sábado, 30 de mayo de 2015

El Vino de los Salvadores



Posiblemente no sea de Carrara, pero sí parece tener un hálito renacentista, cuando no de fría palidez en su marmórea constitución. De proporciones perfectas, su latina cabeza, levemente girada hacia el oeste, observa con mirada pícara la copa griálica que mantiene alzada en su mano derecha, y de reojo, posiblemente a hurtadillas, mira también hacia una ciudad, Briones, que duerme el sueño de los justos, embriagada su tierra con la savia sanguina que alimenta sus inmemoriales cepas. No obstante apoyado en el tronco de una de ellas, árbol de la vida o columna primordial –no sabría decir en este caso, si de nombre Jakim o Boaz-, da la espalda a San Vicente de la Sonsierra, donde en la Edad Media muchos de los caballeros que partían en la trascendente aventura de la demanda del Santo Grial se purificaban en las aguas de su parroquial, dedicada a la figura de Santa María de la Piscina. De su singularidad solar, no sólo da fe esa melena ensortijada de efebo afortunado y eternamente joven, sino también la piel de león que porta sobre los hombros y le cae sobre la espalda como la capa de un sobrenatural milite, aunque nada tiene que ver ni con Daniel ni tampoco con el poderoso Sansón, referentes posteriores, que tanto protagonismo tuvieran en el simbolismo de ese Arte afín al Camino y sus caminantes, que es el románico. Observándole, me permito la licencia de pensar que como Adán o como Eva –lo que no termino de entender, es que si se acepta generalmente que el árbol del bien y del mal fue un manzano, por qué tanto antagonismo entre la hoja de parra y la de higuera para cubrir vergüenzas- la hoja de parra suple el engorro textil para tapar un sexo que, al contrario del de los ángeles, está generalmente bien definido, independientemente de cualquier otra obscena consideración que, de cualquiera manera, según dicen, merma cuando se abusa en exceso del líquido ardiente que está a punto de llevarse a los labios.

Aunque nació del vientre de la Tierra –su madre conocida, según dicen, fue Minerva-, y fecundado por su padre el Sol, alguna familiar relación debe de guardar también con el matusalénico Noé, el babilónico Unapishtin, de quien se dice que fue el primero que plantó un viñedo cuando las aguas del Diluvio Universal volvieron a su cauce y de hecho, se convirtió, conditio sine quanum, en el primer Genarín de la Historia, toda vez que se excedió probando su fruto destilado, creando, resulta más que objetivo suponer que sin presumible intención o conciencia de ello, la primera bebida sagrada de la Humanidad; aquélla que, siendo vino también, denominan Soma en otros lugares del mundo, como la India, y que de alguna manera le tomó el relevo al alimento primordial de los dioses, aquélla encantadora pero a la vez peligrosa casita de gnomo, consumida -eso sí, en proporciones adecuadas- por los chamanes primitivos, que sabían perfectamente con lo que estaban jugando y al que –bueno es avisarlo a tiempo- en la actualidad llamamos, con todo tipo de pompa y circunstancia –que las lenguas muertas, por muy latinas que sean, siempre son sinónimo de intelectualidad-, amanita muscaria. Por si no lo han adivinado, llegados a este punto de la presente narración, estamos hablando de Baco. O mejor dicho, para adecuarlo al título que precede a ésta crónica, de Soter. Es decir, nombre que una vez traducido a esa vulgata latina que en cualquier caso es la lengua castellana y para que todos nos vayamos entendiendo, significa Salvador.

De Tierras, Salvadores y Vino, me resulta difícil no pensar, en el momento en el que escribo estas líneas, en dos regiones muy particulares de este interesante caldero de antiguos y sabrosos néctares que es el terruño hesperio de Gárgoris y Habidis: La Rioja y Palencia. Sobre todo, si tenemos en cuenta que fuera posiblemente en cualquiera de ellas, donde naciera el popular refranillo:  aquel que de buena ley afirma, cuando no a su vez confirma, que con pan y vino se anda bien el Camino, como saben y podrán refrendar perfectamente todos esos esforzados arrieros de la fe y la cultura, que son en el fondo todos o casi todos los peregrinos. Posiblemente muchos de éstos, hayan pasado por Briones y visitando el Museo de la Cultura del Vino de la Dinastía Vivanco, hayan recalado en los jardines que llevan su nombre, Baco. Y sugerir por sugerir, quizás también, fijándose en el otoño pintar tonos de gloria en el color de la hoja de parra moribunda, se hayan preguntado, como se preguntó servidor, si ese futuro vino llevará también incluido el aroma del olvido, el sabor de la nostalgia y el espíritu del recuerdo. Porque recordar, dicen que cuando menos, es volver a vivir. Y recordando o reviviendo, no puedo dejar de pensar en la curiosa paradoja palentina, que me recordó la visión de este Baco-Salvador con aquélla otra, visiblemente más dolorosa y cruel, de un Jesús-Salvador, crucificado en una cepa, posiblemente atacada de otoño también y que apenas conocido fuera de los ámbitos de la iglesia-museo de Santiago, en la ciudad de Carrión de los Condes, se conoce y venera como el Santo Cristo de la Cepa y la Salud. Una talla que, si bien puede que no sea única, sí resulta cuando menos significativa, cuya añada y elaboración se remonta al siglo XVI, figurando su denominación de origen en el taller de Isidro de Villoldo, que fuera, para más señas, discípulo de Alonso Berruguete. Por eso, al igual que ya hicieran algunos años los integrantes del Nuevo Mester de Juglaría –que Castilla siempre ha sido tierra de pan y vino, pero también de excelentes juglares-, yo también quiero cantarle al vino que nace de la tierra, madura en la bodega y muere en la taberna. Porque, si bien es cierto que el Vino es Cultura, no es menos cierto que, así mismo, es Historia, es Espíritu y, ¡qué duda cabe!, es Religión.

[Publicado por primera en el número de Noviembre de 2014 de la Gazeta del Glorioso Mester de la Picardía Viaxera]


lunes, 25 de mayo de 2015

Briones


El camino continúa y una vez dejados atrás los interminables llanos castellanos, las agridulces historias caballerescas de don Lope y el humilde encanto mudéjar de los templos olmedinos, el peregrino encamina sus pasos hacia otra tierra legendaria, conocida en el mundo entero por la brillantez del tesoro magenta que brota a borbotones de las venas de su afortunada tierra: La Rioja. A un lado quedan, también, los místicos montes, quebradas y desfiladeros del norte de Burgos –la proximidad del desfiladero de Pancorbo, acerca al recuerdo del peregrino la emoción de viajes anteriores-, así como la cercanía de otra tierra no menos mítica, Euskalerría, y una llanada, la alavesa, cuya sanguina savia comparte protagonismo, cuando no rivalidad, con la anterior. Rioja Alta. El primer punto de destino es una ciudad, Briones, sobre cuya génesis corren innumerables fuentes de agridulce sabor que confluyen en el sarmentoso mar de la Historia. No en vano, vista en su conjunto desde la distancia –por ejemplo, a la altura de uno de sus complejos bodegueros más reconocidos, las Bodegas Vivanco-, el casco histórico de Briones, elevado sobre un montículo, como sus precedentes, los antiguos castros, semeja un pequeño y somnoliento baluarte varado en un espacio-tiempo netamente medieval. Destaca, asentada por encima de las antiguas murallas, hacia la izquierda y orientada al este, el atractivo diseño de la ermita, de planta octogonal, del Santo Cristo de los Remedios –y de hecho, bastante similar, en líneas generales, a la ermita de la Vera Cruz de Sigüenza-, levantada en el siglo XVII sobre las ruinas de la antigua iglesia románica de San Juan Bautista, y en cuyo interior, aparte de la venerada talla del Cristo doloroso y el recuerdo a una Virgen Negra por excelencia, la de Guadalupe, el peregrino tiene ocasión de encontrarse con otro venerable personaje, estrechamente ligado al Camino de Santiago: Santo Domingo de la Calzada. Más orientada hacia el centro del casco histórico y situada junto a la Plaza Mayor y el Ayuntamiento –antigua casa palacio del siglo XVIII, que en su momento perteneció a los Marqueses de San Nicolás, en cuyo escudo, puede apreciarse la significativa figura de un árbol a cuyo pie permanece un fiero dragón alado, así como también el lirio o flor de lis-, destaca la impresionante mole de la iglesia-colegiata de Santa María, también conocida como de la Asunción, en cuyo interior, soberbio y pintado sobre uno de los lienzos de la nave, el gigantón Christóforos o San Cristóbal, recuerda, como un aviso de atención a navegantes, el mismo servicio a Cristo que el que ya prestara Hércules anteriormente a Dionisos. Como si del bauceant templario se tratara –comparativamente hablando-, luz y penumbra guardan el sueño carismático de una Virgen Teothokos, la de la Estrella, que reina eternamente sobre el Retablo Mayor, no muy lejos de una monumental escultura ecuestre de Santiago, o de los artísticos cenotafios que guardan los sepulcros de algún relevante miembro de la poderosa familia Mendoza, junto a las alegorías, henchidas de referencias paganas –como en la catedral de Astorga, lugar de obligado paso también del peregrino-, que entre míticas ramas y otras yerbas de guardar, conforman el dintel de acceso a las diversas capillas. Alegorías, sobre todo en cuanto a referencias a los antiguos cultos –recordemos, que el Cristianismo ya se consideraba sucesionista desde los tiempos de los primeros Papas- presentes en los numerosos hombres-verdes que, por ejemplo, también en el frontal del coro comparten protagonismo con un apostolado que juega con el lenguaje de los símbolos en base a los objetos o utensilios que les caracteriza. Simbolismo, no ausente, en modo alguno, tampoco en esa magnífica pila bautismal –probablemente de origen románico tardío o gótico-, que se custodia en la capilla del Santo Cristo, junto con dos objetos que ya comienzan a verse poco: los bustos-relicario que, como su nombre ya da a entender, en algún momento contuvieron –o quizás, todavía contengan- algún santo resto capaz de arañar la fe y el corazón de los creyentes. Pero probablemente, lo que mejor defina, tanto a La Rioja como a ésta ciudad, sea esa fantástica pintura a escala gigantesca, que viajeros y peregrinos se encuentran al entrar en la ciudad: una magnífica Copa o Grial, de donde brota, como un torrente irresistible, la vida, la abundancia y la prosperidad en forma de una carismática ciudad: la propia Briones.



Recuerdos de un Peregrino: Briones, 18 de octubre de 2014.


domingo, 10 de mayo de 2015

Olmedo


'Tengo el morir por mejor,
Tello, que vivir sin ver...' (1)

Perverso dilema éste, con el que don Lope de Vega y Carpio, audaz en su papel de dramaturgo de ángeles y demonios, nos tienta en labios de un enamorado don Alonso, caballero de antiguas caballerías y de apellido inmortalizado en una ciudad, Olmedo, cuya conciencia histórica se debate entre un alma castellana y un corazón mudéjar. Un corazón antiguo, que late, fluye y bombea dardos apasionados entre las sombras chinescas que al anochecer se abaten como alas de murciélago en esa parte de palacio que da a la calle Abrazamozas -¿recuerdo, quizás, de antiguas citas; de espinas de rosa, de capa y acero templado en las fraguas de los filtros de amor?- que desemboca en ese preciso lugar donde la perfección del octógono protege el santuario de una Astarté olmedina: la Soterraña. Junto a ella, San Miguel, intra y extra murallas que, a falta de soldadesca, olvidadas las antiguas glorias de Tarik, cautivo, desarmado y deshecho el ejército godo, estandartes blanquinegros vuelven a asentarse en sus torres desmochadas. Son las emisarias de la Diosa, aquéllas que llevando sus beauceant -perdón, sus colores-, como bien sabe ese sabio conservador de mitos que es el pueblo, verás por San Blas. Haylas, como las meigas celtiñas, también en Santa María la Mayor, enfrente de la Casa Consistorial -antiguo convento mercedario, curiosa orden de origen catalán, creada en el siglo XII con el fin de liberar cristianos prisioneros, que luce los colores condales en su escudo y una pequeña cruz paté, ¡toma ya!, y con cuya presencia este peregrino lleva varios encontronazos en su camino, el último en el monasterio pontevedrés de San Juan de Poyo- y del antiguo hospital de San Nicolás. Vénse también en San Andrés, gloria mudéjar cuya nave tiembla al aire libre mirando, quizás las mismas estrellas que sigue el peregrino y en su ábside el glú-glú de las palomas resuena como los antiguos misereres de los monjes; y en San Juan, con su cimborrio octogonal que, aunque en activo, su sagrada constitución conoció tiempos mejores. Los silenciosos soportales, cuyas vigas cristobalinas soportan la cristófora Casa de la Villa. Y algo más allá, en su gótico amaneramiento, la Casa del Reloj y el Real Posito, actualmente reconvertido en Biblioteca Municipal. Es noche cerrada cuando el peregrino recala en Las Mesnadillas, la vieja posada que se remonta al Siglo de Oro. Marcial, el posadero, ha echado un buen leño en la chimenea y al arrullo del grato calor, el cansancio del peregrino se vuelve de color magenta, como el último trago de vino. Antes de dormirse, y mirando ese rayo de luna que se cuela por un resquicio de las cortinas de la ventana, el peregrino sólo logra murmurar: ¡Ay, don Alonso: que la poesía, el misterio y el camino -que no la mediocridad- sean por muchos años armas cargadas de futuro.


(1) Lope de Vega: El caballero de Olmedo.

Publicado en STEEMIT (TALENTCLUB), el día 21 de mayo de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/recuerdos-de-la-vieja-castilla-olmedo

martes, 5 de mayo de 2015

Olmedo: Parque Temático del Mudéjar de Castilla y León


Barcelona y su magia quedan atrás. Pero en la mente inquieta del peregrino resuenan, como un eco profundo y lejano, las misteriosas palabras de un filósofo francés, Paul Elouard, quien dejó escrita para la posteridad aquélla famosa frase de: hay otros mundos, pero están en éste. Uno de esos mundos, como bien saben los peregrinos y viajeros que se desplazan infatigables por los interminables llanos castellanos -o inclusive, aquéllos otros que lo hacen por tierras del antiguo Sobrarbe, término con el que se denominaba en la Edad Media al antiguo Reino de Aragón-, es una parte muy particular de un estilo artístico afín al Camino, el románico, que contando con alarifes de origen árabe como mano de obra principal, no sólo dejó una imborrable huella cultural de índole hispano-musulmana, sino que también, en el terreno económico, abarató los costes, llegando a sustituir la piedra -no siempre las canteras estaban en las proximidades, con la consiguiente dificultad y encarecimiento de su transporte- con elementos más livianos y fáciles de conseguir, como es el ladrillo. Más austeros y menos prolíficos en cuanto a ornamentación, es cierto -recordemos, no obstante al respecto, que los musulmanes tenían estrictamente prohibido la reproducción de imágenes- pero más livianos, no menos complejo en cuanto a geometría sacra aplicada y en cierto modo, armónicos y elegantes en su conjunto, los templos de constitución mudéjar siempre se han visto relegados a un inmerecido segundo plano. Tal vez por ello, así como por el planteamiento, honesto de cualquier manera, de explotar los aspectos culturales e históricos de unos templos, que después de todo, constituyen una excelente herencia patrimonial, Olmedo -la Villa de los Siete Sietes (1)-, acoge, seguramente para acrecentar aun más la fama de ciudad ejemplo del glorioso Siglo de Oro español, conocida mundialmente gracias a la prolífica pluma de uno de sus más insignes escritores, don Lope de Vega y Carpio, un pequeño tesoro de esparcimiento lúdico-cultural que, reproduciendo con una asombrosa perfección parte de los principales templos (2), castillos (3) e incluso algún edificio civil (4) de esa herencia mudéjar castellana, constituye una pequeña delicia para los sentidos: el Parque Temático del Mudéjar de Castilla y León.


(1) Se la denominaba así durante la Edad Media, porque poseía siete pueblos en su alfoz, siete arcos de entrada, siete iglesias, siete conventos, siete caños o fuentes y siete casas nobles.
(2) San Salvador de Toro (que fue del Temple), San Pedro de Alcazarén, la Asunción de Muriel de Zapardiel, San Tirso de Sahagún, San Andrés y San Miguel de Olmedo, San Juan Bautista de Fresno el Viejo, San Boal de Pozalvez y la Lugareja de Arévalo.
(3) Los de Coca y la Mota.
(4) Las puertas de Medina y Cantalapiedra (Madrigal de las Altas Torres, Ávila), el Palacio de Pedro I (Astudillo, Palencia) y el Arco de San Basilio (Cuéllar, Segovia).