sábado, 18 de mayo de 2013

Ribeira Sacra: Monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil



'El más bello sentimiento que cabe tener es el sentido del misterio. Es la fuente de todo arte verdadero, de toda verdadera ciencia. Quien no ha conocido esa emoción, quien no posee el don de maravilla y de arrebato, más valdría que hubiese muerto. Sus ojos están cerrados...'.
[Albert Einstein]
Cualquier comparación, en el fondo, no deja de ser odiosa. Pero para el Caminante que accede por primera vez a la profunda soledad en la que se ubica este interesante mosteiro de Santa Cristina, el viaje resulta una auténtica aventura, tan digna, cuando menos, de la épica gloriosa de Homero, sobre todo si antes ha pasado por una auténtica, fabulosa Escila, como es San Pedro de Rocas, donde ha tenido la ocasión de sentir fluir, desde muy dentro, ese don de maravilla y arrebato al que hacía referencia Einstein. Dada su situación, en lo más profundo de esta parte de los cañones del Sil, formado, no por el martillo, que no es el que deja perfectos los guijarros –como diría Rabindranath Tagore en su famoso poema- sino por el agua, con su danza y su canción, durante el descenso tiene la sensación de estar viviendo una auténtica experiencia de déja-vû, o desdoblamiento, que le hace pensar que ya ha estado allí. Y sin embargo, sabe perfectamente que no es verdad; que sus pies jamás han hollado semejante lugar, ni siquiera en sueños. Puede, no obstante, que su mente lo asocie a otro lugar, eminentemente mágico también, que se oculta en lo más profundo del corazón berciano, custodio, igualmente, de ancestrales secretos: Compludo, el Valle del Silencio, la Tebaida. De alguna manera, sabe que estos lugares guardan una estrecha relación con una figura, cuyas obras y milagros, como diría Einstein también, rondan la maravilla, el arrebato y seguramente el más profundo sentido del misterio: San Fructuoso.
De este peculiar personaje, ya advertía el infatigable caminante que fue Juan García Atienza, que curiosamente, aparece siempre en suelo peninsular fundando monasterios o haciendo milagros en lugares tocados de algún modo por la oscuridad de su origen y por los cultos ancestrales que se celebraron en los alrededores (1). De cultos ancestrales, algo ha visto ya el Caminante en su camino; incluso ha sentido la extraña, desalentadora caricia del viento, en las no excesivamente lejanas Mámoas de Moura gemir lastimosamente alrededor de un conjunto funerario megalítico, que dista mucho de guardar en la actualidad su forma original, equiparable, posiblemente, a un pequeño Stonehenge. Al menos, comparativamente hablando.
En esta latitud sobre la que se asienta Santa Cristina, allá donde el Sil hace curvas de ballesta sobre montañas que duermen su sueño eterno, el viento que mece las hojas de robles y castaños, parece cantar una melodía oscura, imprecisa, con la seguridad de que deja, en los pensamientos de este loco de los caminos, la certeza del misterio insondable que se oculta con obstinación en los abismos más profundos e imprecisos de sus orígenes. Unos orígenes probablemente megalíticos, druídicos cuando menos, cuya mágica herencia fue aprovechada por un eremitismo que hizo de estos parajes otro canto a la paz y al silencio, digno de ese manantial de fe y contemplación, que brotó también, cual golpe de vara de Moisés, en el corazón de la vecina comarca berciana. De alguna manera, aquí dejó también su huella el misterioso San Fructuoso, antes de que su regla fuera sustituida por la de San Benito, sobre todo en el siglo XII, cuando monjes blancos y negros jugaban una partida de ajedrez fundamental, en unas tierras cuyos caminos comenzaban a llenarse de peregrinos, atraídos por la magia jubilar del apóstol Santiago.
Unos y otros dejaron su huella, utilizando como matrices la roca viva. Una roca, que fue sufriendo modificaciones a lo largo del tiempo, pero en la que hombres hábiles, aliados con el lenguaje universal de los símbolos, dejaron mensajes de luz y esperanza, que las generaciones futuras nos vemos incapaces de interpretar, sobre todo, porque no terminamos de comprender y valorar el entorno que las hizo brotar. Cierto es que, a pesar de su aislamiento, de esa bendita soledad que susurra al paciente el secreto de las estrellas, el lugar gozó de popularidad, creciendo con la generosidad de reyes que daban la espalda al norte, mientras sus ojos y sus deseos tomaban rumbo hacia las tierras tartésicas de un sur que ya comenzaba a recular. Quién sabe, quizás Santa Cristina, como Oseira o como tantos otros monasterios gallegos, fuera también lugar de reposo de guerreros de la fe, implicados en el combate por la gloria de Dios. Quizás tampoco fuera casual, que en las tumbas de sus abades, la espiral de los ancestrales petroglifos figurara en sus báculos junto a la cruz del martirio y la sabiduría de unas hermandades de canteros que, curiosamente, no dejaron grabados en los sillares, la marca de su contabilidad, como generalmente se cree. Porque, en el fondo, se mire por donde se mire, todo aquí no deja de tener -y me reitero con Einstein- un monumental sentido del misterio. Y no obstante, divagaciones de Caminante, todo aquí tiene su sentido, su proporción, su justa medida y ese equilibrio cuyas balanzas, según con qué actitud se miren, se inclinan entre lo racional y lo sencillamente maravilloso.


(1) Juan García Atienza: 'Guía de la España Mágica', Ediciones Martínez Roca, S.A., 1981, página 48.