martes, 18 de diciembre de 2012

Feliz Navidad, Feliz Año Nuevo y Feliz Camino



'Cada nuevo ciclo en la vida significa una muerte interior, una pérdida que, en muchas ocasiones, resulta sumamente dolorosa. Pero después de toda muerte se resucita a una nueva vida y no nos está permitido dejar de "caminar"' (1)

Estamos prácticamente en vísperas de Navidad. Muchos caminos están cubiertos de nieve. En algunos de ellos, las huellas que va dejando el peregrino, mueren detrás de él. Como está a punto de morir este año. Y lo hace, para que otro nuevo comience a florecer, comience a vivir. Ahí está, a la vuelta de la esquina, a punto de ser parido a través de esa vagina solsticial, esa jauna infernii con la que Jano, el dios ambivalente, el de las dos caras, nos viene sorprendiendo a lo largo de los siglos. Aún no tiene rostro; ni tampoco una personalidad definida. Pero por alguna extraña razón, todos lo llevamos en el corazón. Y por alguna extraña razón, también, todos pensamos que será rubicundo, que tendrá las mejillas sonrosadas, los ojos claros, como la Verdad, que pesará cerca de cuatro kilos y que vendrá con el pan debajo del brazo. Quizás empiece mal, y nos amargue con su llanto algunas noches; puede, incluso, que nos exija paciencia y que su hambre, a destiempo, nos parezca incluso desorbitada. A lo mejor nace manso, como los leones de las Cortes, aquellos que se dejan acariciar y fotografiar con los ciudadanos cuando las cosas van bien. O quizás nazca con la indiferencia del que ve la vida pasar desde la seguridad de su cuna de oro. Pero, sea como sea, y a falta de padres conocidos, todos tenemos la obligación de apadrinarlo, de velar por su educación, y de no reparar en esfuerzos para que crezca sano, para que crezca fuerte, para que crezca justo. Apadrinemosle, y como verdaderos peregrinos, introduzcamos en su vida los mismos conceptos que hacen del Camino una fuente inagotable de Amistad y de Solidaridad. Apadrinemosle, y hagamos que crezca en Paz. Más no se le podría pedir.

Feliz Navidad, Feliz Año Nuevo y más aún, muy Feliz Camino.


(1) Grian: 'El Peregrino Loco', Ediciones Obelisco, S.A., 1ª edición, febrero de 2006, página 67.

lunes, 17 de diciembre de 2012

El gigante del Museo Nacional de Antropología de Madrid



Se le conoce como el Gigante Extremeño, pero su verdadero nombre era Agustín Luengo Capilla. Su esqueleto no apareció, rodeado de ajuares funerarios, en ninguno de esos enigmáticos templos megalíticos, cuya autoría el investigador francés Louis Charpentier (1) atribuía a una raza de gigantes que habitó el planeta en tiempos anteriores al Neolítico. En realidad, su cuerpo tampoco se encontró por casualidad en esos inhumanos almacenes de tristezas y olvidos que son los osarios, ni fue inhumado, en olor de multitudes y botafumeiro,  de ninguno de esos potenciales cementerios medievales que, en el fondo, son la mayoría de iglesias románicas. De haber seguido con vida, hoy tendría, aproximadamente, la edad de 186 años y hubiera sido un candidato perfecto para ampliar la lista matusalénica que hace de la Biblia el Libro Guinnes de los récords de longevidad conocidos. Sus orígenes, como el mío, como posiblemente el de Vd. o como el de aquél otro que, aunque poco menos que desnudo recorre con paciencia esos infinitos caminos que la vida le depara, son humildes. Tan humildes o más, diríase, que para llevarse un mendrugo de pan a la boca -pensemos en lo cerca que estamos muchos, de que nos suceda lo mismo- donó voluntariamente su cuerpo a la Ciencia. Su vida fue breve: se fue con 28 años poco menos que recién cumplidos, y todavía cabe preguntarse si tuvo tiempo de estrenar el par de botas que le regaló el rey Alfonso XII. Aún se le recuerda en su pueblo, Puebla de Alcocer, provincia de Badajoz, donde entre otras reliquias, todavía se conserva al menos una de dichas botas.
Desapercibido para la mayoría de visitantes y peregrinos que pasan por Madrid, tal vez la inclusión de su impactante esqueleto entre la cantidad de recuerdos antropológicos, de curiosidades diversas y diferente procedencia, no sea, en el fondo, casual. No en vano, este Museo, para mayor información, formaría parte de un imaginario aunque mágico triángulo, cuyos otros dos vértices estarían formados por el Parque de el Bueno Retiro y la Basílica que cobija a una de las dos Vírgenes Negras que se conservan en Madrid: la Virgen de Atocha. 


(1) Louis Charpentier: 'Los gigantes y el misterio de los orígenes', Editorial Plaza & Janés.

Publicado en Steemit, el día 4 de Febrero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/gigantes-en-madrid

viernes, 7 de diciembre de 2012

El Ángel Caído



¡Cómo has caído del cielo, lucero brillante, estrella matutina, derribado por tierra, vencedor de naciones!. Tú que decías en tu corazón: "Subiré a los cielos, por encima de los astros de Dios elevaré mi trono, me sentaré en el Monte de la Asamblea, en el límite extremo del norte. Subiré sobre las alturas de las nubes, me igualaré al Altísimo". ¡Pero al seol has sido derribado en el extremo más hondo del pozo!..., el peregrino cerró las Sagradas Escrituras, sin olvidar situar la cinta sobre el pasaje de Isaías, que revelaba -críptico, como el Apocalipsis de San Juan-, uno de los episodios más apasionantes, y a la vez más oscuros de la Creación: la rebelión de Lucifer. Siempre había sentido curiosidad por ésta excelsa figura venida menos, y en ocasiones se preguntaba si Lucifer, después de todo, no fue algo así como el primer peregrino a quien el orgullo -¿o sería mejor decir un exceso de confianza?- había precipitado de cabeza en esa oscura casilla del Tablero Cósmico, en cuyo pozo habría de permanecer por los siglos de los siglos hasta que otro peregrino de características similares cayera también, ocupando su lugar. Pero, ¿quién como él -se preguntó- sería lo suficientemente brillante y a la vez lo suficientemente loco, como para intercambiar su lugar?. ¿Quizás aquél que siempre es representado alanceándole, pisoteándole, empujándole al abismo?. No, imposible: éste se encontraba probablemente muy a gusto en olor a beatitudes. Qué pensamientos más extraños -se dijo el peregrino, a continuación- recordando su última visita a uno de los escasos lugares en el mundo, donde una estatua recuerda a Lucifer intentando elevarse otra vez hacia los cielos, pero siendo atraído irremisiblemente a la tierra por el abrazo de otro ser, quizás tan sabio como él, pero terriblemente castigado también: la Serpiente.
¿Cómo pueden un Portador de la Luz y un ser destacado por su Conocimiento caer tan bajo?, se preguntó el peregrino, no obstante pensando a continuación: ¿y cómo podría existir la Luz sin la Tiniebla?. Con castigo, y aún teniendo que ganarse el pan con el sudor de su frente desde los tiempos del famoso mordisco de Eva, -la mente del peregrino, una vez liberados sus oscuros engranajes, continuó liberando toxinas de imposible filosofía- el hombre recién comenzaba a olisquear en el tufillo impenetrable de la Creación, arañando, quizás, parte de la piel de aquél defenestrado Lucifer, cambiándole el nombre por uno más tecnócrata y actual, como bosson de Higgs. ¿Y las teorías acerca del Caos?. Entre unos y otras, ¿lograrían alguna vez encerrar a Dios en una probeta?. ¡Qué insensatez!.


Hay puntos muertos, sobre todo cuando una pregunta lleva a otra, y a otra, y aún a otra más, como una interminable cadena de ADN, que se pierde en el infinito. La mente del peregrino, vulgar a fin de cuentas, pero hábil a la hora de utilizar el recurso de la evasión, se lanzó en caída libre hacia hemisferios más humanos, antes de quedarse sin oxígeno y vomitar en el orinal de la angustia. Lejos de Dios, de la Ciencia y sus Misterios, interminables e infinitos como un Ouroboros o serpiente que se muerde la cola -por algo en la Edad Media, el círculo representaba a Dios- pensó en el romanticismo implícito en el mito y se imaginó al escultor, Ricardo Bellver, como a otro Abraham Stoker, llevando una doble vida, piadosa por el día pero remando en el lóbrego mar de las iniciaciones secretas por la noche, para recrear la figura melancólica de su monstruo. Quizás por eso había tantos mensajes ocultos, no sólo en la estatua misma -imán que atraía por sí solo los objetivos de las cámaras de travellers y turistas- sino en el punto donde ésta se levantaba. Un punto, una extensiòn hacia el infinito, exactamente situado en el kilómetro 666 de la autopista del Infierno. O lo que es lo mismo, ¿fue casual que Bellver ideara la estatua para colocarla, con toda exactitud en este punto situado a 666 metros exactos sobre el nivel del mar?. Ahora bien, esto conlleva una cuestión inquietante, continuó divagando la mente del peregrino, siempre y cuando en el siglo XIX, las mediciones no eran tan precisas, sino que, generalmente, solían mantener un margen de error de entre 50 y 60 metros. ¿Cómo lo supo Bellver?. E independientemente de este escabroso dato, el peregrino, no obstante sabiendo que una de las fuentes de inspiración del escultor fue Milton y su Paraíso perdido, las características de los elementos de la estatua y la fuente que la soporta, no dejan de ser reveladores y apuntan, en cuanto a números, aquéllos otros contenidos en el pasaje dedicado a Las dos bestias, del Apocalipsis de San Juan.
Después de un rato perdido en oscuros pensamientos, el peregrino se levantó del banco, guardó el libro sacro en un bolsillo de su anorak, recogió el bordón y la esclavina y se alejó caminando. Habiendo salvado la tenebrosa casilla del pozo, continuó caminando. En el respaldo del banco, dejó grabado un aviso para los futuros peregrinos que llegaran al lugar:
Y su número es 666...



martes, 4 de diciembre de 2012

Peregrinando por el Parque del Retiro de Madrid


Supongo que en mi precipitación, debí suponer que la historia, en honor a la verdad -al menos, a la verdad cronológica, que generalmente suele ser menos falsa que la verdad histórica- no empezaba en el lugar donde un envejecido Hombre de Hojalata evocaba con su música el mundo de ensueño que todos suponen situado en algún lugar del arcoiris. Tampoco el peregrino se vio abducido por un inesperado tornado surgido de la nada -lugar del que suelen venir todas las sorpresas-, como Dorothy, la niña del cuento -siempre me he preguntado, por qué las mejores aventuras están siempre protagonizadas por una niña, llámese ésta Dorothy, Alicia o Mafalda- sino que se levantó temprano esa mañana de domingo, después de haber soñado con una afortunada tirada, en la que los dados -generalmente caprichosos en cuanto a suertes, como si la mano que actúa detrás de ellos pensara que todos los hombres somos toreros- habían sumado un bingo, llevándole directo a una Casilla Oca. Lejos de tirar por tirar, sino porque le toca, es cierto que el peregrino pensó que tal vez esa diáfana claridad que atravesaba con fantasmales efluvios el cristal de la ventana, pudiera deberse a un sol que últimamente parecía amedrentado por unas nubes que, a semejanza de grandes odres, amenazaban con terminar definitivamente con la agonía de unos campos que aún sufrían las taquicardias asfixiantes del verano.
El sol, evidentemente, era engañoso. Lo supo apenas puso los pies en la calle y la primera bofetada de un aire gélido como el aliento de la Parca, tensó los músculos de su cara de la misma manera a como un maestro lo hubiera hecho con las cuerdas de su guitarra española. Decidirse a jugar el Juego de la Oca, conlleva buscar, necesariamente, los lugares mágicos de cualquier ciudad. En una cosmopolita e isidriana Magerit, hay muchos lugares mágicos, después de todo. Pero quizás, ninguno sobresalga tanto ni sea tan especial, como el Parque del Retiro. No hay elección, pensaba el peregrino, mientras el traqueteo del metro lo acercaba inexorablemente a su destino, realizando el tránsito de estación en estación. Sabía que, una vez comenzado el juego, los jugadores desarrollan la partida en función de sus habilidades, pero también sujetos a sus costumbres.
El peregrino solía visitar el Parque del Retiro en contadas ocasiones, es cierto, pero siempre que lo hacía, por alguna extraña razón que ni él mismo conseguía explicarse, penetraba en el recinto mágico por aquélla entrada a los infiernos bautizada, curiosamente, como la Puerta del Ángel Caído. Tal decisión conllevaba un riesgo, naturalmente, y el peregrino no sólo lo aceptaba, sino que también lo asumía a pecho descubierto. Y lo hacía, porque el propio juego, y en su defecto las normas universales de aprendizaje, así lo exigían. No hay triunfo sin riesgo, solía decirse a sí mismo, no tanto para darse ánimos como para cultivar su objetiva visión de las cosas. Una visión que, en resumidas cuentas, y equivocada o no, formaba parte, no obstante, de su Verdad personal.
Resultaba una visión sublime, pero triste a la vez. El otoño, como el gran transformista tragicómico que es, estaba interpretando su papel con escrupulosa atención al guión impuesto por una gran directora de la que nadie se acordaba nunca en la entrega de los Oscars: Madre Natura. Los tonos bermellones, contrastaban notablemente con el verde peremne de otros árboles tocados por la fortuna de la lotería de la vida. Recordó -¿cómo no hacerlo, si aún de pequeño se le saltaban las lágrimas al leerlo?- el cuento del pajarillo con el ala rota al que rechazaban todos estos árboles que ahora, y en la mente comparativa del peregrino, le recordaban el proceso de crecimiento de uno de los insectos más interesantes y bellos del mundo: el lepidóctero. Sólo que al revés. La mariposa, adulta y hermosa en toda su plenitud, vuelve a su estado de larva y fenece en la crisálida a la espera de una nueva transformación en la única rueda que nunca detiene su camino: la rueda de la evolución. ¿Puede un jugador estancarse definitivamente?, pensó a continuación, a escasos metros de la estatua que el escultor Ricardo Bellver dedicó a aquél que, en opinión del peregrino, fue el primer peregrino universal: Lucifer. ¿Cómo puede alguien, cuyo nombre es Portador de la Luz, haber caído en la casilla de la cárcel -o en la costilla de Adán- y permanecer en ella por los siglos de los siglos, independientemente de la palabra Amén?. El orgullo, murmuró el peregrino para sus adentros, mientras contemplaba el gesto de rabia del Ángel -¿o era, quizás, de dolor, de impotencia, de arrepentimiento?- enmarcado en el esplendoroso fondo dorado que formaban las hojas de los árboles situados detrás de la estatua. Resultaba una estampa, en absoluto exenta de elegancia, que hizo que el peregrino recordara que hasta incluso para la arrogancia, el Karma Divino, incomprensible pero sumamente sabio cuando no eficaz, movía ficha para que todo, o todos, tuvieran, al menos una vez, su particular minuto de gloria. Pero de haber continuado subyugado por el magnetismo de la escena, el peregrino tal vez hubiera compartido ese minuto de gloria con el viejo y solitario Lucifer, pero al hacerlo, también se hubiera dejado seducir y habría perdido irremisiblemente el rumbo de su propia partida.


En el centro del Laberinto -o de la Espiral, que en el fondo, no deja de ser también otra forma de laberinto-, como en el mágico tablero del Juego de la Oca, hay también un jardín y un estanque. Para continuar jugando, el peregrino era consciente de que tenía que llegar hasta él, y encontrar a esa oca de la fortuna, que le permitiría seguir avanzando, porque a pesar de todo, y también de los años que llevaba caminando, ésta, no obstante, no era sino otra etapa más de un Camino en el que siempre tenía la extraña sensación de realizarlo en círculos, como la misma Tierra alrededor del Sol.
Ahora bien, dado que había numerosos senderos para llegar hasta ese Centro de Poder -qué poco le gustaba esta palabra al peregrino, sobre todo cuando se aplicaba al Mundo del Espíritu- y todos ellos con características parecidas aunque nunca iguales, el peregrino supo -como aquél que provisto de esclavina y bordón, planifica la ruta a seguir para acceder a la búsqueda de sí mismo de la mejor manera posible, aunque sus pasos le lleven hasta el Campus Stellae o incluso más allá, al Finis Terrae- que tenía que elegir. Su elección, probablemente, formaba parte de la historia personal del Hombre de Hojalata, independientemente de que su alma, lordbyroniana y romántica, se hubiera decidido de inmediato por seguir ese sendero que, posiblemente más corto y casi por completo tapizado de hojas caídas, le hizo sentir el ataque feroz de la nostalgia frente al recuerdo de que, por mucho que nos duela reconocerlo, nada es eterno y todos, en cierta medida, nos hacemos eco de las palabras de Mircea Eliade, buscando el eterno retorno. La eternidad es como un parpadeo en el ojo de Dios, recordó haber leído el peregrino, quizás en uno de los textos sagrados del hinduísmo, como el Baghavad Gita, aunque en realidad, tampoco estaba seguro de ello.
Sintió, no obstante, que su historia para alcanzar la casilla oca que le estaba aguardando, estaba conectada a la sonrisa -quizá feliz, quizá burlona- de unos ojos que le miraban desde la eternidad del mármol; a dos seres imposibles, pero generosos, que sujetaban, encerrados en la vileza de un escudo, los dos símbolos primigenios de Madrid: el madroño y la Osa que todavía lloraba contrita la muerte súbita del anuncio de Tío Pepe que había acampado toda la vida por encima de la Puerta del Sol. Y por supuesto, a la oca, que nadaba feliz en unas aguas que, pensó el peregrino, por un momento parecían haberse teñido con el color del cielo.
En el monumento de homenaje a la ilustre figura de Jacinto Benavente, las Artes Escénicas, reconvertidas en una delicada fémina de bronce, elevaban hacia el infinito una careta. ¿Puede haber un símbolo que mejor represente a la raza humana?, se preguntó el peregrino, colocándose la suya al abandonar el Lugar Mágico.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Tócala otra vez, Sam...


'Lo dicho: metes cuatro cosas en una maleta, cortas la luz y el agua por si acaso, cierras bien la puerta detrás de ti, tiras la llave a una acequia, te calas la boina, te atas los machos y ¡hale!, al camino. A partir de ese momento, el mundo es tuyo...' (1)

Es muy posible, que fuera una visión parecida a aquéllas otras que inspiraran a Frank Capra obras maestras, como Juan Nadie o Qué bello es vivir, cuya moraleja, en el fondo y en mi opinión, no es otra que aquélla que concede a los pobres de la tierra el derecho de soñar. Me topé con él, sí, al final de un largo paseo en el que Míster Autumn -por favor, no confundir con el Míster Scrooge de Dickens, aunque ambos, en mayor o menor medida, pequen de avaros-, vestido con el abrigo de cachemira, la bufanda blanca alrededor del cuello y sombrero de copa como un auténtico y seductor gentlemen, despertaba miradas de admiración, aunque las modas hubieran poco menos que exterminado a las criadas y matronas que antaño y por tradición, se prestaban gustosamente al cortejo.
Los querubines de la fuente, al contrario que yo, y aún desnudos, no tiritaban de frío. Sonreían, posiblemente observando maliciosos los símbolos ancestrales de este Magerit en el que todo el mundo que viene se apea en Atocha -como diría, castizamente, Joaquín Sabina- que portaban con cierto clásico orgullo, digno de otros hemisferios greco-latinos, una indulgente pareja de tritones: el madroño y la osa. Una osa apenada, diría yo, por la muerte súbita del Tío Pepe, por encima de cuyo distinguido y tipycal spanish reclamo -cuerpo de botella, sombrero de ala ancha y guitarra en bandolera-, situado en ese centro magnético que es la Puerta del Sol, solía remolonear coqueta en las noches de luna llena, tirando incansablemente de su carro.
Estaba sentado en una de las cuatro esquinas masónicas del estanque, con un saxofón a flor de labios. Le reconocí al instante, por la melodía que interpretaba. No había duda, era el Hombre de Hojalata. Había envejecido, y quizás por ese motivo de dignidad perdida en los ríos de la existencia, se había visto obligado a exiliarse del Mundo de Oz, sintiéndose un estorbo. Puede, también, que mi apreciación fuera falsa y que hubiera abandonado voluntariamente aquél lugar sobre el arcoiris, para terminar aquí las etapas de su largo peregrinaje, pensando -¿por qué no?- haber hallado la misteriosa casilla 64 del Juego de la Oca, que en el fondo, no es otra cosa que el Juego inapelable de la Vida.
Tentado estuve de hacerlo, pero en ningún momento le dije Tócala otra vez, Sam. Sólo sé que, cuando me alejé, lo hice canturreando Somewhere over the raimbow. Extraños caminos los del peregrino.

(1) Fernando Sánchez Dragó: 'El camino del corazón', Editorial Planeta, S.A., 10ª edición, mayo de 1991, página 32.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Ruteando por San Pedro de Arlanza


Una hora después de comer, apenas alejada la tormenta como aquéllas oscuras golondrinas de Bécquer, que nunca volvieron a Sevilla, el ambiente continúa liberando humores a pólvora mojada. Covarrubias queda atrás, junto con sus bien puestos mondongos patrimoniales, sus ilusorias brujas -que son de la buena o de la mala suerte, como en cualquier otro lugar del becerro de oro que es España-  y sus nobles fantasmas del ayer. Semejante a un sueño, el camino nos precipita, una insignificancia de kilómetros más adelante, en una testa táurica y carcomida por los agujeros de gusano del tiempo, cuyos cuernos, semejantes a una media luna, los añade una carretera general que parece secuestrar al viajero -cual homérica sirena- hacia el hechizo mortal de los cantos gregorianos de Silos: Te Deum Laudamus.
Intentar describir San Pedro de Arlanza, resulta algo más que un tópico. A fin de cuentas, ¿cómo describir lo indescriptible?. La visión, lejos de parecerse a ese espejo histórico y cultural que fue en tiempos este venerable cenobio, causa llagas dolorosas en la imaginación, hasta el punto de que ésta, febril como en un sueño producido por una mala digestión de absenta, queda atrapada en las márgenes pestilentes de una estigia laguna, llamada comparación. Odiosa, pues, como dice la voz popular que son las comparaciones, el viajero recoge el alma que se le ha caído a los pies, y pegándola con esparadrapo barato a ese valor, que según su Cartilla Militar, se le supone, avanza a trompicones por una imaginaria tierra de nadie -ese típico y británico no man's land-, que delimita, juez y parte, lo que fue, de lo que es.
Sin pretenderlo, asiste a un casual espectáculo, en el que una familia -mesas extendidas, tarteras repletas de tortilla, filetes empanados y desodorante de domingo- reproduce, a escasos metros de los mochos absidiales, un remedo de la Última Cena: Magdalena reparte cubiertos, distribuye los platos y corta el pan; Judas señala con el dedo a Pedro y Pedro es reprendido para que deje ya de joder con la pelota y se siente en la mesa con los demás. El secreto de la Creación, se advierte en las espirales de un caparazón de caracol que algún dios, o alguna diosa, quizás, extiende sobre el plano ilimitado que es su mano. Einstein se apellida Relatividad y las ruinas del monasterio, como el inquieto abad Virila, llevan dormidas casi doscientos años, sin duda embelesadas por el canto sobrenatural de un invisible ruiseñor.
Surrealista, como en una película de Luis Buñuel, el viajero franquea un umbral donde las sombras juegan al ratón y al gato con una luz que, tímida cual adolescente, pretende ocultar el acné escondiéndose por los rincones. No obstante, antes ha tenido que vencer el paso honroso impuesto por un anónimo caballero que, lanza en ristre, cual símil pétreo de don Suero de Quiñones plantado en el puente que franquea las turbulentas aguas del río Órbigo, campea por encima de la desangelada portada renacentista.


Sobrecogido por el tétrico armazón de arcos y galerías apuntalados por imaginarios maderos de ruina y abandono, el viajero se pregunta, angustiado, qué ha sido, o mejor dicho, qué ha pasado con la cuna de Castilla, pues tal fue el apelativo de este lugar desde su fundación en el año 912. ¿Quién, continúa preguntándose, ha sido la pérfida mano que ha mecido, con tan desgraciadas intenciones esta cuna, para convertir su plácido sueño en la más horrenda de las pesadillas?. No obtiene respuesta. Siente que el eco de su propios pasos, es como ese polvo de Bob Dylan, que se lleva el viento junto con todas las respuestas. Silencio. El silencio, anónimo como las marcas de cantero que se desparraman cual puñaladas por los muros desnudos, es un ser que tiene vida propia; una vida que finge y que también se oculta, como las intenciones humanas, debajo de una vulgar careta. Porque eso después de todo, la vulgaridad y no otra cosa, es lo que queda del primigenio ora et labora del lugar, una vez firmado el finiquito después de mil años de servicios a la Historia de España.
- No busques, viajero -le dice una voz interior- los incomparables frescos que un día fueron el alma viva que aunaba belleza y creatividad, sed nomine tua da gloriam. Hoy descansan en Cataluña y Nueva York.
- No busques el perdón, peregrino, ni preguntes por la magia de su portada románica -parece contestar el viento-, pues hoy coge polvo en el Museo Arqueológico de Madrid.
- Ya que vienes de Covarrubias y has visto el sepulcro de Fernán González, ve ahora allá, a la catedral de Burgos y pregunta por el sepulcro románico de Mudarra...Ve, ve, ve...
Después de un último vistazo a las lápidas del piso de la iglesia, cuyos abades parecen decirle adiós con el báculo, el viajero marcha. En su mente y en su corazón, alienta el fugitivo pensamiento de que ha vivido una verdad a medias: ha estado en San Pedro de Arlanza, sí, pero, ¿ha visto, ha conocido, ha sentido San Pedro de Arlanza?.
Después de todo alguien, probablemente sabio y por defecto ambiguo, dijo una vez que lo políticamente incorrecto, el tiempo termina convirtiéndolo en apócrifo. Camino de Silos el sol, cubierto buena parte del día por las nubes, parece exhalar un último suspiro, y durante unos minutos -posiblemente eternos en la mente de un artista- compensa al viajero con una breve explosión de gloria.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

Covarrubias


Qué placer, aquél de perderse por esas viejas, eternas ciudades castellanas con sabor agridulce a pasado y tradición, aún cuando en el ambiente se presienta ese singular olor a pólvora mojada que precede siempre al fragor repentino de la tormenta. Agosto, irascible e imprevisible, como ese viejo general, Fernán González, al que la Historia, no obstante su patética arbitrariedad, ha querido que sea más conocido como el de los Buenos Fueros, a veces reniega de sí mismo y acude a las nubes con la lengua fuera, similar a un perrillo faldero que solicita humillado una ducha urgente y un trago de agua que contengan su ira y aplaquen su sed. La lluvia cae, con fuerza, y durante el paso de la negra nube, el mundo parece reclamar con alivio una nueva historia de Noé. Y aún así, después del Diluvio y el vuelo de cuervos y palomas, el agua deja pendientes de plata deslizándose por los desgastados adoquines, mientras una capa de fresco barniz se abate sobre las casones típicas del viejo burgo, resaltando el color de los brunidos esqueletos de madera, maquillando la cadavérica palidez del adobe y de la cal.
Frente a la perdida mirada de Golem a falta de la sílaba mágica que le insufle vida, la estatua de la reina Cristina de Noruega custodia, con broncínea determinación, la venerable Colegiata de Santa María, sabedora que en su claustro, un sepulcro de piedra -cual Caja de Pandora- aprisiona unos huesos mondos, hace siglos roídos por el nedrófilo e inmisericorde Saturno, pero cuyo calcio aún libera humores fosforescentes, que semejan almas en pena en contacto con el abrazo cálido de la noche.
Hay un óculo, cuyo párpado recuerda una estrella de Salomón perfeccionada, que orienta la expectación del visitante a entrar con cautela en el interior de tan gallardo cíclope gótico, para admirar unos tesoros que acumulan, yacentes y enmudecidos, siglos de historia estelar. Suntuosa y aburguesada, rica en símbolos y detalles, en la intimidad de la Colegiata los claroscuros parecen agujeros de gusano que roen la morera de los enigmas y ocultan, en fina seda, las zonas pudendas de una Historia, cuyo nombre y apellidos están aún por descubrir; hay formas polisquélicas, y también unas atribuladas vírgenes de Mamblas y Redonda y el bosque de columnas elevándose hacia el infinito, remedo arquitectónico de los ancestrales bosques sagrados, donde hasta la sabiduría del propio San Bernardo encontró recursos para desarrollar su doctorado espiritual.
Misteriosa también en su soledad, la torre del viejo conde castellano -que igualmente lleva su nombre- parece orientar sus grisáceos muros en dirección a Silos, e incluso más allá, hacia el desfiladero de la Yecla, como si esperara una invasión agarena capaz de trocar la amnesia inmemorial de los desesperados fantasmas que un dia fueron su guarnición, al nuevo son de los clarines que preludian el fragor de la batalla. Castilla, Castilla, infatigable batalladora...
Hace tiempo que ha comenzado la misa en la vecina iglesia de Santo Tomás. Durante el intervalo, los focos artificiales rivalizan con las sombras que se han apoderado de la parte del coro. Hay una cúpula a modo de cielo, en cuyas formas onduladas es difícil resistirse a la tentación de conformarse con estrellas a falta de laberintos. Y un hermoso retablo donde Juan, que no Cristo, porta el símbolo del Cordero y del Grial que sostiene Magdalena, la S del Crismón cobra vida, y se convierte en Serpiente. Claves para el peregrino del milenio. Como aquélla que, allá atrás, donde la oscuridad recuerda el alambique alquímico de la tierra, dos sarcófagos reproducen, desde el abismo del anonimato, una hermosa cruz monxoi y otra sin desgajar que, como Árbol de la Vida, o del Destino, probablemente nació del cráneo de Adán.
Hay un pájaro de buen augurio, un genuino malvís, que pregunta por las brujas de la suerte de Covarrubias. Es difícil decir si su pregunta se hizo en el lugar adecuado, pero por la respuesta que recibió, resulta inútil preguntar por las brujas de la suerte de Covarrubias: en Covarrubias hay brujas como en cualquier otro lugar. Quizás por eso no arriesgué con los décimos de Navidad. 
Después de la placentera comida, un último adiós a la Virgen de la Cereza, prisionera en su cubículo enrejado, como centinela que vigila el puente para exigir el portazgo al turista que viene y va; guía que recibe y también despide en Covarrubias.

 

domingo, 7 de octubre de 2012

Una ruta mágica en el corazón de Asturias: el Desfiladero de las Xanas



La xana

Pues antaño afirmaba un cantarcillo:

- Cao la fonte llavando
po la mañana,
non yes la mio Pepina,
yes una xana...!

Es decir, yes un asombro, un milagro, un acabóse...Yes una maravilla de hermosura...Porque la xana es así, tan bonita y tan graciosa como un rayo de luz de amanecer. Todos los que saben de ella hablan de su belleza excepcional y dicen lo que dicen de las hadas los cuentos de los rapaces:
- Pues esta era una xana, linda, linda... (1)

Hay mitos que son tan antiguos como el mundo. Mitos tan arraigados entre los pueblos que, a fuerza de costumbre, se convierten en algo cotidiano. Tal vez por eso, por ese familiar costumbrismo, no hemos de sorprendernos si en una conversación, casual o premeditada, el aldeano astur habla de las xanas con la misma familiaridad e indiferencia, con que podría hacerlo de ese oscuro nubarrón que se observa hacia poniente y que no tardará en llegar al pueblo. Sabe, porque su contacto con la naturaleza es primordial y también su mejor escuela, que hay muchas probabilidades de que descargue agua; y aunque seguramente no lo diga, en su fuero interno maldecirá al nuberu que viaja dentro, y a su conocida y fastidiosa costumbre de hacer reventar la nube, en el sitio menos indicado y donde mayor daño puede hacer. Quizás ahora no tanto, pero hace algunos años, seguramente hubiera acudido corriendo a tocar la campana de la iglesia para ahuyentarlo; o, en su defecto, habría acudido al señor cura, para que éste exorcizara al nubarrón, valiéndose de su zapato, como marca la tradición. Porque dentro de la tradición mitológica asturiana, la xana, el nuberu y el cuélebre son, entre un sin fin de criaturas asociadas a la Naturaleza, los que con más fuerza y con más garantías de autenticidad, permanecen en la memoria colectiva del pueblo.
No hemos de extrañarnos, tampoco, si escritores y teósofos, como Mario Roso de Luna, describen sus encuentros con tales criaturas, ni tampoco merece la pena perder el tiempo, preguntándonos qué terrible verdad o qué infantil fantasía, se esconde detrás de tales aseveraciones. La palabra clave, quizás, ya se la diera, allá por los años setenta, un brujo-chamán, a todo un señor antropólogo, como Carlos Castaneda: la ensoñación.
Posiblemente sea esta facultad, la de ensoñar, la que realmente predisponga al alma humana a dejarse seducir por la ensoñación, cuando tiene la oportunidad de acceder, siquiera sea por un tiempo limitado, a un lugar donde la Naturaleza, eterna seductora, despliega todos sus inagotables recursos, con un poder hechizador, fuera de lo común. Asturias es, qué duda cabe, uno de tales lugares. Y dentro de su limitado universo geográfico, algunos lugares, por sus especiales características y virtudes, adquieren de inmediato ese carácter mágico y ancestral, que hace posible que el hombre, por más racional y objetivo que se crea, cambie de actitud y se deje llevar por esa corriente cultual que penetra en su alma a través de unos ojos que todavía no terminan de creerse todo cuanto están presenciando. Evidentemente, el Desfiladero de las Xanas, es uno de tales lugares. Por eso, su fama de mundo perdido, de mundo encantado, de hábitat de seres fabulosos, desde luego, no es en vano.


Creo que, dicho lo dicho, añadir más palabras para describir un lugar como éste, sería del todo inútil. Aquí, bien que se pudiera aplicar ese refrán popular que asevera que una imagen vale más que mil palabras. Y créanme, merece la pena hacer el recorrido y sentir, a medida que uno se adentra por el desfiladero, la mirada oculta de la xana, que espera escondida la llegada de la noche para cepillarse sus largos cabellos al lado de las pozas que forma el río en su recorrido; los ojos espectantes del cuélebre, oculto allá, en lo más profundo de la cueva que lleva su nombre, y la de todos los seres ancestrales que habitan un lugar que ya era mágico, mucho antes de Dios fuera Dios y el sol diera en estos riscos, y los Quirós fueran Quirós, y los Velasco, Velasco.
Todo lo que se pueda añadir, pues, no dejará de ser, en el fondo, pura y dura especulación.



(1) Constantino Cabal: 'Mitología asturiana: los Dioses de la Vida', Editorial Maxtor, 2008, página 71.

Entrada publicada en STEEMIT, el día 21 de Enero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/el-desfiladero-de-las-xanas

domingo, 30 de septiembre de 2012

Peregrino en Coaña


'Al rey, rico cabaleiro,
y al señor de la Altamira,
junto al Teso del Campeiro,
áureos bolos divertían...' (1)

La Arqueología, ciencia que debe mucho -pese a quien le pese- no sólo a los grandes Clásicos, sino también a los grandes Soñadores -a Schliemann pongo por ejemplo y como testigo, a él me remito- sitúan la Cultura Castreña, y por lo tanto, este Castelón de Villacondide -llámese Castro de Coaña, si así, y de manera popular se prefiere- en esa edad que, inmediatamente posterior a la del Bronce, se denomina, caóticamente, como del Hierro. Y digo caóticamente, porque ya lo dice el refrán: quien a hierro mata, a hierro muere. Y hierro, en efecto, encontraron sus habitantes, a los que poco, o más bien nada, les importaban el César, el Imperio Romano y el Urbi et Orbi que vendría después, posiblemente más artero, retrógrado y dañino que los anteriores. ¡Joder, si no lo digo, reviento!. A Ágora y Alejando Amenabar, me remito y que Dios me perdone, pues lejos de creer en ese Deus lo vult, y aún a riesgo de ser pasado a cuchillo, me consta que Él reconocerá a los suyos. Cierto que, herederos también del estigma de Abel y Caín, tenían de vez en cuando alguna escaramuza,desavenencia o rifirafe mamporrero con sus vecinos, pues desde el famoso hermanicidio, la Humanidad ha tenido siempre muy claro lo que cuesta mantener un plato de lentejas. Pero una vez éstas resueltas, los castrenses -por favor, no confundir con esa otra clase, typical spanish, chusquera, levantisca y dispuesta siempre a mantener el concepto indivisible de Dios y Patria a costa de la libertad y la opinión del pueblo- volvían a sus laberínticas ciudades -porque ese, en mi opinión, es el esquema generalizado de los castros, y quien lo dude, tome un plano y póngase con paciencia a dibujar las formas y situación de las cabañas y no tardará mucho en encontrarse con algunos de los símbolos universales del celtismo- y aqui lentejas y después gloria, que de eso, al fin y al cabo se trata.
Resulta penoso decirlo, pero creo que es una gran verdad, que la Gloria sólo se alcanza después de muerto. Entiéndase, desde cualquiera de las realidades, filosóficas o virtuales que mejor se avengan a los sentimientos y creencias de cada uno. Porque claro, en vida, quién le iba a decir, al celtilla de turno -posiblemente harto de ver el agua resbalar, creando lenguas bífidas de serpiente por las rotondas de sus chozas un día sí y otro también- que miles de años después de palmarla -algunos por un exceso de hierro, otros por un exceso de años y aún los menos, quizás por un ataque de gota, que para eso tienen a un paso la ría de Navia- el tourist -esa mayoritaria clase descafeinada que sustituiría sin compasión a los auténticos travellers de todos los tiempos- regresarían a sus lugares de residencia, portando -si no en su alma, al menos sí en sus maletas, donde guardan con mimo las tarjetas SD de sus modernas cámaras analógicas- la inolvidable sensación de haberse tropezado con otra Troya en las inmediaciones de un pueblín rodeado de monte y campillos de labor.


Y no obstante, cambiando el tercio -que Hispania, gústenos o no, siempre ha sido taurina y promiscua en celebraciones- tal vez pocos sean conscientes, cuando caminan obnubilados por las ruinas, hasta el punto de tropezar y hacer malabarismos, no por salvar a su cabeza de un peligroso coscorro que amenace con una peligrosa pérdida de serrín -por supuesto, empezando por el que suscribe, experiencia que me consta, y así pongo de manifiesto, me ocurrió en el lugar no una, sino varias veces en el transcurso de mi afortunada expedición en solitario-, sino por poner a buen recaudo su máquina -de la que es esclavo incondicional- de un accidente irreparable -que para encontrarse con el Demonio o con su mensajero, el Diañu, no hace falta peregrinar a las alturas del Monte Tabor- de que en realidad, están pisando Territorio Comanche. Un Territorio Comanche, afín a ese maravilloso mundo legendario de los Sueños, en el que cabe -que las malas lenguas, siempre terminan sacándolo todo a la luz- tener un increíble encuentro con los jinas, visitar su mundo subterráneo y regresar a la superficie siendo el afortunado agasajado con un estupendo juego de bolos de oro, o con una reproducción en miniatura, de oro también, por supuesto, del toro o la vaca sagradas que animaban les fiestes en el llugar. Y por si esto fuera poco, pregúntese el peregrino que continúa su camino hacia Boal y Grandas de Salime, y más allá, a la magia de la provincia de Lugo, por qué, este mito de los jinas se repite en lugares tan dispares como la India, Persia y mis Asturias.
Tácheseme de aprendiz de teósofo, o de rosista en ciernes, pero créase o no, enfilé el camino de regreso a Granda de Siero, llevando un pequeño tesoro en mi corazón. Para bien o para mal, en cuanto a este Castelón de Villacondide, que sea otro el que hable con mediasverdades de Historia.
Et in Arcadia Ego
Coaña, 6 de Septiembre de 2012



(1) Mario Roso de Luna: 'El Tesoro de los Lagos de Somiedo', Editorial Eyras, 1980, página 36.

Publicado en STEEMIT, el día 3 de Febrero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/cronicas-de-un-peregrino-atipico-el-castro-de-coana

martes, 25 de septiembre de 2012

Peregrino en Tazones


Es inevitable, pero hablar de Tazones implica, necesariamente, comentar, siquiera sea por aquello tan español de nobleza obliga, la anécdota histórica que une a este pinturesco pueblecito pesquero de la Ría de Villaviciosa, con la figura del emperador Carlos I de España y V de Alemania. Buenas o malas, las lenguas-que en España hay muchas, y bien sueltas, por cierto- afirman que una tormenta -desgraciadamente, nada dicen si fue provocada por bruxas, nuberos, ventolines o espumeros- alejó el navío en el que viajaba tan preeminente viajero, de su destino -probablemente uno de los principales puertos cántabros de la época, como Santoña, Laredo o Santillana del Mar, lugares, así mismo, de arribe de peregrinos, algunos de los cuales continuaban el Camino de la Costa o descendían por el puerto del Escudo hacia los misterios de las Merindades burgalesas, continuando viaje hacia la tumba del Apóstol, habiendo recogido el azufre tradicional de lugares como San Pantaleón de Losa, San Pedro de Tejada o Santa María de Siones- obligándole a recalar aquí, en la costa de Tazones y pernoctar cuatro noches en una recia casona de Villaviciosa, actualmente en reformas, situada a escasos metros de aquélla otra donde naciera uno de los ilustres, sapientes y recordados hijos de este entrañable Concejo de Maliayo: D. José Caveda y Nava.
Cuenta la anécdota, que motivados y evidentemente cansados de las sucesivas incursiones de rapiña y saqueo, o puede que quizás mal aconsejados por ese duende marujón de andar por casa, perverso por derecho de nacimiento, al que por estos lares hacen referencia como el diañu burlón -que por algo Asturias es un país de grandes y viejos Mitos- el emperador y sus acompañantes fueron confundidos con piratas, y a punto estuvieron de ser convenientemente escarmentados. ¡Y votu al diablu, lo terco que en ocasiones puede llegar a ser un asturianu cuando le resuenan los bemoles con un tema de invasión!. Díganselo a Don Pelayo y sus treinta asnos (1), y la que liaron en el Monte Auseba, convirtiéndose en los primeros ensalmadores que pusieron, así mismo, la primera cura contra la fiebre islámica, aplicando el infalible remedio de la estaca.

Ahora bien, el pueblo, colgado como un delicado farolillo chino sobre la pequeña bahía de aguas color esmeralda, mantiene esa distribución urbanística hermestina y trismegista, tan propia de los Antiguos Misterios, con su barrio de Arriba, dedicado a San Miguel -seguramente, hubo algún avispado arquitecto medieval que leyó a Vitrubio y copió sus consejas para honrar de manera decorosa y geométrica a los dioses, en base a sus características y méritos- y su barrio de Abajo, más terrestre, apiñado, íntimo en sus rincones, oficiante de sudor, cal y teja, dedicado a un inquieto e inquietante santo caminero, como es San Roque. Si en el primero destaca, aunque eso sí, dándole la espalda a la mar bravía -que nunca se sabe lo que se va a quedar en aguas profundas y lo que puede recalar en la playa- la iglesia que, de cuna románica, cuyo rosetón sugiere rosas simbólicas con mimo en los laboratorios alquímicos cistercienses, en el segundo, qué duda cabe la Casa de las Conchas representa la magia informal de los caminos, a base de la acumulación del Símbolo por antonomasia, la vieira, rindiendo culto -con permiso de la Inventio, faltaría más- a la figura de un apóstol de armas tomar, tal Pelayo evangélico, como es Santiago el Mayor.
De la ancestral historia peregrina de Tazones, ofrecen digno testimonio las icnitas o huellas de dinosaurio repartidas por la costa que, aunque a merced de los valses naturales marcados por la subida y bajada de las mareas, recuerdan la más antigua de todas las peregrinaciones: la del hambre y la supervivencia.
En menor medida por motivos de supervivencia, aunque sí de hambre, y hambre verdaderamente golosa -sabiendo que lo que te vas a llevar a la boca es natural, fresco y rico, rico, que nada tiene que ver con el fiambre con sabor a serrín que te venden en los comercios de las grandes capitales- las mesas de los restaurantes, alineadas sobre ambos extremos de la avenida principal -y de hecho, la única, posiblemente despejada en los años sesenta, por si acaso Míster Marshall se perdía por Tazones, como se perdiera Carlos I- esperan, somnolientas y con la madera dorando al sol la brillantina de la sidra, la glotonería de unos turistas que ya comienzan a hacer las maletas, guardando los buenos recuerdos estivales en un rincón de éstas, junto al jabón de afeitar, el after shave y la pasta de dientes. Cerca de ellos, quizás por un curioso efecto de asociación, hay una tienda de artesanía que, de nombre La Ballena Azul, me recuerda a aquélla otra Ballena Alegre, situada en los bajos de un histórico y finado Café Lyon y la magia de unas tertulias o filandones que también el mar tragó. Recuerdos de un Madrid que ya no existe.
Como esa barquita solitaria, balanceándose suavemente al compás de las olas, mis recuerdos me dejan un agridulce sabor a pasado. Quiérase o no, siempre he sido un sentimental. Y créase o no, de Tazones siempre me he llevado un buen recuerdo, sin dejar -júrolo por la Santina- ningún recuerdo personal en el malecón.

(1) Eso creían los ejércitos de Munuza, ignorantes, qué duda cabe, del incendio que puede provocar la más leve de las chispas. Lo que demuestra, que la prepotencia puede terminar como Narciso: ahogada en su propia imagen.


Publicado en Steemit (talentclub), el día 18 de mayo de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/pueblos-pintorescos-de-espana-tazones

domingo, 23 de septiembre de 2012

Peregrino en Luarca



Dentro del Camino Norte que recorre la costa asturiana, hay una pequeña perla conocida por todos los peregrinos que siguen este precioso sendero en su rumbo hacia el Oeste. Se trata de una ciudad muy especial para mí, pues no en vano, de sus cercanías son mis raíces paternas, y siento su singular hechizo desde aquellos felices y lejanos tiempos de infancia, en los que pasaba largas temporadas estivales. Hace unos días, he tenido la oportunidad -después de algún tiempo de sentirme atrapado por la venenosa morriña inoculada por ese pérfido y traidor demonio Meridiano, que me hizo recordarla con añoranza, quizás por segunda vez en poco tiempo en las páginas de este peregrino blog- de volver a los caminos astures y dar rienda suelta, entre otros rumbos, a ese caprichoso placer, a ese placentero derroche existencial, de hacer magia con el tiempo, sin importar otra cosa que rememorar aquél pasado feliz, no obstante con paseos y ojos del presente.
Con ojos del presente, siempre recomendaré empezar la visita por su parte alta; aquélla donde la visión de la ciudad, ofrece a los ojos del visitante, un pequeño jardín de cielo firmemente amarrado en la tierra; donde se sitúa el faro, guía talismán de marineros, delator de ventolines, espumeros y sirenas en las negras noches sin luna; el cementerio, considerado como uno de los más hermosos del mundo, con sus ilustres moradores y las blancas sepulturas, siempre mirando al mar, con sus cruces florecidas que semejan navíos élficos con las velas desplegadas apuntando hacia las eternas brumas del ocaso, hacia ese lugar al que se dirigían los antiguos peregrinos, situado siempre hacia el Oeste, hacia los estigios confines del Finis Terrae; y la ermita más marinera y venerada de los contornos: la de la Virgen Blanca y el Cristo Nazareno, en cuyo Retablo Mayor se puede admirar una auténtica obra de Arte, preciosa y románica, de los confines, nada despreciables, de esos oscuros siglos XII-XIII, que representa a la Madre de la Madre, o lo que es lo mismo, una Santa Ana que protege en su regazo a la Hija y al Nieto.
Creo firmemente que, si iniciamos nuestro viaje de esta manera, podremos llegar a entender, con el alma abierta a la poesía, aquélla cancioncilla tradicional, que describe a Luarca como un balanceo de cuna mirando al mar. Un mar, del que cuenta una de las versiones de la Leyenda, que llegó el Arca Santa con las Reliquias que trajo Santo Toribio de Jerusalén, y que, permaneciendo ocultas en la cima del Monsacro, se velan y custodian en la catedral de Oviedo. Un mar, el Cantábrico, por el que debieron arribar, también, parte de esos invasores celtas que trajeron consigo una cultura y unos dioses, entre los que figura el que quizás sea el más enigmático de todos, pero cuyo nombre fue raíz y árbol de vida en la fundación de numerosas ciudades: Lug. ¿Serán imaginaciones mias, o encuentro cierta relación entre ambas cosas, Arca y Lug, Lugarca?. Arca, como denominan los vecinos gallegos a los dólmenes, pues no en vano, fue precisamente aquí, en el Norte, y allá, en el Levante, donde se desarrolló con más intensidad la extraordinaria cultura megalítica peninsular.



Muchos son los hostales de acogida, tanto de turistas como de peregrinos, una vez desaparecido, hace siglos, el hospital que los templarios tenían en la Villa. Hay quien dice, que éste estuvo situado en el lugar que ocupa hoy la iglesia de Santa Eulalia que, aunque ya no lo parezca ni remotamente, sus orígenes se remontan al año 912 en que fue donada a la iglesia de Oviedo, por el rey Fruela II. Otros, por contra, tienden a situarlo en el número 10 de la Plaza, alli donde se localiza el Ayuntamiento; pero si uno se entretiene en buscar este misterioso número diez y ver en qué se ha convertido en la actualidad el fenecido hospital de los fratres milites, observará, cariacontecido, que el número diez no existe, por lo que puede que sospeche de ese edificio en cuya fachada se ven los número 9 y 11, como el dragón que terminó devorándolo en algún ignoto momento histórico.
Sí existe, por fortuna, esa tiendecilla de paredes blancas -no muy lejos del viejo quiosco de Herminia-, cuya esquina semeja la cabina de mando de un barquito pesquero, en la que me compraron mi primer flotador; un flotador que semejaba un caballito de mar, con el que desafiaba las olas cargadas de algas que a veces, airado, Neptuno enviaba contra la playa de las Salinas y sus bañistas.
Detrás de la iglesia, aunque algo más arriba, en la Plaza de la Constitución, todavía se conserva un curioso escudo, de esos de edad indefinida y cabalística simbología, en el que se aprecia a un personaje con las manos atadas a la espalda y a la vez una cuerda alrededor de su cuello, atada a un árbol. Y me pregunto, si quizás pertenece a una de las familias más ilustres del Concejo de Valdés: los Villa de Moros. Valdés, un apellido que, procedente de Inglaterra -según Tirso de Avilés (1)-, tuvo a uno de sus ilustres miembros como señor de Beleña. Y yo me vuelvo a preguntar, si quizás este lugar de Beleña no sea otro que aquélla de Sorbe, sita en la mesetaria provincia de Guadalajara, famosa, entre otras cosas, por el fantástico calendario agrícola que se muestra en su bizantina iglesia. Aunque, quién sabe, quizás se refiera a Beleño, en el Concejo de Ponga.
De lo que no cabe duda es de que, a pesar de que uno tiene la sensación de que nada ha cambiado en Luarca en estos más de treinta años que separan a este caminante de sus recuerdos, en la ría, a pesar de la presencia de un viejo conocido -Juan Salvador Gaviota- se echa de menos la presencia de truchas y anguilas, que antiguamente pululuban en sus aguas en tal cantidad, que podían sacarse a puñados con las manos. Por lo demás, hasta la Cofradía de Pescadores aparece inmutable, con sus melancólicos recuerdos y la ancestral divisa de sus aguerridos marinos: Arponeros astures de Luarca, dura raza, Señora del Océano, domadora del viento y de la ola, rival del ballenato entre la espuma...


(1) Tirso de Avilés: 'Armas y linajes de Asturias y Antigüedades del Principado', GEA, Grupo Editorial Asturiano, reimpresión de 1999, en conmemoración del IV Centenario de la muerte del autor (1599).

domingo, 16 de septiembre de 2012

Peregrino en Lena



'Santa Cristina se levanta, como una voz tiernísima, en la colina que está dominando todo el valle, conocido por el nombre de Vega de Rey, sobre el río Lena, próxima al pueblo de San Pedro de Felgueras...' (1).

No lo puedo evitar: siento una especial predilección por esta maravillosa iglesuca de Santa Cristina. No ha de extrañar, por tanto, que cada vez que emprendo la aventura de subir a mis Asturias queridas, una de las paradas obligatorias, sea precisamente aquí. Me agrada esa apacible tranquilidad que se siente cuando se deja atrás ese endiablado trasiego de prisas y circunstancias, de metas y locuras de acelerador, que es la Autovía Ruta de la Plata y se desliza uno como en una nube, por pueblines de casas dispersas, entre el cacareo vespertino de los gallos, el ladrido ocasional de los perros y ese sutil olor a pan recién cocido que escapa de las entreabiertas ventanas, mezclado con los aromas fuertes del café. Las ristras de panochas de maíz colgadas de los balcones de los hórreos. Los huertos ordenados, con las rabizas esperando ese caldero mágico donde se mezclarán con las patatas, las alubias y el copango para convertirse en ese maravilloso brebaje revitalizador que se llama pote. Ese camino empedrado, testimonio de una de las múltiples calzadas romanas que asciende hacia lo alto, flanqueado a un lado de árboles que dan sombra cuando la canícula amenaza con sofocar hasta al más aguerrido de los peregrinos, y al otro lado por extensos prados de hierba recién segada, donde retozan algunas vacas haciendo sonar constantemente las campaninas que cuelgan de sus cuellos. La visión de esa pequeña cueva, en la ladera, a mitad de camino, cerrada con una verja de metal, que posiblemente en tiempos albergara el cuerpo sacrificado y consumido de algún eremita pero que, siguiendo la tradición de todas las cuevas astures, seguramente sea la morada de un temido ser mitológico: el Cuélebre.
Tenía miedo de que las remodelaciones hubieran restado, siquiera una mínima parte de su encanto; acotado, siquiera una mínima nota de esa dulce voz a esta gloriosa arquitectura del período llamado Ramirense. ¿Seguiría intacto, en su interior, el maravilloso cancel visigótico, con sus diversas cruces, sus espirales y demás soberbias filigranas, heredad de un tiempo perdido?. ¿Habría invadido la deleznable luz artificial, esa cálida penumbra, esas suaves candilejas que invitan a dejarse llevar por el sosiego y el recogimiento, en un ejercicio de paz poco habitual?. ¿Seguiría conservando esa vieja puerta de madera, mostrando, no obstante orgullosa, los polisquélicos símbolos de unos ancestros celtas?. ¿Sería la guardiana, la misma persona que el año anterior, a la que apenas se siente y en la que nada interviene, una vez realizado el óbolo o pago de la entrada?.
Ultreia: todo seguía hechizadoramente igual. La iglesia permanecía inmutable, sólida en su soberbia constitución; ajena a los ruidos de la cercana Autovía; esperando, como el regazo abierto de una madre a los peregrinos que, una vez sosegada el alma y reposado los pies, no tardarían en emprender camino, dirigiéndose hacia el puerto de la Cobertoria para enlazar con la denominada Ruta de las Reliquias, atravesando concejos, viejos de pura Historia y memoria olvidada, como Quirós, Proaza y Teverga.
Et in Arcadia ego.

Datos de interés:

La iglesia de Santa Cristina de Lena:

Abierta de diciembre a marzo: de 11 a 13 y de 16 a 18 hs.
Abierta de abril a octubre: de 11 a 13 y de 16,30 a 18,30 hs.
Noviembre cerrado por vacaciones.
Lunes, cerrado por descando.
Persona de Contacto: Dª Mª Inés Faes Cienfuegos
Teléfonos: 985.490.525 y 609.942.153


(1) Jaime Federico Rollán Ortiz: 'Iglesias del Arte Asturiano', Editorial Everest, S.A., 1991, página 72.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Ruteando por el entorno de Silos



- Mensajero eres, amigo,
no mereces culpa, no;
que yo no he miedo al rey,
ni a cuantos con él son.
Villas y castillos tengo,
todos a mi mandar son,
de ellos me dejó mi padre,
de ellos me ganara yo:
los que me dejó mi padre
poblélos de ricos hombres
las que me hube ganado
poblélas de labradores;
quien no tenía más de un buey,
dábale otro, que eran dos;
al que casaba su hija
dóle yo muy rico don:
cada día que amanece,
por mí hacen oración;
no la hacían por el rey,
que no la merece, non;
él les puso muchos pechos
y quitáraselos yo. (1)

No deja de tener cierto regusto nostálgico patalear por la Vieja Castilla y detenerse, siquiera por unos minutos, a saborear es vino ancestral que, de tan añejo, ha quedado convertido hoy en día en fuerte coñác, donde quizás su cálida quemazón se haga más evidente en ese bastión histórico que es la región del Arlanza. Hablar, pues, de la Vieja Castilla y de ésta demarcación en particular, conlleva, no obstante, la obligación de dejarse llevar por la antigua magia hechicera de lugares de evidente trascendencia histórica como Santo Domingo de Silos, San Pedro de Arlanza y Covarrubias. Sin olvidar, desde luego, la figura legendaria -mítica, quizás, en su hercúlea dimensión- de un héroe con la suficiente fuerza combativa como para alinearse en las filas de los Roldanes, los Ferraguts y los Campeadores: el conde Fernán González. Resulta imposible, cuando no impertinente, hablar de esta zona y no hacer siquiera referencia a este Conde Burgos, como lo denominaba Berceo, desquitándose de Lucas, el obispo de Tuy, quien, en la Crónica Tudense lo tildaba poco más o menos de forúnculo en las reales posaderas del monarca de León y obstinado cabeza de clavo en el martillo de Almanzor.
Hablando precisamente de éste, no deja de ser curiosa la voluptuosidad con que la Historia juega con los acontecimientos humanos, repartiendo suertes, en ocasiones, como en una vulgar corrida de toros. Calatañazor, qué duda cabe, se llevó el mérito, quizás porque la Historia quiso reservarlo y lo dejó escapar, maltrecho pero con su atambor intacto, en el cercano desfiladero de la Yecla, situado a escasamente tres kilómetros de Silos. Quizás, esa misma Historia caprichosa a la que aludo, compensara este desafuero, sobornando a la Diosa Fortuna para que las razzias del acertadamente llamado azote de Dios, pasaran de largo por lugares igual de cercanos, con la intención de que alguna inconmensurable perla llegara poco menos que intacta hasta nuestros días. Sería el caso, qué duda cabe, de esa armónica y cautivadora ermita mozárabe que, enclavada en el término municipal de Barriosuso, se encuentra bajo la advocación de Santa Cecilia.
Desigual suerte, evidentemente, corrieron otros templos cercanos, detalle que confirma el antiguo recelo de los pastores a dejarse entusiasmar por otros sonidos celestiales que no sean los del propio viento que les acompaña por valles, mesetas y quebradas. De tal manera, que desigual suerte, como digo y me repito, corrieron lugares como Castrillo Solarana y Revilla Cabriada. Y sin embargo, qué ingrato sería si dijera que una segunda visita a los templos de dichas poblaciones, no me dejó un dulce sabor de boca. Cierto, que en el caso de Castrillo Solarana, el viejo cementerio le ha ido ganando el terreno a una portada, que en tiempos fue principal, en la que ocas, árboles vitae y arpías rivalizan por congratularse con el débil corazón humano, amparadas, gracias a Dios, por la increíble belleza de un ábside salomónico, en cuyas arquerías ciegas el Magister anónimo quiso que el espectador navegara por los apacibles mares de una sabiduría que se perdió en el secreto de las logias canteriles cuando aún rechinaba en el fragor de las batallas el viejo grito guerrero de Santiago y cierra España. Yo me pregunto, en el caso de haber sobrevivido, qué magisterio sublime no acompañaría al ábside de la vecina iglesia de Santa Elena, en el pinturesco pueblecito de Revilla Cabriada. Pero acaso sea un ingrato si me adelanto y no menciono la bendita disposición de unos vecinos orgullosos de mostrar las maravillas artísticas de una iglesia que, a pesar de todo, constituye, de puertas para adentro, un pequeño Museo Thyssen, en el que el espectador se regodea con un sin fin de detalles. Si empezáramos a apreciarlos por su Retablo Mayor, posiblemente nos sintiéramos hechizados por esas dobles columnas salomónicas que, aunque barrocas, como versión janística de las originales Jakim y Boaz, cobijan a una Santa Elena gótica que nos recuerda a una Santa Cruz de cuyos pedazos salieron innumerables Lignum Crucis, compañeros de procesiones y milagros en tiempos en los que muchos caballeros pataleaban estos mismos contornos en su eterna quest y demanda del Santo Grial. Un Santo Grial que, precisamente aquí, reconvertido en pila bautismal, muestra en su borde la magia de los arcos de San Juan y en su centro, dos formidables cruces paté. Líbrome yo solo, Dios mediante, de ser mal pensado y tapándome los ojos a semejante tentación -vadre retro, Satanás, non nobis- prefiero dejarme encandilar por un retablo cercano, en el que un calvario con las figuras de la Virgen y el Evangelista, se ven escoltadas, a ambos, por las figuras sublimes de una Madre de la Madre y una Mater con Niño, anónima y de brazos amputados, que mira hacia el Retablo Mayor, quizás preguntándole a Santa Elena por qué le ha robado el protagonismo. Arriba en el coro, donde todavía se conserva la costumbre de ser lugar reservado para los hombres, la encandiladora belleza del artesonado, anticipa la magnificencia de aquél otro que luce con orgullo el claustro de Silos. Y digo yo, ¿cómo puede concentrarse un monje en medio de tanta exquisitez?.


Villa monumental donde las haya, que para eso vuelvo a repetir que Vieja es esta Castilla, siento un nudo en la garganta cuando intento hablar de Covarrubias. Covarrubias podría ser, metafóricamente hablando, esa Caja de Pandora que al abrise, es decir, cuando uno la descubre por primera vez, atiza los sentidos con un un penetrante olor a pachuli que despliega aromas inconfundibles de Arte, Historia y Tradición, hasta el punto de tirar para atrás. La Torre de Fernán González, el recuerdo imperecedero de la princesa Cristina de Noruega, la magnificencia de la Colegiata, repleta de exquisiteces, como fenomenales Ferrero Roché que invitan a la gula visual a todos los turistas, que luego solemos ser amonestados por utilizar el flash de nuestras cámaras intentando captar hasta el último detalle de sus panteones de nobles, de esas Vírgenes de la Redonda y de Mamblas,  de la monumentalidad y la riqueza simbólica de sus retablos, para después, medio borrachos de Arte, continuar embebiéndonos en la cercana iglesia de Santo Tomás, o Tomé, antes de abandonar la ciudad y sus brujas de la suerte -aunque brujas, según la dueña de la tienda de souvenirs, hay en todas partes- sacando la última foto, mientras nos despedimos de la Virgen de la Cereza, que ve el tiempo pasar desde su camerín, a las afueras de la antigua puerta que cercaba la ciudad.
Poco más allá de Covarrubias, y como telonero de una sinfonía románica monumental, el alma tiembla acongojada ante la visión de una empresa de titanes donde desamortizaciones, guerras e insensibilidad humana levantaron un ERE histórico, llevando a pique un proyecto sublime, que hoy permanece sumido en el olvido. Hay fantasmas en San Pedro de Arlanza; fantasmas que vagan en eterna soledad, entre las sombras de un pecho descubierto cuyo corazón se marchita al ritmo de las estaciones. Pero aún así, y a poco que uno se adentre entre las arterias de ese corazón fenecido, observará que pierde parte del suyo contemplando siquiera lo poco que la rapiña aún no ha devorado. Dejado atrás el esquelético armazón del claustro, entre cuyos huesos anidan quizás oscuras golondrinas, como las de Bécquer, que nunca volvieron a Sevilla, es difícil no sentirse pequeño contemplando el tamaño de las basas que servían de apoyo a las columnas de una iglesia que se desvaneció como el humo. En el firme, de cara a un altar donde hace siglos que las gargantas de los monjes no entonan el tradicional Te Deum laudamus, sepulturas de abades anónimos apuntan con sus báculos a un cielo que por momentos, comienza a cargarse de nubes. Nudos eternos y parte de la policromía original, sobreviven en unos capiteles huérfanos de ese mensaje primordial que se perdió cuando desapareció el conjunto.
De vuelta a Silos, uno recuerda los caprichos de la diosa Fortuna y siente rabia ante la desfachatez con que reparte suertes. Pero Santo Domingo de Silos, es otro mundo. Comenzó a serlo, posiblemente antes de aquél histórico 3 de junio de 954 en que Fernán González pasara por el lugar y decidiera congraciarse con Dios, permitiéndose el lujo de una generosa donación, que sangre, sudor y lágrimas, no obstante, estaba costando arrebatar a la morisma. Con Silos, uno se siente terriblemente mareado, preguntándose quién fue primero, si la gallina o el huevo.  Pero muchos son los que opinan que de ésta retorta de sabiduría salieron los exquisitos elixires que se repartieron por la Península, alardeando de un estilo monumental: el silense. ¿Cómo no sentirse vacío de cualidades, viendo la perfección de sus labras?. ¿Qué portentoso doctor Frankenstein medieval, fue aquél capaz de insuflar vida a los homúnculos de la piedra?. Tal vez la clave del enigma se oculte detrás de la sonrisa feliz del propio Santo Domingo quien, eternamente observado por la Virgen de Marzo, desde la materia incombustible de su cenotafio, se obstina en permanecer junto a los símbolos fundamentales de su magisterio: el báculo y el libro. Paradójicamente, mientras el claustro es vida, sus paredes albergan muerte: siglos ha, que sus abades encontraron refugio eterno en los nichos practicados en ellas. En esos mismos sillares, en los que los anónimos canteros dejaron su desafío burlón, en forma de signos lapidarios, que en algunas partes se confunden con cruces y estrellas con las que los hermanos legos comunicaban, no me cabe duda, mensajes que nos están vedados.
Sólo fueron unas horas, sí, pero a veces unas horas se tornan en una eternidad. Como eterno es ese Camino y eternas son las singularidades que custodia. Como decía Rudyard Kiplig: hay un mundo ahí afuera, ve y descúbreló.

(1) Romance del Conde Fernán González. 'El Romancero', introducción y selección Manuel Alvar. Editorial Magisterio Español, S.A., 1968, página 55.

martes, 28 de agosto de 2012

El Santuario de Estivaliz


'Acabo de cargar con una responsabilidad que no sé si debo asumir: la de guiar al peregrino que emprensa la Ruta Jacobea. ¿Quién soy yo para guiar a nadie?. ¿Quién es nadie para guiar a quien debe guiarse solo, si es que realmente desea encontrar las claves de una ruta que es encuentro consigo mismo?' (1).

Con estas entrañables palabras, comenzaba Juan García Atienza, otro de esos libros maravillosos que nos presentaba, no sólo una visión particular de ese camino tremendamente mistérico que es -o fue, porque muchas claves se han perdido- el Camino de las Estrellas, sino también, me atrevería a decir, una mágica reseña destinada a sobresaltar nuestro sentido de la observación y la intuición. Como continuaba unas líneas más abajo, por nada del mundo se consideraba maestro; de manera, que advertía que nadie tenía el deber de confiar en él a ojos cerrados, ni tampoco de asentir a todo cuanto dijera.
Tampoco a mí se me ha pasado por la cabeza, de ninguna manera, compararme con él. Más que nada porque, honestamente, no le llego ni a la suela de las botas, y aunque las mías han acumulado una considerable cantidad de polvo de los caminos, apenas resulta suficiente para igualar los montículos sagrados que cubrieron en vida las suyas.
Por eso, y porque hay lugares que es preferible dejar que hablen por sí mismos, no quiero extenderme, con este Santuario de Estivaliz. Prefiero que seáis vosotros, los que asiduamente o por casualidad pasáis por este sufrido blog caminero, los que juzguéis por vosotros mismos, dejándoos llevar por la belleza ancestral de su entorno, por sus señales, por esas sensaciones que, espero, a través del visionado de los vídeos, os hagan sentir, aunque sea plácidamente sentados frente a la pantalla del ordenador, que estáis en un lugar decididamente especial. Un lugar que ya fue sacro hace miles de años, antes de que la Virgini Pariturae de las tradiciones célticas preveyeran el nacimiento de aquél que habría de elevar su templo por encima de las demás religiones. Quizás por eso, tampoco las canciones las he elegido al azar, independientemente de que gusten o no; en realidad, el Hymne a la femme, de Vangelis, me recuerda los antiguos cultos que aquí seguramente se desarrollaron en torno a la figura de la Diosa Madre, convenientemente continuados en la figura de Nª Sª de Estívaliz. Y el entorno, ese milenario, primigenio bosque selvático que rodea al Santuario como una dulce sábana, no deja de tener, en su vertiente figurativa, un cierto deje de melancólica nostalgia, similar a ese canto del corazón que, en el fondo, suele brotar de una garganta portuguesa con el nombre de fado.


Aún en silencio, uno fada -permítaseme la expresión- de nostalgia cuando está en un lugar como éste, dejándose embarcar voluntariamente en esa nave blanca del olvido, cuya proa levanta espuma en las olas tranquilas del mar de la quietud.
Os invito, pues, a embarcaros también y dejaros llevar por el encanto del Santuario de Estívaliz.

(1) Juan García Atienza: 'El Camino de Santiago: la Ruta Sagrada'. Ediciones Robinbook, S.L., 2002, página 11.