles- a veces se anteponen a la visión del hombre gris que soy, y me muestran mi calle como la veía entonces. De esa calle de antaño, lo más misterioso que recuerdo, son un viejo solar y una casa completamente arruinada, repleta de trincheras de escombros, ratas y telerañas de todas las espesuras y tamaños, así como un árbol enorme que, marchito también como la casa, era exactamente igual a ese siniestro árbol del ahorcado de la famosa película de igual título, interpretada por Gary Cooper. En su reseca madera, había unas manchas de pintura roja que, sin saber de dónde venía el bulo, todos los niños estábamos convencidos de que se trataba de sangre auténtica. Creíamos, en nuestra febril imaginación, que en ese árbol, el viejo e irascivo Daniel había decapitado a su mujer con un hacha, motivo por el que Dios, como castigo, le había condenado a vagar por las ruinas como alma en pena. Y debía de ser verdad que su espíritu estaba allí atrapado, porque a veces, al caer la noche, veíamos unos ojos brillantes que nos observaban a través del espacio vacío en que se habían convertido los marcos de las ventanas. Entonces, como almas que lleva el diablo, salíamos corriendo, para refugiarnos en el santuario de nuestros portales, sin pensar, siquiera, que sólo eran los ojos de algún gato, que nos miraban seguramente sin tanto miedo como nosotros a él.
Hasta donde alcanza mi recuerdo, éstas eran las ruinas y sus historias asociadas que más cerca había tenido nunca. Los castillos y sus mediáticas leyendas los descubrí, no obstante, también por esa época, cuando el Cine y la Literatura comenzaron a hacer de mí un empedernido soñador. Por aquél entonces, la mayoría de las aventuras medievales, visionadas en una televisión en blanco y negro, comenzaban en el bosque de Sherwood, con Robin Hood o Robin de Lobsley, y terminaban no muy lejos de allí, también, con Ivanhoe y la eternas diferencias entre normandos y sajones. A veces se colaba el terror, y precisamente en el país originario de éstos últimos, me estremecía con la historia del doctor Frankenstein y los terribles experimentos que éste alucinado doctor, deseoso de imitar a Dios, realizaba en los sótanos de su castillo; unos sótanos semejantes, en esencia, a aquellos otros del castillo de los Cárpatos, en los que el conde Drácula y sus novias dormitaban por el día, para alimentarse de la sangre de inocentes campesinas al caer la noche. Ignoraba, pues, hasta qué punto España era y es un país de castillos, con historias y leyendas tan ricas o más, como estos clásicos de la imaginación. Ahora tengo una idea aproximada; quizás por eso, cuando tengo la fortuna y la ocasión de visitar uno, no puedo evitar que estos recuerdos afloren de mi interior y me obliguen a mirar atrás, hacia esa Época Dorada, que un día, como le ocurrió a la mítica Atlántida, fue irremisiblemente tragada por los Ríos de la Evolución.



Dicen que Jaén, es la provincia de España que más castillos posee. Yo no lo pongo en duda, aunque a día de hoy, y por más que me pese, he de confesar que sólo he tenido la oportunidad de visitar y conocer uno de ellos: el de Albanchez de Mágina. Tal vez por eso, e intentando alardear de imaginación -divino tesoro- puedo decir que, a mi modo de ver, los que decidieron instalarse allí, siquiera para una simple función de vigilancia, debían de poseer, en el fondo, un alma de águila, o en su defecto, unos deseos irreprimibles de llegar a habitar un día los lugares en los que éstas, de forma natural, suelen escoger para hacer sus nidos.

Los carteles no lo mencionan, pero se me ocurre pensar que a lo mejor, antes que ellos, hombres de otras culturas y creencias aún más antiguas, decidieran, de igual manera, instalar en sus cornisas altares de sacrificio con los que honrar y apaciguar a unos Dioses, cuya voluntad de complacencia y enojo la encontramos allí cerca, en esas vecinas inmediaciones, bajo la forma de una montaña que, de hombre Aznaitín, guarda todavía innumerables misterios; una montaña que atrae irremisiblemente la atención, hasta cuando, enfurruñada, decide cubrirse de niebla para no dejarse ver.

Lugar, pues, de ensoñación, y situados en las almenas de este pequeño castillo, no resulta una banalidad pensar que tal vez el terrible y asesino Daniel de mi niñez, sea semejante a ese otro ser monstruoso que por aquí conocen como juancaballo y que, al decir de las buenas gentes del lugar, se guarece y habita en lo más impenetrable de ésta montaña del Aznaitín, siendo incluso capaz de comerse a hombres, mujeres y niños, cuando el hambre le obliga a abandonar sus guaridas y bajar hasta el pueblo.

Y no obstante, una vez superado el vértigo y contenidos esos terrores ancestrales que anidan en el corazón y que despiertan repentinamente, con la facilidad de un chasquido de dedos, no resulta ilícito, en absoluto, perseguir la quimera del oro, observando cómo el sol, en su declive, va descubriendo infinitud de vetas áureas en las cimas de los montes de alrededor. Vetas en las que existe la posibilidad de que el sol señale los lugares donde los pequeños leprechauns -que se vieron obligados a cambiar de aires cuando los bosques que habitaban fueron roturados para sembrar olivos por romanos, visigodos y árabes- ocultaron a la codicia de los hombres, esas ollas repletas de monedas de un oro que se deshace entre las manos, como se deshace la magia de la luz cuando el sol se oculta cada día más allá del horizonte.

Lugares, en definitiva, donde las ensoñaciones del ayer, como la materia, no se destruyen sino que se transforman en los sueños de hoy.

Enlaces recomendados:

http://saludyromanico.blogspot.com/2010/10/nido-de-aguilas_19.html

http://laberintoromanico.blogspot.com/2010/11/albanchez-nido-de-gorriones-de-re.html

jueves, 4 de noviembre de 2010

Otoño en el embalse de la Cuerda del Pozo


A veces creo que fue ayer, en este mismo lugar, donde un muchacho que se parecía a mí, soñaba, junto a las tranquilas aguas del embalse, con ese corazón de las tinieblas de Conrad -de ahí el por qué del título de la canción de Supertramp que acompaña al vídeo- y aún espantado y maravillado a la vez por la grandeza y la miseria que convierten el corazón humano en un campo de batalla entre el Bien y el Mal, abandonaba sigilosamente África, para embarcarme en esa fantástica Nave de los Sueños, y continuar con una travesía incierta por los oscuros laberintos de las calles de Praga. Buscaba al Dominico Blanco, y la única carta de presentación que tenía, allí, debajo de la sombra del mismo pino -hubiera sido impedonable, elegir otro árbol en Tierra y Corte de Pinares- era el nombre de un caballero que cambió su carrera en el banco, por el placer de la ruina literaria. El caballero en cuestión, se llamaba Gustav Meyrinck, y no tanto por su condición de judío como por los esoterismos a los que era aficionado, su nombre era uno de los muchos que encabezaba la lista negra de la Gestapo. Algo más allá, en esas mismas orillas cuyas aguas intentan lamer mis pies, empujadas por el viento, mi tío lanzaba las cañas, sin duda soñando con sacar a la Reina del Agua. Es decir, a la trucha más espectacular y vieja de cuantas moran en sus ignotas profundidades y anidan en el limo de lo que antaño fuera el pueblo de La Muela. A veces, cuando el nivel de las aguas lo permite, se ven los restos de una fábrica e incluso la torre de su antigua iglesia románica. Por aquél entonces, el románico y yo estábamos, no diría que enfadados, pero sí distanciados por un abismo cultural que, repito, viendo a aquél muchacho capturado por la lectura de lo hipotético y lo fantástico, no reconozco al hombre apasionado que hoy día es capaz, al menos de intentar ver más allá de un simple templo y habla de Arte con la inocente pasión de un suicida.
Sólo mirando a estas olas del presente me doy cuenta de lo fácil que es hacer un alegato, poniendo por testigo a los vanidosos caballeros del recuerdo. ¡Ah, qué fácil es volar cuando todavía se está en la edad de Peter Pan!. ¡Sin duda el Otoño ejerce una extraña influencia en el corazón del Peregrino!.

martes, 26 de octubre de 2010

Vientos de Otoño me llevan

¿Dónde estarán?, pregunta la elegía

de quienes ya no son, como si hubiera

una región en que el Ayer pudiera

ser el Hoy, el Aún y el Todavía...

[Jorge Luis Borges]


Siempre he sentido una especial predilección por estos versos de Borges. Unos versos que, curiosamente, suelen acudir a mi pensamiento en estas fechas, cuando la nostalgia me abraza con el celo de una amante y los Vientos del Otoño me llevan lejos; tan lejos, como esa infatigable viajera que es la imaginación lo permita.

Hoy quiero cargar la tinta de mi pluma con los colores del otoño; evadirme, viajar, huir a esa región utópica donde el Ayer es Hoy, el Hoy es el Aún y el Aún es el Todavía.
Hoy simplemente quiero permanecer en un estado alterado de conciencia, ser hoja que cae y dejarme llevar por los Vientos del Otoño.

domingo, 17 de octubre de 2010

Crónica de un amanecer en la Fraga de Malvís


Quisiera pensar que cuando Lewis Carroll imaginó el País de las Maravillas, no fue porque lo soñara o lo viera reflejado en la fría e inerme superficie de un cristal, sino porque realmente lo descubrió a través de la ventana abierta de la habitación de un hotel. Un hotel donde las estrellas son las mismas que antaño alumbraban el paso de los ejércitos de la Media Luna en su avance arrollador. Un hotel, que siglos antes de griegos y fenicios; de romanos y celtas; de moros y cristianos, bien pudo haber sido un templo dedicado a esas oscuras divinidades de la Naturaleza, que aún pueden percibirse como diminutas e invisibles burbujas de luz huyendo hacia los cielos apenas el sol comienza a despuntar por el horizonte.
Un horizonte señalado por unas sierras cuyas cimas semejan senos de mujer; Diosas Madres o Madre Tierras de cuyo vientre, aún hoy día el labrador desentierra misterios a golpes de pico y azadón.
Luces de pueblecitos en la distancia, que son como estrellas en la tierra, señalando direcciones y destinos: Bedmar al frente; Jimena a la izquierda y Albanchez de Mágina y el Aznaitín, a la derecha. Y aún más allá de unos y de otros, la magia siempre presente en las ciudades hermanas de Úbeda y Baeza. Ciudades de vírgenes negras y milagreras -la del Rosel, la del Alcázar, la de Guadalupe-; de santiaguistas, hospitalarios, templarios y antonianos; de enigmáticos eremitas a los que la Tradición consiente en despeñar para conseguir ese agua bendita para el campo que, por suerte o por desgracia, según se mire, este puente del Pilar no ha faltado.
Sí, amigos: Lewis Carroll debió de tener una habitación con similares vistas a la mía, para imaginar algo tan fantástico como un amanecer en la Fraga de Malvís.
[Esta entrada está dedicada a Miss Bridget, que nos alegró y nos mimó; por supuesto, a Malvís, que nos presentó la Fraga con el cariño de siempre; a una bruja que también anduvo por mis pensamientos, como esas ninfas alrededor de las fuentes mágicas; y cómo no, a todos los que compartieron estos momentos y de cuya magia personal, guardo siempre un grato recuerdo].

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Historias mágicas: la Queimada




No hay mejor historia mágica, que aquella que se asienta en las páginas insustanciales de ese libro maravilloso cuyas páginas se escriben de recuerdos. De la presente historia, recuerdo un día repleto de acontecimientos. Un día intenso, que comenzó, inusualmente, sin ese paseíllo vespertino por los alrededores de Néstar. La mañana anterior, sin embargo, los antiguos y desterrados lares, nos habían sorprendido con algunos detalles de magia natural, que sólo se advierten cuando la noche y el día, siguiendo un ritual tan antiguo como el mundo, se hacen el relevo, mientras en el intervalo que separa el bostezo de una y el escrupuloso atusamiento de legañas del otro, pequeños universos encantados eclosionan y finalmente desaparecen.

Mundos contenidos, por ejemplo, en diminutas gotas de rocío que lavan la cara de los campos, y también en telarañas plateadas, que asentándose entre las plantas sin distinguir la belleza o condición de éstas, sirven de jergón improvisado para hadas y duendes, y aún se alcanzan a ver después del sueño de una noche de verano, tímidamente doradas por los primeros rayos del sol.

Pero para poder continuar con esta historia, es preciso hacer que las agujas del reloj corran hacia atrás lo más deprisa posible, y se detengan, pongamos por caso, dos noches antes: precisamente después de una opípara cena, en ese momento en el que las conversaciones se encienden de misterio y las promesas flotan en un cálido ambiente, preludio de la liberación de fantasmas con la última campanada de la medianoche.






Fuera de la casa, y seguramente hechizado por la luna, un gato maullaba lastimeramente, siendo contestado en la distancia, por el ladrido de un perro casero, que quizás hubiera olfateado el paso nervioso y rápido de un ratón por el alféizar de la ventana. Podría añadir, que escuché también el canto profundo y áspero de una lechuza, pero no sería verdad. Aunque sí me pareció escuchar las campanillas de las vacas que pasaban la noche al raso en un campo cercano al Puente Perdiz, ese estupendo puente romano que formaba parte, en tiempos, de la calzada que unía Pisoracum con Portus Blendium.


Quizás fuera por el aguardiente de miel, pero yo tiendo a pensar que fue, más bien, por esos deseos ejemplares de agradar al huésped, hasta el punto de hacer que éste, en lugar de saberse en un hostal rural, pensara definitivamente estar pasando unos días de vacaciones en casa de unos parientes. He aquí, pues, cómo se gestó la queimada y cómo, de una forma que hace sospechar en la cómplice intencionalidad de los hados, quisieron éstos que nuestro último día lo pasáramos allende las fronteras nestorianas palentinas, en una tierra que, si no fuera por ese terruño querido que es siempre mi Asturias Patria querida, estaría continuamente dándose la mano con esa Galicia ancestral, cuna de innumerables tradiciones y leyendas: Cantabria.






Las agujas del reloj, inexorables, como su Patrón, el Tiempo, son de naturaleza inquieta y por tanto, difíciles de sujetar. Tan difíciles de sujetar, que aunque podían haber esperado un poco más en ese cercano pasado, han obviado los deseos de este soñador, y a su antojo y discreción, han vuelto al principio de este anecdótico recuerdo. Posiblemente por eso, y obligado, me encuentre en este momento recordando una colegiata, Cervatos y un tantrismo canecístico más propio de esos tiempos de mouchos, coruxas, sapos e bruxas, que de un estilo monástico que siempre se ha caracterizado por la observancia más estricta.


Más acordes, quizás, con la tradición, esos montes cercanos a los Corrales de Buelna, preludiaban, con su impenetrable misterio, el hogar último de demos, trasgos e diaños; y más allá, en Castañeda y los alrededores de su colegiata, espritos das nevoadas veigas, corvos, píntigas e meigas, conjurados para acompañarnos en el viaje de regreso.


Yo no voy a juzgar el resultado -que bien o mal, se puede ver en los vídeos-, pero desde luego, y siguiendo la tradición, no todos los vasos que dejamos en la mesa en recuerdo de los amigos que no estaban, permanecieron tal cual al día siguiente.


De manera que me complace pensar que quizás éstos, al igual que los Reyes en la noche más mágica del año para los niños, hicieron también los honores a nuestra queimada.

martes, 14 de septiembre de 2010

La efímera belleza de los girasoles

Por una extraña razón, siempre que los veo me recuerdan estrellas fugaces, gloriosas de luz durante una infinitesimal fracción de segundo, antes de apagarse y desaparecer definitivamente por la línea del horizonte. Un horizonte inalcanzable; igual que ayer; igual que hoy; igual que mañana. Como ese sueño que ha rondado el corazón de los hombres a lo largo de la Historia, y cuyo nombre -a pesar de los pesares- no dejamos nunca de pronunciar con un sincero anhelo de nostalgia: Libertad.
Por supuesto, me refiero a esos hermosos, fugaces en su vitalidad, y sin embargo eternos deshauciados, que son los girasoles. Esa sempiterna manifestación vegetal que, cuál rémora unida vitalmente al tiburón, persigue siempre al sol, sin que parezca importarle en demasía el gueto donde nace, que de hecho, será la fosa donde yazga...





sábado, 4 de septiembre de 2010

Un rincón mágico de Palencia


Este tipo de lugares, generalmente no aparecen en las guías; ni en la Michelín o en la Campsa, sobradas de estrellas y recomendaciones, ni tampoco en aquellas otras que, sugiriendo con mayor o menor detalle la visita a tal o cual monumento histórico-artístico, no dedican una sola palabra al entorno en el que éste o aquél se localizan, y sí se pierden, por el contrario, en abundancia de detalles técnicos de difícil comprensión. Por eso las guías, en mi opinión, suelen ser reflejo del gusto o la necesidad particulares del autor, y suelen incidir, sobre todo, en aquellos monumentos grandiosos que, en teoría, se supone que han de atraer mucho más la atención del viajero.
Por el contrario, procuro hacer poco caso de ellas -a excepción de alguna pertinente consulta- pues si algo me emociona particularmente, es perderme por esos caminos de Dios y paladear al máximo todos y cada uno de los detalles que pueda depararme la aventura.




Sí es cierto, no obstante, que junto a este pequeño rincón de vivos colores, perdido en las cercanías de Aguilar de Campóo, hay una preciosa iglesia románica -la de Santa Marina- que sí aparece en las guías. Y aparece, todo hay que decirlo, con total justicia y merecimiento, pues se trata de un soberbio ejemplo de románico palentino -permítaseme el término- que bien merece ser visto y estudiado. Pero eso forma parte de otra historia, así como también el pueblecito, tranquilo y resguardado sobre sí mismo, que la alberga: Vallespinoso de Aguilar.

Un pequeño rincón -fuera de las guías oficiales, como digo- en el que se conjuga la magia del color que conforman amapolas y girasoles por un lado, y el dorado vital de los trigales, por el otro. El arroyo de aguas cristalinas, que se desliza campo abajo, con algún que otro cardo instalado en su ribera y una formación rocosa al fondo, en forma de presa que, cuál muralla mandarina, le da protección y cobijo.

En definitiva, un diminuto shangri-lá, perdido en una tierra cuya Historia, y a golpes de paciencia y azadón, tiene aún muchas cosas que contar.

lunes, 30 de agosto de 2010

Reposición: Toledo, conciliábulo de brujas y soñadores


[Verba volant, scripta manent: las palabras se las lleva el viento, lo escrito permanece. Nunca es demasiado tarde para decir lo siento]

Afirma Julio Caro Baroja en su obra Vidas Mágicas e Inquisión, referente a las brujas manchegas y toledanas, que los fondos del Archivo de la Inquisición de Toledo referentes a hechicería son escasísimos en procesos de los comienzos del tribunal; abundan, relativamente, los que corresponden al reinado de Carlos I, bajan en el de Felipe II y suben de modo considerable en el siglo XVII, para volver a bajar en el XVIII.Yo estoy y no estoy de acuerdo. En primer lugar, porque una visita a Toledo resulta, si no hechizadora, al menos sí hechizante; y en segundo lugar, porque las brujas, lejos de desaparecer, exterminadas por ese fuego supuestamente purificador que con tanta arbitrariedad y -¿por qué no decirlo?- con tanta mala leche aplicaban los padres dominicos, proliferan en la actualidad como esas golondrinas que revolotean alegremente por encima de iglesias, catedrales y sinanogas. Es cierto, desde luego, que, amoldándose a los tiempos, utilizan múltiples medios de transporte, en sustitución de las viejas y obsoletas escobas con las que -según se cuenta, y no me mojo a la hora de decidirme por las buenas o las malas lenguas- antaño atravesaban las nubes, provocando alguna que otra tormenta de sapos.Pero en el fondo, y en esto sí que quisiera aplicar el concepto seguido por el señor Baroja a la hora de definir lo que a su juicio son o pueden ser vidas mágicas, las bujas de ayer, como las brujas de hoy, continúan siendo personas, más o menos oscuras, dominadas por pensamientos mágicos.Es difícil no sentir magia, por ejemplo, contemplando a una bruja en la Plaza de Zocodover, embelesada con los bolillos, mientras las terrazas de los edificios de alrededor muestran su galana disposición a la festividad del Corpus, con mil y un adornos. El intenso calor, achacable, sin duda, a la apertura de puertas de Pedro Botero no despedía, sin embargo, ese característico olor a azufre, común a todo infierno que se precie; y sin embargo, mil y una fragancias -incluídas las inherentes a un fino de cuerpo y raza- anticipaban la llegada a la ciudad, apenas despuntada el alba, del heraldo de un brujo de Sierra Mágina, señor indiscutible de ese plano astral donde reinan la poesía y la nostalgia, y al que sus amigos conocen y veneran como Señor Pelargonium.Por otra parte, no resulta menos cierto que, a la hora de sorprender, una alianza explosiva puede residir en la magia de una bruja y el poder de convicción de un abogado; acompañados, eso sí, por un notario. Pero no un notario a la vieja usanza, de esos de levita y tirabuzones, empeñado siempre en apuntar hasta la última coma de una historia que ni le va ni le viene; no, me refiero a esa otra clase de plumíferos empeñados en dar siempre la nota con su cámara de fotos y su libretita que, a fuerza de entrar y salir del bolsillo del pantalón para recibir las acusicas palabrejas de la pluma, está haciéndose con una leyenda comparable -comparativa y exageradamente hablando, claro- con los misterios de Eleusis.Quizás debido a esa providencial mala costumbre de garabatear todo aquello cuanto ve, este nota, es decir, este notario, puede dar hasta cierto punto fiel testimonio de la cara de sorpresa de Maese Alkaest y la Señá Polvorilla, frente a un encuentro casualmente intencionado, como si hubieran visto siete gatos negros y un templario endemoniado. Y bien merecido que se lo tenían, por no avisar a los amigos de la llegada a los Madriles de la artista Donna Baruk y consorte, no menos artista, Don Eduar, notables compañeros curtidos en mil y una aventuras románicas por esos pueblos de Dios.Siendo Toledo ciudad de cultura y tradición, no podía faltar, desde luego, el correspondiente aquelarre. ¿Y qué mejor campo embrujado que el Parador Nacional, donde, para no perder su pésima costumbre, don Manué se fue a orinar sin avisar?. ¡Calma, Kalma, esto es así y el truhán pagará su afrenta!.Y para rematar la faena, una entrañable reunión, en casa de otra artista de talento: su nombre, Patadoca, quien, rompiendo la tradición de las hermandades compañeriles del Camino, nos recibió sin exigirnos el signo de identificación. Eso sí, luego se vengó, intentando revelarnos el futuro con la magia de las cartas y las runas.Pero, en realidad, ¿quién necesita saber el futuro, cuando se está disfrutando del presente entre amigos?.Moraleja: la próxima vez avisa, que si no te encuentras con la sorpresa.




sábado, 28 de agosto de 2010

Molina de Aragón: Santuario de la Virgen de la Hoz

De igual manera que en el caso del Santuario de la Virgen de Jaraba, los orígenes aparicionistas y marianos de este santuario molinés de la Virgen de la Hoz, se remontan a los albores de ese prodigioso siglo XII, pródigo en episodios mistéricos envueltos en los avatares de un larguísimo, complicado y épico episodio nacional, al que la Historia, justamente, para variar, ha acertado en denominar como Reconquista.
Sorprendentes resultan, así mismo, los paralelismos que hacen de ambos lugares un foco cultual antiquisimo -numerosa es la huella celtíbera, por ejemplo, localizada a todo lo largo y ancho del Señorío de Molina, como demuestran, entre otros, los restos del castro de El Ceremeño, en la cercana población de Herrería-, así como el denominador común, que hace de la figura del pastor el vehículo predilecto por el que la Divinidad se manifiesta, transmitiendo su deseo de recibir culto en ese lugar preciso y no en otro.


Quien haya acudido alguna vez a esta zona en concreto del Alto Tajo, coincidirá, no me cabe duda, en que sus pies han hoyado un lugar de extraordinaria belleza, conformado por una garganta, en cuyo cauce un río, el Gallo -recordemos el animal emblemático de San Juan Bautista- ha ido lamiendo, a lo largo de su desplazamiento, una formación rocosa ancestral a la que la Naturaleza, aparte de la ayuda recibida por la erosión, ha querido dotar de unas formas y contornos dignos de un pequeño mundo perdido en el interior de un microcósmico planeta denominado Fantasía. Hasta tal punto se percibe esta sensación de fantasía caminando por el Santuario y sus alrededores, que es difícil no preguntarse y a la vez maravillarse, cómo este ha podido sobrevivir intacto al pie de un impresionante farallón rocoso en cuya cima las rocas parecen mantener un milagroso equilibrio.


Comprensible resulta, pues, que un lugar de tales características, no tardara mucho en verse revestido con el carácter sacro de la peregrinación y con la presencia, no sólo de monjes canónigos de San Agustín, que al parecer, fueron los primeros en asentarse, sino también, por monjes blancos del Císter, que ya estaban asentados en la cercana Santa María de Huerta y cómo no, si hemos de hacer caso a la tradición popular, por ese otro tipo de pioneros bernardos, que fueron los templarios.

Poco queda, es cierto, del primitivo santuario; y hasta es posible que la diminuta imagen mariana de aspecto románico que corona el Altar Mayor, sea tan sólo una reproducción moderna de la original. Pero es cierto que una visita merece la pena, y hasta es posible que -aunque de factura moderna- uno no deje de preguntarse qué se oculta, en realidad, detrás de las figuras simbólicas de los dos lobos que parecen proteger el umbral de la puerta de acceso a la casa de los monjes o del santero.