martes, 15 de junio de 2010

Toledo: el sobrio encanto de las sinagogas

Sinagoga del Tránsito

Allá, por enero de 2008, el escritor Javier Reverte afirmó, en una entrevista para la revista Paisajes desde el tren, que los kilómetros, me han hecho un hombre. En esa misma entrevista, y a la pregunta de ¿qué caracteriza a un viajero?, Reverte contestó: sobre todas las cosas, la curiosidad y la apertura de ideas. El gran viajero es aquel que se siente más alejado de los dogmas...
No estoy seguro de dar la talla como gran viajero, pero sí de los kilómetros realizados por esos caminos de Dios. Y es que, si el cuenta kilómetros de mi vapuleado Rover no miente, son ya alrededor de doscientos mil, insuficientes, desde luego, para batir un récord Guinness, pero suficientes, sin embargo, para poder hablar, en parte, de esas sensaciones y experiencias que conlleva el viajar.
Es mi primera visita a Toledo, no obstante, y también la primera vez que pongo los pies en el interior de una sinagoga judía. Acostumbrado, sobre todo, a la explosión ornamental de los templos cristianos, no deja de ser una curiosa novedad contemplar la austeridad de este lugar de culto, conocido como Sinanoga del Tránsito.
Austeridad, por otra parte, que me permite cuestionarme -recordando la costumbre barroca de recubrir las iglesias de retablos- la necesidad que pueda tener Dios de costoso mobiliario, por muy artístico que éste sea.
Destaca, en el lugar donde debería encontrarse el altar, un piano de cola que, imagino, debe responer a algún tipo de actividad cultural ajeno al culto, pues no me imagino a la comunidad hebrea entonando osanas al ritmo de la música, digamos, de un Richard Clayderman. Dicho, desde luego, con todo el respeto...