‘Vamos a huir de las llamadas realidades que no son sino humo, polvo y
ceniza, yendo a buscar el ensueño donde quiera que podamos encontrarle’.
[Mario Roso de Luna]
De ensueño, si bien breve que la
dicha es efímera y los sueños al fin y al cabo sueños son, como decía nuestro
inmortal Calderón, se podría calificar una visita a esa arquitectura mágica,
viva y funcional que define la obra y el pensamiento de una de las mentes más
brillantes y lúcidas de la Historia: la del genial arquitecto catalán, Don Antoni
Gaudí i Cornet. Posiblemente, tanto éste como Mario Roso de Luna
–evidentemente, cada uno en su respectivo ámbito de influencia-, entendieran el
ensueño –y por el momento, dejaremos a un lado a Castaneda y sus enseñanzas de Don Juan-, como esa hermosa crisálida
que permanece oculta dentro de su caparazón, ajena por completo a ese otro
espejismo –recurriendo a la filosofía budista- que, considerado como realidad,
no dejaría de ser, después de todo, similar al mito de la caverna de Platón, una mera manifestación de Maya o Mundo de la Ilusión. Es por eso,
que situado frente a ella, difícil resulta no dejarse llevar por la certera
sensación, de que la Casa Batlló o Casa de los Huesos –como la llamaban sus
contemporáneos-, sea un ejemplo de esa crisálida a la que se hacía referencia, y
que de igual manera que las parábolas que después de todo no dejan de ser
mensajes subliminales que subyacen en lo más recóndito de los tradicionales
cuentos de hadas, custodia una formidable belleza dormida. Una belleza que
yace, sueña y hasta quizás tenga cierto parecido con ese fatigado melancólico con largas horas taciturnas, -como
definía Apollinaire al diablo, tal y como lo concebían también los escritores
románticos-, que languidece a merced del Dragón
Encantat que, paradójicamente, puede parecer el Passeig de Gràcia donde se ubica. Un dragón –entiéndase desde un
punto de vista meramente ensoñador-, cuyas imaginarias escamas llevan nombres griálicos de abundancia –Armani, Löewe, Louis Vouitton, Bulgari o Burberry- y más adelante, a la altura de la Plaza de Catalunya y de
sus temibles fauces, el tesoro: la Borsa
de Barcelona.
Tal vez no sea casualidad, tampoco, que la adición de su número -43- dé como resultado el dígito mágico por excelencia: el 7. Un número que ha marcado los destinos del hombre desde que éste descubrió la sagrada liturgia de contar, haciendo cazoletas en las paredes de las cuevas. Orgánica por excelencia, la Casa Batlló es un Golem artificial que mira con nostalgia hacia el Barrio Gótico y la Sagrada Familia, tal vez preguntándose dónde está ese Creador que dotó al barro de vida, utilizando materiales como la piedra arenisca de Montjuic; el trencadís que obtenía de los desechos de cristales de colores de la vidriera Pelegrí; la cerámica vidriada, realizada con forma de escamas en los Talleres Sebastiá Ribó, los cuales conjuntados en cabeza, torso y extremidades recordaban el oleaje del Mar Mediterráneo o las sinuosas, inigualables formas de la montaña sagrada de Montserrat.