lunes, 4 de julio de 2016

San Pedro de Rocas


Como Santa Maríña, San Pedro de Rocas es otro de esos lugares, enigmáticos y singulares, que hay que mirar detenidamente con el corazón contrito y ojos ávidos por zambullirse en los mares del olvido a los que actualmente pertenece. También situado en la parte orensana de esa Rovoyra Sacrata -robledal sagrado o ribera sagrada, que cada cual escoja lo que más le convenga o motive- en cuyos desfiladeros anidaron águilas benedictinas y cistercienses, es muy posible que en sus primitivos orígenes, las primeras comunidades asentadas en el lugar, vivieran el sueño fraternal del hereje Prisciliano, condenado y ejecutado en Tréveris en el siglo IV. 

Pero es inútil hacer grandes textos o pretender mostrar un alarde de elocuencia para algo que, como pequeño rincón olvidado de Esgos, no hay mejor epíteto para describirlo, que pensar en un lugar que creció en base a unas escuetas nupcias entre piedra y humildad que, a pesar de todo, conservan la esencia de lo más íntimo y sagrado. La última vez que estuve allí, en abril de 2015, la guía no supo decirme por qué una de las numerosas tumbas existentes, no apunta, como el resto, hacia el este, sino que su cabecera mira hacia poniente, quizás hacia ese Finis Terrae, ese ocaso que, paradójicamente, también es una esperanza de renacimiento.

Sea como sea, nostálgico o no, no puedo por menos que hacerme eco de los aquéllos versos de François Villon y preguntarme también: ¿a dónde fueron a parar las nieves de antaño?.