lunes, 6 de mayo de 2013

Orense: la catedral de San Martín


'...el edificio sagrado es la imagen de la comunidad cristiana, la cual representa el cuerpo de Cristo. No obstante, hay una similitud más manifiesta entre el edificio religioso y la figura humana del Salvador cuando los fundamentos tienen la forma de una cruz latina, como en las iglesias abaciales románicas o las catedrales góticas. "La disposición de la iglesia -escribe Durand de Mende- es a imagen del cuerpo humano; en efecto, el coro, o el lugar donde está situado el altar, representa la cabeza, las dos ramas del transepto son como los brazos y las manos, y la nave, dirigida hacia el oeste, corresponde al resto del cuerpo". Cuando el altar mayor, como ocurre a veces, está colocado en el crucero, representa el corazón del Hombre-Dios' (1)

Entrar en una catedral, independientemente de los motivos que nos animen a ello, e independientemente también de la fe o del agnosticismo que profesemos, es como sacar un billete en la máquina del tiempo y prepararse para vivir una auténtica aventura. Una aventura, con los suficientes elementos añadidos, como para mantener la expectación durante todo el trayecto y llegar al final, sintiendo la agonía de no poder traspasar, después de todo, el oscuro velo que oculta una infinidad de misterios, a cual más escurridizo e inaprehensible. ¡Elemental, querido Whatson!, diría el incorruptible personaje de Conan Doyle. Porque si cada persona es un mundo, cada catedral, después de todo, también lo es. O más apropiado aun, una pequeña galaxia en la que brillan, dentro de su autonomía atemporal, estrellas de diverso origen y consideración.
Como ya aventuraba en la entrada anterior, la catedral de Orense, en cuanto a dimensiones, no es de las más grandes. Pero igual que las demás, y como si de una persona se tratase –comparativamente hablando-, fue atravesando diferentes etapas durante su desarrollo, hasta convertirse en la entidad adulta que contemplamos hoy en día. Etapas, qué duda cabe, que marcaron su destino y forjaron su carácter. Posiblemente, las más relevantes, fueran aquellas que recuerdan sus primitivos orígenes; unos orígenes que aún conservan, al cabo del milenio, buena parte de los genes, permítaseme el símil, de su misterioso progenitor. Un progenitor, del que apenas se conocen datos, a excepción de su profesión, indudablemente Magister Muri, y de su nombre: Mateo, como el evangelista, uno más de los innumerables personajes que fue hábilmente cincelando al dictado de su fe, de su imaginación y de su corazón. A sus manos, posiblemente, se deba, también, ese misterioso personaje que parece salir del corazón mismo de la piedra, en uno de los transeptos, observando de reojo hacia un lugar situado más arriba, donde dos no menos oscuros y enigmáticos personajes sujetan, o mejor dicho, despliegan en forma de espiral la materia pétrea que ha de conformar un pequeño óculo, cuya utilidad, precisamente allí, da no obstante que pensar. Y aun por encima de éste, otro personajillo surge también del corazón de la piedra, como cerrando ese imaginario emblema del infinito, que posiblemente el Maestro y su Escuela dejaron en los sillares exteriores como símbolo de cantería representativo de un gremio que no creía en las limitaciones y detalle de especulación para las sociedades futuras, cada día más ajenas al trabajo artesanal.
Artesanal, por otra parte, es el cimborrio de forma hexagonal, que se eleva, figurativamente hablando, sobre el plexo solar de ese simbólico cuerpo de Cristo que es la planta, por debajo de la cabecera, donde el altar suple, también simbólicamente hablando, ese lugar desdeñado por la Ciencia, donde casi todas las culturas de la Antigüedad coincidían en situar el alma. Allí, impertérrito en su pasión, el Cristo milagrero trasciende en silencio reinos que no son de este mundo, en compañía de venerables santos de los caminos, a la vera de los más simbólicos y enigmáticos de todos: los venerables San Roque y San Antón. Aquellos que se dejan ver por las capillas aledañas, en compañía de no menos veneradas santas, como Santolaya –de Mérida- patrona, quizás por mérito y gracia de la inmemorial trashumancia, de buena parte de la Cornisa Cantábrica. Pero sin duda, la figura más representativa, se encuentre al final de la nave, allí donde, como remedo a la gloria compostelana, el Maestro y su Escuela dejaron una auténtica maravilla llamada, con justicia, Puerta del Paraíso. Y en el centro, majestuoso y hierático en su trono de base hexagonal también, como el cimborrio, la figura de Santiago olvida su infausto sobrenombre de Matamoros, cambiando el uso de su espada en la ordenación de nuevos caballeros. Caballeros del Espíritu, ordenados en un lugar donde precisamente éste, el Espíritu, alienta con fuerza, incluso brotando de la belleza cincelada igualmente en unos sarcófagos que se extienden a ambos lados de la nave, dando testimonios de unos moradores cuya relevancia bien les valió un billete para la gloria.
Ecos que resuenan en los laberínticos entramados de un recinto sacro, que parecen sombras chinescas cuando luz y sombra se reconcilian para bailar un antiguo vals. El crujido de las puertas al cerrarse y la incierta sensación de haber entrevisto apenas una parte insignificante de los grandes misterios que allí reposan en silencio.



(1) Titus Burckhasrdt: 'Chartres y el nacimiento de la catedral', José J. de Olañeta, Editor, 2011, página 27.