sábado, 4 de octubre de 2014

El Monasterio de la Santa Espina


Como ya apuntaba en entradas anteriores, apenas el peregrino puso los pies en el interior de la iglesia de Santa María de Wamba, recordó las palabras del venerable anciano que, descuidando por un momento sus obligaciones en la preparación de la santa misa en ciernes, le comentara, entre nostálgico y orgulloso, que apenas unos breves escalones separaban, como por arte de magia, varios siglos de Historia. Fue en el claustro, reformado en el siglo XVIII, pero donde todavía sobrevivía, milagrosamente, una de las salas capitulares románicas más hermosas de cuantas había contemplado en sus largos años de camino, incluida la del monasterio alcarreño de Monsalud, que conociera unas semanas después y que tan buenas sensaciones le dejara, independientemente del templarismo que, en su segundo viaje a la Alcarria, le otorgara Camilo José Cela, dejándose llevar por las tradiciones del lugar.
 
Quizá más versado en los aspectos modernos del monasterio, sobre todo a partir de finales del siglo XIX -aproximadamente, una cincuentena de años después de la Desamortización de Mendizábal- cuando se establecieron los monjes de La Salle para regir una escuela de capacitación agrícola, de los orígenes, envueltos en los impenetrables velos del misterio, apenas el hombre sabía lo que consta en cualquier libro o folleto informativo: que el monasterio se levantó, allá por el siglo XII, a instancias de Doña Sancha, hermana del rey Alfonso VII; que todavía conserva algunos notables enterramientos -entre ellos, el de un conocido ministro de la época de Franco-, y que la geometría sagrada, aplicada al ámbito de la arquitectura, ofrece un abanico de absorbentes maravillas, que dejan en un segundo plano los nombres de sus anónimos maestros.
 
Una vez a solas en el interior del templo, el peregrino se siente infinitamente pequeño frente a la altura de una nave abovedada, firmemente sostenida por unas columnas gigantescas, sólidas, remedos de piedra inmortal que sustituyen a los antiguos bosques sagrados de los primigenios habitantes de Iberia. Por su belleza y espectacularidad, el peregrino no tarda en caer rendido frente al hechizo del maravilloso cimborrio, en la magia de cuyos números, advierte aquél que parecía tener una relevancia especial para los constructores del Temple: el ocho. Encajado con esmerada precisión en un cuadrado, un círculo perfecto alberga una estrella de ocho puntas que, por su disposición, conforma, a la vez, una fantástica cruz de ocho beatitudes, que no sólo conlleva conceptos metafísicos, sino que además, ahí, sobre el plano y según la opinión de algunos autores, contiene parte de esas nociones de geometría aplicadas en la práctica.
 
El gótico, con su lenguaje críptico, flamígero e incompleto, según la opinión de ese genio irrepetible que fue Antoni Gaudí -recuerda el peregrino, que a pesar de todo, no deja de sentirse fascinado en su contemplación-, también está presente en una de las capillas laterales, que alberga, como un panteón natural, reliquias convertidas en polvo con sabor a antigua nobleza. Algo más allá, protegida por una especie de vaina con forma de bala -en la mente del peregrino, las comparaciones dejan de ser odiosas, y piensa que es muy similar a la forma de la torre que suele acompañar siempre a Santa Bárbara, oscura santa en la que algunas fuentes observan una referencia inequívoca a la de Magdala-, se conserva un fragmento de la más venerada de las reliquias, aquélla que no sólo le ofrece prestigio al lugar, sino que también le da el nombre: una santa espina de la Vera Cruz.
 
La llegada de los fieles y el comienzo de la celebración de la Santa Misa, devuelven al presente a un peregrino, cuya mente comenzaba a bucear, quizás, en los oscuros cenotes de la Historia. Una Historia, cada vez está más seguro de ello, lejana, inmersa en charcos, ciénagas y pantanos susceptibles de interpretación. Largo es el Camino, piensa, abandonando tranquilamente el lugar, e infinitas sus maravillas y misterios.