martes, 29 de octubre de 2013

Hay otros mundos, pero están con el otoño


'...tal vez consiguiese entender un día que las personas llegan a la hora exacta al lugar en que se las espera...' (1)


No hay prisa, pues, de manera que estamos en un momento ideal para que el peregrino se relaje y disfrute, siquiera por unos breves instantes, de esa mágica supernova de expresivo colorido con la que el Otoño, puntual siempre a su cita, arbitra las irreconciliables diferencias entre dos estaciones netamente antagónicas, como son el verano y el invierno. Detallista, como de costumbre, las botas pisan sobre esa alfombra de hojas que previamente a desplegado el heraldo del viento norte y que él arrastrará unos metros en su camino; el aire se impregna de humedades y nostalgias y la tierra se convierte en arcilla que moldea amorosamente huellas anónimas que se pierden en la distancia. Se preparan las chimeneas, se rebusca en los armarios y se desempolvan los viejos jerseys. El ganado trashumante regresa a casa y las cigüeñas abandonan sus nidos en las torres y espadañas de las iglesias, rendidas a un silencio que se rompe los domingos a la hora de maitines. En algunas partes, el espíritu celta revive para celebrar el Samhain, mientras los cementerios esperan el tributo en avalancha de unas familias que rinden homenajes a unos seres amados que se fueron, cubriendo las sepulturas de primavera. El acebo está casi a punto y la Navidad, después de todo, espera impaciente detrás de esa esquina en la que un portero, de nombre Jano, espera impertérrito el momento para abrir la puerta del solsticio de invierno.
Hay otros mundos, como dijo el filósofo Paul Elouard, pero ahora están todos con el Otoño. Feliz Otoño, peregrino.

 
(1) Paulo Coelho: 'El peregrino de Compostela. Diario de un Mago', licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Editorial Planeta, S.A., 1998, página 270.

domingo, 27 de octubre de 2013

Bouzas: petroglifo cristianizado


Uno de los detalles más fascinantes de Galicia, al menos en mi opinión es que, sin importar la provincia ni tampoco los motivos que te lleven a pisar su ancestral suelo, el destino parece tener una rara facilidad para tender celadas, haciendo que caigas en las redes del misterio en cualquier recodo del camino. Dejándonos llevar por él, y continuando con los pormenores de ésta auténtica ruta mágica por tierras aurienses, dejada atrás la singular iglesia prerrománica de Santa Eufemia de Ambía -levantada, según todos los indicios, como ya se aventuró en la anterior entrada, sobre un antiguo Ninfeo, donde todavía parece que se conserva como soporte del altar, el exvoto que Aurelio Faos Tamacano, ciudadano del Imperio, dejó en honor de las ninfas, seguramente aliviado y agradecido por la curación de alguna dolencia-, difícil sería continuar camino haciendo caso omiso de una sencilla señal, que apenas dos kilómetros más adelante, en Bouzas, tienta al viajero con una única pero sugestiva palabra: Petroglifo.
No es necesario ser pesimista, ni adentrarse nervioso por la carreterilla que indica la señal; tampoco es necesario ir con el ojo avizor, mirando a un lado y a otro las singularidades del terreno que se va recorriendo, poniendo especial atención a las posibles rocas que, como muelas melladas surgen de la tierra, temiendo dejar atrás el vestigio protohistórico y terminar la búsqueda frustrados. Como indica la señal, a un kilómetro, aproximadamente, el viajero sabrá perfectamente que ha llegado a su destino y que lo que está buscando, está convenientemente señalizado: un crucero y una ermita, así lo indican. Se trata también, como tantos y tantos otros, de un lugar debidamente cristianizado. Ahora bien, que tal detalle no dibuje una nota de nostálgica desilusión en el rostro de nadie, porque después de todo, tal cristianización, si nos dejamos llevar por el simbolismo, quizás nos muestre algún detalle interesante sobre el que polemizar.
En efecto, el petroglifo existe; y como tantos otros de su especie, ya nos plantea un reto. Puede que un reto que conocían, también, los canteros medievales, pues no deja de aparecer en muchas de sus obras: el laberinto. Un laberinto circular, similar a esos otros conocidos como triple recinto celta, que tanto abundan en la cultura megalítica, dentro y fuera de un Occidente, que todavía tiene mucho que escribir en las páginas más tempranas de su abismal Historia. Está en la base central de la roca, y alguien, sin duda pensando en la antigua costumbre celta de depositar monedas en las fuentes, dejó -quién sabe con qué intenciones- una moneda de cinco céntimos de euro, en el punto central. No hay otros símbolos a su alrededor; quizás por eso, su trascendencia, su mensaje olvidado, sea un suspiro más en el ancho mar de lo incógnito, muertos hace milenios, los que podrían haber interpretado la señal.
Por otra parte, no parece que la ermita y el crucero, tengan la edad suficiente como para haber cogido esa venerable pátina con la que el tiempo suele gratificar a los objetos antiguos, más todavía si éstos están expuestos a las caricias de los cuatro vientos. Pero resulta interesante su simbolismo. Antes de ello, sería conveniente observar el soporte sobre el que se levanta el crucero, y ver en su genuino y quizás mágico equilibrio, un paralelismo -a menor escala, desde luego- que ese que hace también famoso otro impresionante lugar megalítico de la provincia de Lugo: las Penas de Rodas, en el concejo de Outeiro de Rei. La representación del crucero, a la postre, puede resultar de lo más corriente, si no se tiene en cuenta que los pies del Cristo martirizado, descansan sobre una calavera. Calavera que nos recuerda, o nos debería recordar, esa vieja historia que cuenta que de la tumba de Adán, brotó un árbol; árbol que, independientemente de la de la complicada historia del de Jesé, sería utilizado en el futuro como el instrumento en el que Cristo sería finalmente ejecutado y crucificado. Vuelve a llamar la atención, y creo que no es muy frecuente verlos en la temática de la mayoría de los cruceros gallegos, la presencia de un ángel arrodillado ante la cruz, con una copa o grial en la mano, recogiendo la sagrada sangre que brotó de las terribles heridas. Un tema que vuelve a traernos a la memoria, las antiguas gestas de los caballeros medievales -entre los que habría que contar a los siempre enigmáticos templarios, y no digo que el crucero y el lugar tengan relación con ellos- y su eterna búsqueda. La Tradición, pues, nos vuelve a golpear la cara, trayéndonos, en el lugar más insospechado, la referencia a uno de las reliquias más misteriosas de la Cristiandad, a pesar del aparentemente poco interés demostrado por la Iglesia hacia él: el Santo Grial.
En fin, cada uno es muy libre de opinar como mejor considere. Pero el hecho es que, una visita al lugar -independientemente de que se pueda encontrar en las inmediaciones a alguna pareja, digamos que descansando en el interior del coche- no deja de resultar, a fin de cuentas, parte de una experiencia mágica que, a fin de cuentas, puede que en Galicia signifique siempre algo más.

martes, 22 de octubre de 2013

Santa Eufemia de Ambía: otro Ninfeo que ya no es


Posiblemente, una vez visto el Ninfeo de Santa Eulalia de Bóveda, no resulte demasiado incómodo, siquiera para el peregrino que no tiene prisa en llegar a Compostela, cambiar momentáneamente de provincia y, aunque de manera breve, darse un interesante paseo por San Esteban de Ambía y detenerse un momento a contemplar esa pequeña iglesia prerrománica, dedicada a la figura de Santa Eufemia que, lejos de exagerar, constituye uno de los pocos templos de su género sobrevivientes en la provincia. De hecho, este lugar forma parte de una interesante ruta mistérica que, arrancando de Allariz, continúa por Xunqueira de Ambía -con su inconmensurable Colegiata de Santa María, cuya iglesia conserva similar factura a la de Santa Mariña de Augas Santas-, Bouzas -donde todavía subsiste un interesante petroglifo con forma de laberinto, convenientemente cristianizado por un crucero y una ermita-, Baños de Molgas -lugar de termas, ya conocidas desde la época romana- y Maceda -con su Castelo, reconvertido en hotel y en cuyos sillares los canteros medievales dejaron buenas pruebas de su paso-, hasta desembocar en la carretera general que, partiendo de Orense capital y llegando, cuando menos a Castro Caldelas, reconduce al viajero hacia la Roboyra Sacrata y lugares de enigmática belleza como San Pedro de Rocas, Santa Cristina de Ribas de Sil, San Estevo de Ribas de Sil o San Paio de Abeleda.
Aún situado a escasos metros de la carretera comarcal que atraviesa el pueblo, dividiéndolo en dos mitades, no es fácil vislumbrar este lugar, puesto que queda detrás de varias casas que, aparte de estar prácticamente pegadas a su ábside, impiden su visión hasta que no se está encima. Lo más destacable de éste son, sin duda, sus típicos ventanales. Cerca de la entrada, bastante reformada, en cuanto a la portada se refiere, hay un grueso monolito pétreo en el que, quién sabe, quizás esas huellas de color rojizo fueran en templos vestigios de arte megalítico o simplemente sedimentos ferrosos. Pero de lo que no cabe duda, y así queda de manifiesto en la pieza que sostiene el altar -o al menos lo sostenía, porque, dado que no pude entrar en el interior del templo, hablo a través de fuentes que me reservo de momento-, es que aquí, antes de que se levantara el templo, existió un ninfario (1), detalle ya de por sí interesante, que no sólo relaciona el lugar con el que acabamos de ver en Santa Eulalia de Bóveda, sino que, además, vuelve a poner de manifiesto un fenómeno que ya se ha comentado en alguna ocasión anterior: que siendo Orense la única de las provincias gallegas que no tiene frontera natural con el mar, los antiguos cultos relacionados con el agua proliferaron tanto o más que en aquéllas.
Así mismo, de la actividad megalítica desarrollada en el lugar, y como se ha aventurado al principio, parte un camino desde Bouzas, pueblo distante, aproximadamente dos kilómetros de aquí que, apenas un kilómetro más adelante y en una explanada desde la que se ve en la distancia una cantera, dato que puede ser interesante, se conserva un petroglifo en forma de laberinto circular, que al igual que este ninfeo de San Esteban, fue en su momento convenientemente cristianizado y que veremos en una próxima entrada.


(1) La antigua ara romana que sostiene o sostenía el altar, conservaba una inscripción, en la que se podían leer las siguientes palabras: AURELIUS / FLAUS / TAMACANU / NYMPHIS / EX VOTO.

domingo, 20 de octubre de 2013

Un lugar mágico a la vera del Camino: Santa Eulalia de Bóveda


Apenas dista una veintena de kilómetros de un lugar que fue un bosque sagrado para los antiguos celtas, que lo habían dedicado a una de sus principales divinidades, Lug y donde los romanos levantaron una ciudad y una empalizada que, a menor escala, desde luego, pero comparativamente hablando, ejercía similares funciones a las del famoso muro de Adriano en la también brumosa Britania, para mantener a raya a los pueblos conquistados: Lugo. Tampoco queda dentro de las lindes del Viejo Camino o Camino Francés, a su paso por la provincia, pero la insignificante distancia que lo separa de éste, apenas tres kilómetros, supone un esfuerzo menor que muchos peregrinos, posiblemente atraídos por los reclamos, más persistentes en la actualidad, se arriesgan a afrontar tan ínfimo desvío, posiblemente sabiendo que van a ver algo verdaderamente especial, que no les dejará en modo alguno indiferentes y que, de hecho, supondrá otra de las múltiples experiencias del Camino, dignas de contar y recordar: el Ninfeo de Santa Eulalia de Bóveda.
En Bóveda, como en muchísimos otros lugares de esta vieja piel de toro que es España, la llegada del Cristianismo supuso una ruptura muy poco convencional con los antiguos cultos, a los que había que eliminar por decreto, aunque eso supusiera reducir a escombros sus principales santuarios. Por alguna extraña razón, aún no desvelada por historiadores y arqueólogos, tal destrucción no se llevó a cabo con este formidable santuario de origen romano. Por lo menos, no al modo convencional, sino que se enterró y encima se levantó una iglesia. Una iglesia que, de hecho, en nada recuerda al templo original y apenas ofrece interés, al menos exteriormente hablando. Este hecho -seguramente motivado por la persistencia con que las gentes, sobre todo las enfermas, acudían al lugar-, trajo, cuando menos, la feliz coincidencia de que el monumento se conservara en un estado excelente. Felicidad que, desde luego, duró muy poco, pues cuando se descubrió, a comienzos del pasado siglo XX, la insensatez, unida a la desidia y la poca habilidad de unos obreros que en absoluto tenían conocimiento del valor intrínseco de aquello que tan chapuceramente estaban manejando,  hizo que el mundo, y también la Historia, perdiera la mayor parte de un monumento único que, como hemos dicho, y por esas curiosas paradojas del destino, había escapado al terrible furor de los primeros misioneros. 

 
Como consecuencia de estas terribles paradojas y burlas del destino, del Ninfeo de Bóveda, ya no queda esa suntuosidad de sus dos pisos, ni tampoco el lustre de los costosos bloques de mármol que recubrían la parte inferior de sus paredes, resaltando las maravillosas pinturas. Unas pinturas, que representan, en sus elementos, una conjunción simbólica entre dos mundos antagónicos como son la Tierra y el Cielo, entre los que se desliza, atrapado en esa invisible escala angélica, el Espíritu del hombre. Un espíritu, que acudía al Santuario de Bóveda, atraído por sus cualidades salutíferas, como así queda todavía constancia, en algunos grabados que, aún a duras penas, sobreviven al embite mortal del tiempo. Grabados -similares a otros muchos que todavía se localizan en diversos lugares, como fragmentos descabalados de un inmenso puzzle monumental (1)- que muestran las danzas rituales en honor de las divinidades; a personajes cojos o inválidos que acudían al santuario en busca de una salud perdida o deteriorada, o a esa figura de una sacerdotisa encinta, celebrando los oficios junto a la figura homónima de un sacerdote, y para más misterio, ya que en Camino de Santiago o mejor dicho, muy cerca de éste estamos, la figura inconfundible de todo un símbolo vital: la oca.
No es cuestión de extenderse, porque el tema daría para escribir auténticos ensayos, pero sí de rendir una sentida pleitesía a un lugar que merece, desde luego, una atención especial y que, aún después de todas las pérdidas, podría ofrecernos una visión más abierta y excepcional de nuestro rico y exuberante pasado.
Apúntalo, peregrino, porque no supondrá un esfuerzo considerable en tu camino y, por el contrario, te dejará una inolvidable sensación.
 
 
(1) Sirva como ejemplo, las piezas reutilizadas como relleno en la iglesia de San Miguel, en la población cacereña de Tejeda de Tiétar, entre las que figura la de un danzante y en cuyos alrededores, se sabe también de cultos a las ninfas de las aguas y aún existe una fuente románica y otra, situada en una finca privada, que lleva el emblemático nombre de Fuente de la Oca.

jueves, 10 de octubre de 2013

O Vello Lugo Agrario: una ruta a la vera del Camino


'Todos, absolutamente todos, somos vagabundos en esta vida. ¿Acaso hay alguien que no esté aquí de paso?...' (1).
 
En ocasiones, vagabundear merece la pena; alejarse de las rutas previamente establecidas, no sólo conlleva una placentera sensación de dulce expectativa, sino que también aporta la oportunidad de descubrir lugares nuevos, sitios fascinantes que muchas ocasiones dejamos a un lado de esa ruta o de ese camino que previamente nos habíamos fijado. Llegamos a nuestro destino, sí, pero muchas veces, al hacerlo, pagamos también un alto precio. Eso ocurre con muchas rutas alternativas que rozan los caminos tradicionales de peregrinación. Una de ellas, anexa al Antiguo Camino o Camino Francés a su paso por la provincia de Lugo, es ésta: la Ruta O Vello Lugo Agrario. Una ruta, no excesivamente larga que, paradójicamente, comienza y termina en uno de los lugares más especiales de la provincia: Bóveda. En Bóveda, se conserva algo realmente extraordinario y digno de ver: el que posiblemente sea el único Ninfeo de la Península. Una maravilla que, aunque lamentablemente destrozada por la ignorancia que ha sacudido a este país durante siglos, todavía es capaz de hacer estremecer la sensibilidad de todo aquel que se atreve a acercarse y contemplarla. Junto a ella, y en una ruta que apenas se separa unos tres kilómetros del Camino original, antiguos molinos, enclavados junto a ríos de aguas calmas, quizás encantadas por el influjo ancestral de las mitológicas donas d'aigua, e iglesias de bella planta románica, con mensajes languideciendo al viento, como la iglesia de San Miguel, en Bacurín. Y por supuesto, la presencia, siempre significativa de esas tradicionales ocas, siempre custodias de los lugares con misterio.
Creo que, una vez dejada atrás Triacastela, es hora de continuar haciendo camino. Y este no resultaría, a fin de cuentas, relevante, si este loco vagabundo no incluyera, siquiera algunos de los lugares -tanto dentro como fuera de las lindes propias del Camino- más especiales con los que se ha topado en su solitario caminar.

 
(1) Griam: 'El Peregrino Loco', Ediciones Obelisco, S.L., 1ª edición, febrero de 2006, página 97.

domingo, 6 de octubre de 2013

Triacastela: iglesia de Santiago


Triacastela, por algún motivo indeterminado, nunca se convirtió en la gran urbe soñada por el rey Alfonso IX; al menos, esa es la opinión de un peregrino que, según él mismo confiesa en uno de sus libros más conocidos, recuperó su Espada en el Camino de Santiago: Paulo Coelho. Son, aproximadamente, veinte los kilómetros que la separan de ese centro inconmensurable de Poder, que es O Cebreiro, y unos diez –kilómetro más, kilómetro menos- los que hay desde esa parada que los peregrinos generalmente obvian, en la que nos quedamos en nuestro último tranco: Temple. Precisamente, tanto Alfonso IX primero, como su hijo Fernando II después, fueron generosos con la Orden del Temple, independientemente de que el primero mantuviera sus más y sus menos con ellos, ordenándoles desmantelar, a instancias de su hermana Doña Urraca, el poblado que éstos habían desarrollado alrededor de su bailía de Faro, lugar en el que se habían instalado, probablemente, por la intercesión del poderoso conde de Traba, de quien se supone que trabó –perdón por el juego de palabras- contacto con ellos cuando estuvo de cruzado por Tierra Santa.
De hecho, algo de verdad debe de haber en ese sueño real fracasado, pues no se puede decir que Triacastela haya supuesto, a lo largo de su historia, un núcleo de población tan importante, como para rivalizar con otras muchas ciudades creadas a la sombra del Camino. Sí dispone, sin embargo, de esa calle central, por la que entraban y salían los peregrinos, y que, aparte de desembocar en la iglesia de Santiago, ofrecía a éstos un número indeterminado de reclamos y establecimientos donde comer y pernoctar. Más explícito, quizás, que con otras ciudades dejadas atrás, el Padre Don Elías Valiña, sí nos cuenta, no obstante, que Triacastela dispuso de un hospital, que se mantuvo activo hasta 1792. En el lugar donde estuvo emplazado, se conserva la casa, que recibe el nombre de Casa Pedreira. Nos cuenta, además, Don Elías, que ésta iglesia de Santiago, a la que se accede también por la portada del oeste, cuenta con una espléndida cruz procesional, del siglo XII y una estatua ecuestre de Santiago. Pero actualmente, ni de la cruz ni de la estatua ecuestre de Santiago hay rastro, al menos visible en el interior de la iglesia. Sí preside el Retablo Mayor, una interesante estatua de Santiago Peregrino, en la que volvemos a encontrarnos, otra vez, con el color verde de su túnica, color que, como ya hemos dicho en otras ocasiones, suele estar asociado a las Vírgenes Negras. También en el Retablo, en uno de los extremos, hay una interesante figura de San Francisco de Asís, con las palmas de sus manos dirigidas al frente, mostrando los estigmas de la Pasión, tema este por el que fue conocido en la Edad Media y que tuvo una repercusión moderna –lo comento a modo de anécdota- en los años noventa, con un caso interesante –y de hecho, muy controvertido también-, en las figuras de dos hermanos italianos, Sergio y Giorgio Bongiovanni, seguidores de una secta conocida como La Fraternidad Cósmica, dirigida por un supuesto contactado con los hermanos del espacio, de nombre Eugenio Siragusa.


Independientemente de una figura moderna de San José con el Niño y otra, muy deteriorada de una santa de época, con un libro abierto en las manos, lo más destacable del Retablo Mayor, reside, quizás, en el aspecto masónico del receptáculo que contiene el sagrario, donde dos ángeles se localizan a ambos lados de una custodia con aspecto de Sol. Destacable, así mismo, es la presencia del Santo Rostro de la Verónica, en uno de los retablos anexos a la nave, donde cabe prestar cierta atención a la corona que se ciñe sobre la frente de Cristo, con ausencia total de espinos y semejando dos serpientes entrelazadas, conformando el signo del infinito. La pila, de una sola pieza, muestra también la conocida forma de copa o grial, y queda situada al fondo de la nave, al pie de las escaleras que suben a la torre.
Indicar, por último, que aunque la iglesia de Santiago conserva en su planta la disposición de las iglesias que caracterizan esta zona en particular de la provincia de Lugo, en su construcción se destinaron materiales más costosos, como demuestran los sillares de su ábside y parte de la nave.