jueves, 9 de octubre de 2014

Arroyo de la Encomienda: la iglesia de San Juan



Como se advertía en las primeras entradas dedicadas a esta ruta por los fascinantes Montes Torozos, el peregrino sabe que uno de sus mayores atractivos, radica en la presencia, durante la Edad Media, de las no menos fascinantes órdenes militares. Y de hecho, tiene la certeza del dominio de las dos órdenes principales, rivales, de hecho, pero cuyo acercamiento a su poderío y mediática idiosincrasia, constituyen, en el fondo, una no menos prodigiosa aventura histórica: la Orden del Temple y la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén. Fundada ésta última por comerciantes de Amalfi algunos años antes que la primera, el peregrino es plenamente consciente de que el lugar al que se dirige, lleva el nombre de la encomienda que los caballeros del Hospital tenían en un lugar situado a apenas unos insignificantes kilómetros de Valladolid y otros tantos de Simancas, ciudad que destaca no sólo por ser la sede de un impresionante Archivo Histórico, sino también, por ser el lugar donde en el año 939, las tropas cristianas al mando del rey Ramiro II, consiguieron una de las más importantes victorias sobre el impresionante ejército musulmán enviado desde el emirato de Córdoba por Abdelrramán III, desbaratando una campaña que llevaba el significativo nombre del Supremo Poder.
La iglesia es de dimensiones reducidas, y aparte de algún añadido bastante más que posterior a ese siglo XII en el que fue levantada –por ejemplo, la sacristía-, se conserva en unas condiciones bastante aceptables. Observándola, a la mente del peregrino acuden los antiguos conceptos de equilibrio, proporción y medida que, entre otros, se consideraban, sine quanum, los principios fundamentales del arte arquitectónico. Es por ello que piensa, que amparados en su conjunto, entre los motivos decorativos de los capiteles que embellecen el pórtico principal de acceso al tempo, situado en el lado sur, destaque esa admirable variedad ornamental, que alterna graciosas referencias foliáceas –en cuya aparente e idílica austeridad, el cantero jugó también con los símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, como diría locuazmente René Guénon, así como con la magia de los números-, con la cándida representatividad de las aves, como representantes indisociables de ese matrimonio sagrado entre cielo y tierra, que lejos está de la sempiterna fantasmagoría de los mitológicos zarpazos veniales desplegados en las series de canecillos, bastante más castigados por la ira de los vientos, donde la imaginación juega con los demonios del paradigma. Y no obstante, observa el peregrino para sus adentros, el paradigma y sus demonios lanzan inconfundibles mensajes subliminales a poco que uno se deje vencer por la fascinante atracción de su naturaleza: la lechuza, ave asociada con la noche, con la luna, animal sagrado de la sensual Afrodita; los espinos, asociados con el tortuoso camino que lleva al calvario del Conocimiento; las arpías, pérfidas, voluptuosas hijas del engaño, siempre al acecho del incauto, que por algo en un principio fueron hijas de la mar; la serpiente a punto de devorar al grotesco sapo, que quizás pueda entenderse aquí también como una sublimación alquímica aplicada al espíritu; la sirena, lodo de los barros de antaño cuando no se diferenciaban de las arpías; la sempiterna pata de oca, transmutada en motivo foliáceo, con frutos o bolitas incluidos en número de tres -¿tal vez una referencia a la Diosa en su triple naturaleza?-, similares a las que se localizan en un capitel de la iglesuca románico del pueblecito burgalés de Basconcillos del Tozo, situado no muy lejos de Barrio Panizares, lugar donde se sitúa otro de los enfrentamientos del Cid con la pérfida Elpha.
 
Resulta difícil, siquiera utilizando todos los recursos de la imaginación, pensar qué bullía realmente en la mente del hombre medieval. Pero observando estos pequeños retazos de información, el peregrino piensa que, después de todo, quizás la búsqueda de estos idealistas monjes-guerreros, no estuviera demasiado alejada de la de sus hermanos del Temple. Una búsqueda, en realidad, inmersa en los avatares de una época oscura pero tremendamente espiritual, como fue aquélla quizás mal llamada Edad Media.