lunes, 28 de noviembre de 2011

Una luz al final del puerto de Pedraja: San Juan de Ortega

'...visitad la tumba de san Juan de Ortega -en el mundo Juan de Quintanaortuño-, otro pontífice y arquitecto iniciado que construyó el puente de Logroño, reconstruyó el del río Najerilla, levantó el hospital de Santiago de aquella ciudad y edificó la iglesia y la hospedería que llevan su nombre. Pero, además, como santo taumaturgo, se hizo famoso ni más ni menos, que por resucitar muertos. Así lo afirma al menos la leyenda' (1).



Este breve, aunque interesante periplo peregrino, finaliza, aproximadamente, diez kilómetros más allá de la ermita de Valdefuentes. Y lo hace, en uno de esos lugares especiales del Camino, en el que los canteros, dando muestras, una vez más, de su pericia y de sus conocimientos -no sólo geométricos, sino también astronómicos- dejaron, para la posteridad, una señal en forma de rayo de sol que, cada 21 de junio, coincidiendo con el solsticio de verano -en la apertura de esa porta coeli regida por Jano, el dios romano de las dos caras- penetra en la nave de la iglesia y alumbra el capitel románico dedicado a la Anunciación, uno de los genuinos capiteles dedicados al llamado ciclo de la Navidad. Me refiero, a San Juan de Ortega.

San Juan de Ortega, metafóricamente hablando, es como esa espinita que se clava en el corazón. Existe una especie de justicia poética, cuando no incluso romántica en éste lugar, y el peregrino puede comprobarlo, una vez dejados atrás los edificios anexos al templo -que conforman, entre otros, la hospedería, de dura piedra ensamblada, material primigenio que ha servido no sólo como vínculo con esa matriz ancestral de la raza humana, sino también como vehículo de transmisión cultural a lo largo de la Historia- una vez traspasado el umbral de una portada de sencillas florituras góticas, incluido el escudo con la flor de lis.

En la penumbra del templo, allá donde los absidiolos conforman dos recatadas capillas románicas, lazos fraternales trascienden más allá de las frías fronteras de la muerte: a la izquierda, el sepulcro del discípulo; a la derecha, la imagen venerada del maestro. Sobre la tumba del primero, una Virgen entronizada, con el Niño en el regazo, destaca en el centro de un retablo denominado del Juicio Final o de las Ánimas. A los pies de la imagen del segundo, numerosos exvotos confirman historias de devoción, de fe y de esperanza.

La sencillez de la tumba de uno y de la imagen del otro contrasta, no obstante, con la opulencia intranscendente del sepulcro de algún noble o de algún importante prelado -tanto monta, monta tanto-, situado en el centro, aproximadamente, de la nave. En el mismo lateral donde se localiza la imagen del maestro, es decir, de Santo Domingo de la Calzada, hay otro significativo retablo dedicado a la vida y milagros de un relevante anacoreta, San Jerónimo. Entre otros singulares detalles, conviene comentar la figura del león, que aparece manso como un cordero e incluso hace también las veces de bestia de carga, constituyendo, posiblemente, una alegoría al evangelista San Marcos o una referencia a la figura de Cristo: el que ruge solo en el desierto, por un lado, y el león de Judá, por el otro.

En definitiva, todo peregrino que acude a San Juan de Ortega, emprende de nuevo el Camino de las Estrellas con otra pequeña lección aprendida; una lección que podría resumirse, simple y sencillamente, con dos significativos adjetivos: sabiduría y humildad.





(1) Matilde Asensi: 'Peregrinatio', Editorial Planeta, S.A., 2006, páginas 67-68.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Por el Puerto de Pedraja hacia San Juan de Ortega: la ermita de Valdefuentes


'- Conozco a un cantero. Él dice que con sus manos saca el alma de las piedras y, a cambio, la piedra se queda con parte de la suya' (1).



El peregrino que ha dejado atrás Villafranca Montes de Oca -habiendo pasado por lo que antaño fuera el monasterio de San Félix y el santuario de Nª Sª de Oca- asciende con determinación el dificultoso puerto de Pedraja, con la intención de dirigirse hacia San Juan de Ortega. A mitad de puerto, aproximadamente, y a unos 10 ó 15 kilómetros de distancia de ésta, hace un alto junto a una curiosa ermita que comparte nombre, también, con una fuente que ya en el pasado sació la sed de viajeros ilustres: Valdefuentes.

Uno de tales viajeros, fue el poeta Gonzalo de Berceo, perteneciente a esa maravillosa corriente intelectual, denominada como Mester de Clerecía y autor, entre otras, de una auténtica joya de la Literatura Universal, como es su obra Milagros de Nuestra Señora, donde introduce algunas historias que son bien conocidas por los peregrinos que se encaminan hacia la tumba del Apóstol. En la ermita, hay una placa conmemorativa que nos lo recuerda, y en castellano antiguo, nos describe el lugar con los ojos del propio Berceo: un prado verde y de flores bien poblado. Hemos de entender, también, que éste se hallaba de peregrinación, aunque en dicha placa se advierta la palabra romería, en ocasiones utilizada indistintamente, pero más propia de aquéllos que se dirigían a Roma -romeros- y no a Santiago de Compostela -peregrinos-. Nos remontamos, pues, a un siglo, el XIII, en el que, aunque actualmente no nos lo parezca, todavía existía en este mismo lugar un hospital regentado por monjes del Císter -orden hermana del Temple, por añadidura-, que dependían del monasterio de Veruela.
Posiblemente, de esa época sean los ventanales ojivales, de claro aspecto gótico, que con toda probabilidad fueran reutilizados en el siglo XIX, cuando se reconstruyó la ermita. Resulta evidente, también, que el lugar dejó de ser tan apacible como lo conociera el poeta, pues está situado prácticamente al pie de la carretera nacional 120, que discurre entre Belorado y Villafranca Montes de Oca, atravesando, obviamente, el puerto de Pedraja.






Y aquí, aunque de una forma soberanamente moderna, volvemos a encontrarnos con señales, cuando no recuerdos, de esos hábiles y misteriosos gansos -o jars, su equivalente en francés- que contribuyeron, con sus obras, a hacer del Camino de las Estrellas, una escuela mistérica sin parangón. Lo advertimos rápidamente, aunque una cancela nos impida el acceso al interior de la ermita, cuando a través de la verja, observamos una fantástica trinidad estatuaria, en cuyos detalles hemos de poner siempre nuestra atención: Santiago Apóstol, Santo Domingo de la Calzada y San Juan de Ortega. Es decir, el Hijo del Trueno, flanqueado por dos Sumos Pontífices del Camino, detentadores de un Conocimiento esencial, cuando no especial, cuya vida, en determinados momentos, navega con pasión por los ríos en ocaciones turbios de la leyenda. Aunque sean modernas, llegados a este punto, resulta interesante hablar -siquiera sea de una manera superficial- de las señales que alguien -anónimo, como cabía esperar- dejó de manera consciente, en época, por supuesto, indeterminada. Dichas señales, profundamente grabadas por los canteros medievales en los sillares de muchas iglesias, conllevan señas de identidad y mensajes subliminales, que indican, no ya una posible dirección de la bandada compañeril, sino que pueden significar un toque de atención hacia algo importante, pero también secreto. Sobre el pedestal que sostiene las estatuas de San Juan de Ortega y Santo Domingo de la Calzada, difícil es no apercibirse de la señal -igual en ambos casos- con la que el artista anónimo -posiblemente, alguno de los cientos de peregrinos, que cada año se entregan en cuerpo y alma a los avatares del Camino- les identifica: la pata de oca. Diferente, no obstante, pero igual de significativa e importante, es la que, a juicio también de nuestro anónimo artista, le corresponde a Santiago: la espiral. Una espiral, que por su forma puede recordar un tosco crismón, o quizás, a ese emblemática parte superior de los báculos de los grandes iniciados. Sirva como ejemplo, ya que estamos en la provincia de Burgos, el que figura en el cenotafio de Santo Domingo de Silos que, v isto de cerca, representa un dragón o una serpiente, cuando no una cabeza de lobo.


Otro detalle curioso, es que nuestros tres relevantes personajes, portan el báculo en sus manos, como es natural, dado su carácter de maestros e iniciados; pero, curiosamente, el que porta Santo Domingo de la Calzada -creo yo que se trata de él- tiene la forma de tau. En fin, de manera moderna o no, la Tradición, en el fondo, persiste. Poco importa el lugar en sí, y la prioridad que le demos en nuestro discurrir andariego, porque, a la hora de la verdad, hasta el lugar más insospechado es capaz de sorprender y maravillar. En este caso, no puedo dejar pasar la ocasión de comentar la sensación que me produjo ésta visión. Sensación que no es otra que la de pensar que alguien -poco importa ya quién- utilizando señales milenarias de conocimiento, dejó a propósito un mensaje para todo aquél que quiera o sepa leerlo. Un mensaje que, bajo mi punto de vista, vendría a decir algo así: poned atención, ocas y gansos, porque estas señales os guiarán por el Camino de las Estrellas.


(1) Paloma Sánchez-Garnica: 'El alma de las piedras', Ediciones Planeta, S.A., 1ª edición, junio de 2010, página 446.

martes, 22 de noviembre de 2011

Peregrinos en Villafranca Montes de Oca: Segunda Parte

A veces, hay deseos que no pueden cumplirse en el momento en el que a uno le gustaría. Por regla general, ningún viaje es perfecto; sobre todo, si se lleva el tiempo contado y además una ruta previamente planificada, que no admite desvíos, ni siquiera cuando las circunstancias sitúan en las cercanías aquél lugar que desearíamos visitar. Muchas veces queda, como digo, esa sensación de vacío que acompaña siempre a un deseo irrealizado; eso que, generalmente, denominamos como quedarse con las ganas de.

Recuerdo, y lo digo como antecedentes para la introducción de esta pequeña historia, que me quedé dos veces con las ganas de parar en Villafranca y visitar este interesante santuario natural, donde se levanta la ermita de Nª Sª de Oca. En ambas ocasiones, por increíble que parezca, pasé por las cercanías, y por las circunstancias anteriormente mencionadas, no me fue posible parar.

En la primera, me ocurrió dos veces: a la ida y a la vuelta de un viaje de vacaciones, corto pero intenso, a una zona especial de la provincia de Burgos -Las Merindades- interesante y sobre todo hermosa, donde tuve la fortuna de acceder a lugares tradicionalmente importantes, como el Valle de Mena y sus iglesias de San Lorenzo de Vallejo, Santa María de Siones y San Pedro de El Vigo; el Valle de Losa, con su inexplicable y a la vez esotérica -digo bien- iglesia de San Pantaleón, y los restos de lo que en tiempos fuera el imponente monasterio de San Pedro de Tejada, sin desmerecer algunos otros lugares de no menos especial relevancia.





La segunda ocasión, se presentó durante el regreso de un viaje de vacaciones de Semana Santa a Navarra, una vez dejada atrás la emblemática población de Torres del Río, con su iglesia de planta octogonal del Santo Sepulcro, y parte de la provincia de La Rioja, descendiendo hacia Burgos por el puerto de la Pedraja. O mejor dicho, para ir introduciéndonos en lo misterioso y argotico, pues el tema lo merece: de la piedra de los jars; es decir, de los gansos, en claras referencias a las cofradías de constructores medievales.


La ermita de Nª Sª de Oca, se localiza en un pequeño paraje natural, a pie mismo del puerto de la Pedraja, y a la vera del río que lleva también su nombre: Oca. Las referencias mistéricas son, pues, evidentes, y no hay que descartar, por sus características, que se levante en las inmediaciones de lo que antaño fuera un lugar de culto pagano, druídico para más señas, convenientemente cristianizado: el bosque, el río, la fuente o el pozo -¿me dejo alguno que no figure en el famoso juego de la oca?- resultan, por lo general, elementos a tener en cuenta para dicha valoración. Además, no es el único santuario con semejantes características que el peregrino se puede encontrar en esta impresionante provincia burgalesa. A tal respecto, se me ocurre, aunque ya hablaré de él más adelante, citar otro santurario no menos célebre, situado a una veintena de kilómetros, aproximadamente, de Briviesca: el de Santa Casilda, en cuya leyenda, las connotaciones paganas resultan más que evidentes. Evidente, así mismo, resulta el detalle de que de la antigua fábrica románica de la ermita no queda prácticamente nada; aún así, no ha de resultarnos extraño, tampoco, comprobar la existencia de algún elemento interesante que, aunque más moderno, por supuesto, es afín a la Tradición. De tal manera, que si nos detenemos un momento a observar la forma de la entrada del santuario, no tardaremos en darnos cuenta de que representa, perfectamente, un pentágono. O como lo definiría el profesor Fernando Ruiz de la Puerta -afincado en Toledo y especialista en magia y esoterismo medieval, entre otras materias- como pie de druida. No deja de ser paradójico, pues, que el peregrino que atraviesa el umbral para ver a una Virgen de evidentes connotaciones negras, lo haga, a la vez, pasando por debajo de un símbolo ancestral, conocido por los antiguos celtas y utilizado por los druidas. Pero no nos equivoquemos, porque, dentro de la multitud de significados a él asociados (1), el pentágono constituye también un símbolo de salud que, en cierto modo, complementaría de alguna manera, esa fama milagrera que suele acompañar a unas vírgenes salomónicas -por referencias a Salomón, el Cantar de los Cantares y el color- que proliferan, especialmente, en dos países europeos: Francia y España. No obstante, que nadie se eche las manos a la cabeza; se trata tan sólo de una opinión personal, que puede o no ser compartida.





Por otra parte, siempre he insistido en la importancia del lugar en sí, por encima del templo o del símbolo que lo adorna o representa. La importancia del santuario de Nª Sª de Oca, probablemente se localiza unos doscientos metros más adelante, una vez cruzado el viejo puente de piedra que se levanta sobre las aguas, tranquilas en este punto, del río Oca. Allí, en una pequeña pradera flanqueada por la arboleda de un pequeño bosquecillo también, un cercado de madera custodia un mojón de piedra con una cruz, que santifica una fuente que a buen seguro debió de suponer el hábitat de ninfas y faunos hace milenios. Es la fuente de San Indalecio. Junto a ella, y formando un trébol de cuatro hojas, una pequeña piscina recoge el agua clara que brota de la fuente, distribuyéndola a través de un sumidero, para que se una al río algunos metros más allá, contribuyendo, de una manera simbólica, a sacralizar las aguas de un río, el Oca, como ya he dicho, ya de por sí significativamente simbólico.


No descarto la existencia, en ese preciso lugar, de un complejo megalítico en el pasado. Pero, desde luego, sí puedo dar fe del descanso y el sosiego que tanto el sitio, como la magia que lo envuelve, proporcionan al peregrino, así como al visitante que un día se aventura hasta allí.


(1) Entre ellos, el de la segregación: por desgracia, durante la Edad Media, con éste símbolo se identificaba al avaro y también al judío, de similar manera a como al agote navarro se le obligaba a revelar su condición racial con una pata de oca.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Peregrinos en Villafranca Montes de Oca: Primera Parte



'Polvo, barro, sol y lluvia

es Camino de Santiago.

Millones de peregrinos

y más de un millar de años...' (1)



Finales de agosto. El verano bosteza, preparando las maletas para hacer turismo por otras latitudes, otros hemisferios, en cuyo hotel ya ha hecho la reserva, como es habitual. Aún así, el sol continúa zurrando de lo lindo; calentando con saña, sin importar lo temprano de la hora. Su caricia sofoca en campo abierto y muy pocos son los que se parar a mirar el vuelo de las aves. Todas, en formación y desde luego en solidaria comandita, forman una punta de lanza que señala hacia Oriente. El peregrino, mochila al hombro y bastón en mano, lo intuye; pero no detiene nunca su marcha, excepto en los puntos previamente establecidos en su ruta. Se sabe peón activo en el Gran Juego Vital en el que está participando y considera sus ampollas y penalidades como estigmas que ponen siempre a prueba su fortaleza y su fe.

Poco después de amanecer, llegan los primeros peregrinos. Por la dirección, es de suponer que proceden de Espinosa del Camino -nombre que define a la perfección dos conceptos iniciáticos que conlleva toda peregrinacion que se precie- descendiendo la colina de San Felices por un caminillo rural que, más o menos un kilómetro más allá, les adentra en ese centro neurálgico del Camino Jacobeo, que es Villafranca Montes de Oca; o de Auca, como se la denominaba antiguamente.



Solos, en pareja o en grupo y vistos al contraluz desde las ruinas de lo que, allá por el siglo IX fuera el orgulloso ábside de la iglesia del monasterio de San Félix, podrían ser confundidos con espíritus surgiendo de esa luz primordial que, aseguran los que han experimentado ese incierto estado clínico denominado ECM (2), se encuentra siempre al final del túnel. Porque ese, en mi opinión, podría ser un buen símil: el Camino es ese túnel, en cuya consecución, cada uno haya su Luz.

Al borde del camino, y a algunos metros por delante de donde la rapiña, el tiempo y la erosión han contribuido en su justa medida a que los restos del ábside del milenario monasterio semejen una abandonada casamata, un pequeño mojón con una vieira y una flecha, señala la dirección a seguir. Como en muchos otros lugares del Camino Jacobeo, y a semejanza de Fontcebadón y la pirámide formada por las piedras depositadas a lo largo de los siglos por los peregrinos que acudían y continúan acudiendo en tropel a Santiago de Compostela, el mojón se ha convertido en un pequeño altar simbólico, en el que casi todos los peregrinos que pasan, rememorando una antigua costumbre, depositan una piedra. Hay quien piensa que dicha costumbre, pueda estar basada en una antiquisima tradición, pagana, para más señas, que a modo de diezmo -no olvidemos, que aún en la Edad Media se mantenía la costumbre de enterrar a los difuntos con una moneda en la mano o dos monedas colocadas en cada ojo, para pagar los servicios del terrible barquero Caronte-, aplacaba a los dioses de los caminos, asegurándose un feliz viaje.

No puedo dejar de pensar que quizás aquí, en el caso que nos ocupa, la piedra que incluso yo he depositado -una de las primeras, aunque parezca mentira- constituya, aún sin saberlo, una especie de vela simbólica en memoria de Diego Rodríguez Porcelos: aquél conde que fundara la ciudad de Burgos y que, según la Tradición, fuera enterrado precisamente aquí, en el ya inexistente monasterio de San Félix (3).
Con el sol alto ya sobre la línea del horizonte y una incierta, quizás nostálgica sensación de pérdida en mi caso, dejamos atrás la colina de San Felices y sus fantasmas históricos, encaminándonos, sin abandonar el término municipal de Villafranca, a otro inolvidable cuando no imprescindible santuario del Camino: la ermita de Nª Sª de Oca.


(1) Versos de un peregrino anónimo, escritos en un muro a la entrada de Nájera. Esta referencia está sacada del libro de José Manuel Somavilla: 'Guía del Camino de Santiago a pie', Ediciones Tutor, S.A., 2ª edición, 2003.

(2) Experiencia Cercana a la Muerte.

(3) Otros dicen que murió en el también pueblecito burgalés de Cornudilla.



domingo, 13 de noviembre de 2011

Otoño soriano







'No somos lo que la gente deseaba que fuésemos. Somos lo que decidimos ser' (1).

Sólo es una Fantasía. Porque, lectores y caminantes, en el fondo, todos somos Sanchos y Quijotes y ancho, desde luego, es el Camino, donde quizás algún día nos encontremos...

Mi querido Señor Don Quijote:

Tiempo ha que nos separamos y como véis, aún continúo vagando por esos caminos de Dios. Lo hago como siempre: a lomos de burra vieja. Voy en busca de mi ínsula, ¿recordáis?, aquélla que vos me prometisteis y que vuestros enemigos no permitieron que cumplierais con vuestra palabra de hidalgo y caballero. Como sabéis, pues bien me conocéis, nunca he sido muy hábil a la hora de escribir, de manera que proseguiré la presente misiva con una pregunta: ¿soy yo quien persigue al otoño, o es el otoño el que me persigue a mí?. Lo sé, lo sé, mi buen caballero: soy cristiano viejo y holgazán por naturaleza, incapaz de perseguir algo que no esté destinado a saciar mi pantagruélica fame. Sí, sí, ya sé también que soy testarudo y soñador y que en mi mente servil, cuando no banal, rebullen sueños que han de pagar siempre el diezmo de la decepción. Y no obstante, ¡qué gran verdad, mi señor!, que después de todo el hombre, cuando se lo propone, hace camino al andar.
Pero dejadme que os explique, antes de que el ocaso extienda el luto sobre la tierra y los campos se vean privados de ese rompimiento de gloria precedente a un sol que, después de tirar la piedra, esconde siempre la mano. Veréis, una vez que os recluyeron, andaba yo buscando mi ínsula por esos mundos de Dios, como os decía y no me arrogo ningún mérito en repetirlo, cuando de pronto Maese Otoño me sorprendió en una tierra extraña. No hacía mucho que mi burra y yo habíamos dejado atrás la villa segoviana de Ayllón que, como ya sabéis, aún conserva buena parte de su ancestral aspecto medieval. Iba yo cavilando en mil y una cuestiones sin trascendencia; pero no, no quiero engañaros, pues bien me conocéis y sería una fatal calumnia pretender haceros creer que soy capaz de manejar en mi cabeza más asuntos que aquellos que se pueden contar con los dedos de una mano. Creedme, pues, entonces, si os digo que iba pensando en varias cosas. Cosas sin trascendencia, repito, y mucho menos de importancia; en definitiva, de esas que, en base a su necedad hacen aún más simple al que ya la simpleza se le alojó en la base del cráneo como una chinche desde el mismo momento en el que sus ojos se abrieron al mundo por primera vez. De haber estado más atento, me hubiera percatado del intenso color amarillento de las hojas de los álamos que, ora en la infinitud de los valles ora en la solitaria cima de una colina mellada, disimulaban en parte el extremoduro de una tierra desolada en derredor. Extremoduro digo, sí, el que por mérito propio hace de Soria la cabeza pura de Extremadura. O, si lo preferís, la Extremadura castellana.




En llegando a San Esteban de Gormaz, ya sabéis, la antigua Castromoros, sorprendíme con una explosión de luz que, cual aura de beato o manto de santa -que tanto a unos como a otras veneran en ésta arcaica Celtiberia-, desplegábase de la hojarasca de las filas de arbolillos aledaños a la pequeña ermita de San Roque. Curiosa ermita, a fe mía, que desprende ciertos humores a culto antiguo, druídico y recuerda a misteriosos caminantes. Sabed, mi buen señor, que aún existe el viejo puente medieval, cuyas herméticas raíces se mantienen firmes al paso, Dios mediante sosegado, de un Pater Duero, siglos ha cansado de ser frontera de cristianos y morisma. Halléme después algunas leguas más alla, en un pueblo llamado Abejar, en el que, curiosamente, no vi colmena alguna ni artilugio remotamente parecido que tuviera que ver con el antiguo arte de la recolección de la miel. Allí pernocté, en posada de variado yantar y rico vino, de ese que denominan de la Ribera del Duero; vino que se escurre como un canto de cisne por la garganta, calienta el estómago con hogueras sanjuaneras y anima a la compra de los despojos del toro en los sábados Agés. A tiro de piedra y escoltado por una niebla matinal que más bien antojóseme la mortaja etérea que envuelve lo que allá por las Asturias llaman la Huestia (2), encaminéme hacia Vinuesa; o como la llaman por aquellos mundos, la villa y corte de pinares. Habíanme hablado de un lugar especial y mágico, situado en los Picos de Urbión, donde el lobo aúlla en las noches de luna llena y donde hay una maravillosa laguna, a la que llaman Negra -como esas vírgenes morenicas, tostadas por el sol- en la que mora una doncella encantada. Recordóme esto vuestro inquieto afán en desfacer entuertos y liberar doncellas, y aún lejos de pretender emularos, mi señor, decidí facer camino y aventuréme hacia el lugar. Mundo encantado, vive Dios, donde los haya. Maese Otoño se me había adelantado otra vez, y en medio de la inmensidad de los bosques, tupidos en algunas zonas como el misterio de una deidad pagana, había insuflado su aliento sobre árboles de hoja caduca, el color de las hojas de cuyas ramas variaba desde el rojo sanguino -similar a aquél otro que adquiere el sol en el ocaso- hasta el más puro y brillante de los amarillos. Si tuviera que hacer una comparación, yo diría, mi buen caballero, que Maese Otoño es, sin duda, un auténtico Magister en el noble arte de la Alquimia. Descansa la Laguna en una profunda depresión, a la vera de una formación rocosa, de la que vos pensaríais -y yo así lo creería- en el cuerpo hechizado de un gigante dormido. No hallé rastro alguno de la doncella encantada, y tampoco logro comprender por qué la llaman Negra las gentes del país, pues las aguas desta laguna están fechas con el mismo tejido que alimenta al más pulido de los cristales: el de los sueños.




Un gigante hallé, no obstante, en mi camino. Sucedió una jornada después y muchas leguas más allá, en un pueblo que se llama Rejas de San Esteban.


[continúa]


(1) Paulo Coelho: 'El Aleph'.


(2) El equivalente asturiano a la Santa Compaña gallega.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Persiguiendo al otoño por la Sierra de la Demanda

' -Yo me estaba en Barbadillo, / en esa mi heredad; / mal me quieren en Castilla / los que me habían de aguardar. / Los hijos de doña Sancha / mal amenazado me han / que me cortarían las faldas / por vergonzoso lugar, / y cebarían sus halcones / dentro de mi palomar, / y me forzarían mis damas / casadas y por casar...' (1)

Castilla la Vieja. La Vieja Castilla. La de forúnculos inciertos en unas posaderas cuyos orígenes no están todavía nada claros. Burgos y su provincia: mesetaria e infinita; ancestral y llana. Burgos, cuna de caminantes y caminos de peregrino. Burgos la fría, la del eterno manto de armiño hasta bien entrada la primavera; la cosmopolita; la de los Fueros; la Comunera; la profunda. Madre paridera de las Merindades; de la Bureba; de la Esgueva; de los tejemanejes esotéricos del puerto de la Pedraja y los Montes de Oca; la de los santuarios; la de los puentes y los pontifices; la de los benedictinos deambulando eternamente por los claroscuros de un claustro, el de Silos, de cuya influencia, esparcida como semilla a los cuatro puntos cardinales, se benefició el románico peninsular; de los campos de brujas de Cernégula; de los oscuros mensajes inmortalizados en el matraz de piedra de sus ancestrales templos. Magna Mater de Campeadores y Endrequinas; de Sanchos y de Lambras; de los primeros Condes de Castilla y de los legendarios infantes de Lara...
La Sierra de la Demanda, lugar misterioso como pocos, donde se desarrolla la dramática epopeya de los infantes, la venganza de doña Lambra y la ulterior venganza, también, del hermano de origen árabe, Mudarra. Quien tenga ocasión de pasar por Barbadillo del Mercado -lugar mencionado por doña Lambra en el Romancero- verá que estos personajes están muy presentes en la historia de este pueblo. Un pueblo que los recuerda, rememorándolos en sus principales monumentos, así como también a la figura de Fernán González, el batallador primer Conde de Castilla.

A las afueras del pueblo, siguiendo un camino paralelo al antiguo puente medieval, y enclavada en pleno campo, una ermita de orígenes visigodos, la de San Juan, permanece inmutable enmarcada en un óleo especial, donde el otoño mezcla sabiamente multitud de tonalidades propias, parecidas a las que inventa cada año y en las que se supera estación trás estación. En sus sillares, algunos graffitis crucíferos inducen a suponer que es un lugar conocido y visitado por peregrinos; y tal vez alguno de éstos repose bajo una sencilla y misteriosa cruz de madera, sin nombre ni epitafio, situada en las inmediaciones. Aunque con atención, el buen observador descubrirá también una curiosa cruz paté pintada en rojo, medio borrada por el tiempo, que quizás no suponga nada extraordinario, o tal vez indique la presencia por el lugar de unos fantasmas que la portaban con orgullo sobre el hombro izquierdo de sus blancas clámides de soldados de Cristo.



Porque este es otro de los misterios inherentes a la Sierra de la Demanda: la presencia del Temple y las referencias a todo un símbolo a ellos asociado, que marcó lo más florido de las leyendas de caballería de la época: el Santo Grial. Éste se halla también presente junto al monumento a doña Lambra, en las cercanías de algunas representaciones modernas de los conocidos polisqueles de origen celta, que tanto abundan en nuestra piel de toro, y estaría representado bajo la forma de un recipiente del que beben dos aves, simbolos de sabiduría, pero también representaciones del alma humana. Continuar un recorrido por los pueblos de alrededor, implica, a su vez, expandir el alma y observar cómo los diferentes símbolos van apareciendo como por arte de birlibirloque, mientras las hojas amarillentas revolotean por la plaza mayor del pueblo, movidas por un invisible aliento elemental. Podría ser el caso, sin ir más lejos, de Cascajares de la Sierra, en cuya parroquial, la cabeza infame del Diablo -quizás aquél con el que se reunían las brujas en los cerros desiertos de Cernégula, no muy lejos de Poza de la Sal, pueblo de donde era originario Félix Rodríguez de la Fuente- observa, más allá de la curiosidad del turista, los cerros grises que se extienden a lo largo de kilometros de sierra, como el cuerpo dormido de un gigante antediluviano.


La mole imponente de la parroquial de Jaramillo Quemado, recortándose sobre un cielo mortecino sobre el que de vez en cuando se cuelan los rayos tibios de un sol perezoso, amarilleando aún más, si cabe, las hojas a punto de suicidarse en caida libre, una vez despojadas del soporte vital de las ramas de los álamos del pequeño bosquecillo que circunda a un pueblecito tradicional; un pueblecito de los de siempre, con sus casonas de piedra y sus tejados de sanguina arcilla, por cuyas chimeneas escapan unos humores nostálgicos -como los cuentos de la abuela al calor del hogar- similares a fantasmas.


El rostro cadavérico, cuando no bafomético, que parece pasar revista a todo aquél que se atreve a trascender el pórtico de entrada a la iglesia de San Martín de Tours, en el vecino pueblo de Vizcaínos o, algunos kilómetros más allá, en Barbadillo del Pez, la magia druídica del muérdago aposentada, como nidos de ave fénix, sobre las ramas de diversos árboles, esperando ser recolectados por una hoz de oro. A su vera, y por debajo del pequeño puente medieval, un arroyo mortecino atrapa imágenes coloreadas con pastiches amarronados y sirve, a la vez, de medio de escape para las hojas que buscan un Nuevo Mundo, constituyendose a sí mismas, en frágiles naves del olvido.


Itinerarios, en fin, repletos de magia y de misterio, aderezados por la ctónica presencia de un otoño, en cuyos estertores uno no puede por menos que pensar que principio y fin, el alfa y el omega de los crismones cristianos, no son, si no, un claro mensaje incitando a la Renovación.






(1) Manuel Alvar: 'El Romancero, introducción y selección', Editorial Magisterio Español, S.A., 1968, página 59.