sábado, 1 de septiembre de 2012

Ruteando por el entorno de Silos



- Mensajero eres, amigo,
no mereces culpa, no;
que yo no he miedo al rey,
ni a cuantos con él son.
Villas y castillos tengo,
todos a mi mandar son,
de ellos me dejó mi padre,
de ellos me ganara yo:
los que me dejó mi padre
poblélos de ricos hombres
las que me hube ganado
poblélas de labradores;
quien no tenía más de un buey,
dábale otro, que eran dos;
al que casaba su hija
dóle yo muy rico don:
cada día que amanece,
por mí hacen oración;
no la hacían por el rey,
que no la merece, non;
él les puso muchos pechos
y quitáraselos yo. (1)

No deja de tener cierto regusto nostálgico patalear por la Vieja Castilla y detenerse, siquiera por unos minutos, a saborear es vino ancestral que, de tan añejo, ha quedado convertido hoy en día en fuerte coñác, donde quizás su cálida quemazón se haga más evidente en ese bastión histórico que es la región del Arlanza. Hablar, pues, de la Vieja Castilla y de ésta demarcación en particular, conlleva, no obstante, la obligación de dejarse llevar por la antigua magia hechicera de lugares de evidente trascendencia histórica como Santo Domingo de Silos, San Pedro de Arlanza y Covarrubias. Sin olvidar, desde luego, la figura legendaria -mítica, quizás, en su hercúlea dimensión- de un héroe con la suficiente fuerza combativa como para alinearse en las filas de los Roldanes, los Ferraguts y los Campeadores: el conde Fernán González. Resulta imposible, cuando no impertinente, hablar de esta zona y no hacer siquiera referencia a este Conde Burgos, como lo denominaba Berceo, desquitándose de Lucas, el obispo de Tuy, quien, en la Crónica Tudense lo tildaba poco más o menos de forúnculo en las reales posaderas del monarca de León y obstinado cabeza de clavo en el martillo de Almanzor.
Hablando precisamente de éste, no deja de ser curiosa la voluptuosidad con que la Historia juega con los acontecimientos humanos, repartiendo suertes, en ocasiones, como en una vulgar corrida de toros. Calatañazor, qué duda cabe, se llevó el mérito, quizás porque la Historia quiso reservarlo y lo dejó escapar, maltrecho pero con su atambor intacto, en el cercano desfiladero de la Yecla, situado a escasamente tres kilómetros de Silos. Quizás, esa misma Historia caprichosa a la que aludo, compensara este desafuero, sobornando a la Diosa Fortuna para que las razzias del acertadamente llamado azote de Dios, pasaran de largo por lugares igual de cercanos, con la intención de que alguna inconmensurable perla llegara poco menos que intacta hasta nuestros días. Sería el caso, qué duda cabe, de esa armónica y cautivadora ermita mozárabe que, enclavada en el término municipal de Barriosuso, se encuentra bajo la advocación de Santa Cecilia.
Desigual suerte, evidentemente, corrieron otros templos cercanos, detalle que confirma el antiguo recelo de los pastores a dejarse entusiasmar por otros sonidos celestiales que no sean los del propio viento que les acompaña por valles, mesetas y quebradas. De tal manera, que desigual suerte, como digo y me repito, corrieron lugares como Castrillo Solarana y Revilla Cabriada. Y sin embargo, qué ingrato sería si dijera que una segunda visita a los templos de dichas poblaciones, no me dejó un dulce sabor de boca. Cierto, que en el caso de Castrillo Solarana, el viejo cementerio le ha ido ganando el terreno a una portada, que en tiempos fue principal, en la que ocas, árboles vitae y arpías rivalizan por congratularse con el débil corazón humano, amparadas, gracias a Dios, por la increíble belleza de un ábside salomónico, en cuyas arquerías ciegas el Magister anónimo quiso que el espectador navegara por los apacibles mares de una sabiduría que se perdió en el secreto de las logias canteriles cuando aún rechinaba en el fragor de las batallas el viejo grito guerrero de Santiago y cierra España. Yo me pregunto, en el caso de haber sobrevivido, qué magisterio sublime no acompañaría al ábside de la vecina iglesia de Santa Elena, en el pinturesco pueblecito de Revilla Cabriada. Pero acaso sea un ingrato si me adelanto y no menciono la bendita disposición de unos vecinos orgullosos de mostrar las maravillas artísticas de una iglesia que, a pesar de todo, constituye, de puertas para adentro, un pequeño Museo Thyssen, en el que el espectador se regodea con un sin fin de detalles. Si empezáramos a apreciarlos por su Retablo Mayor, posiblemente nos sintiéramos hechizados por esas dobles columnas salomónicas que, aunque barrocas, como versión janística de las originales Jakim y Boaz, cobijan a una Santa Elena gótica que nos recuerda a una Santa Cruz de cuyos pedazos salieron innumerables Lignum Crucis, compañeros de procesiones y milagros en tiempos en los que muchos caballeros pataleaban estos mismos contornos en su eterna quest y demanda del Santo Grial. Un Santo Grial que, precisamente aquí, reconvertido en pila bautismal, muestra en su borde la magia de los arcos de San Juan y en su centro, dos formidables cruces paté. Líbrome yo solo, Dios mediante, de ser mal pensado y tapándome los ojos a semejante tentación -vadre retro, Satanás, non nobis- prefiero dejarme encandilar por un retablo cercano, en el que un calvario con las figuras de la Virgen y el Evangelista, se ven escoltadas, a ambos, por las figuras sublimes de una Madre de la Madre y una Mater con Niño, anónima y de brazos amputados, que mira hacia el Retablo Mayor, quizás preguntándole a Santa Elena por qué le ha robado el protagonismo. Arriba en el coro, donde todavía se conserva la costumbre de ser lugar reservado para los hombres, la encandiladora belleza del artesonado, anticipa la magnificencia de aquél otro que luce con orgullo el claustro de Silos. Y digo yo, ¿cómo puede concentrarse un monje en medio de tanta exquisitez?.


Villa monumental donde las haya, que para eso vuelvo a repetir que Vieja es esta Castilla, siento un nudo en la garganta cuando intento hablar de Covarrubias. Covarrubias podría ser, metafóricamente hablando, esa Caja de Pandora que al abrise, es decir, cuando uno la descubre por primera vez, atiza los sentidos con un un penetrante olor a pachuli que despliega aromas inconfundibles de Arte, Historia y Tradición, hasta el punto de tirar para atrás. La Torre de Fernán González, el recuerdo imperecedero de la princesa Cristina de Noruega, la magnificencia de la Colegiata, repleta de exquisiteces, como fenomenales Ferrero Roché que invitan a la gula visual a todos los turistas, que luego solemos ser amonestados por utilizar el flash de nuestras cámaras intentando captar hasta el último detalle de sus panteones de nobles, de esas Vírgenes de la Redonda y de Mamblas,  de la monumentalidad y la riqueza simbólica de sus retablos, para después, medio borrachos de Arte, continuar embebiéndonos en la cercana iglesia de Santo Tomás, o Tomé, antes de abandonar la ciudad y sus brujas de la suerte -aunque brujas, según la dueña de la tienda de souvenirs, hay en todas partes- sacando la última foto, mientras nos despedimos de la Virgen de la Cereza, que ve el tiempo pasar desde su camerín, a las afueras de la antigua puerta que cercaba la ciudad.
Poco más allá de Covarrubias, y como telonero de una sinfonía románica monumental, el alma tiembla acongojada ante la visión de una empresa de titanes donde desamortizaciones, guerras e insensibilidad humana levantaron un ERE histórico, llevando a pique un proyecto sublime, que hoy permanece sumido en el olvido. Hay fantasmas en San Pedro de Arlanza; fantasmas que vagan en eterna soledad, entre las sombras de un pecho descubierto cuyo corazón se marchita al ritmo de las estaciones. Pero aún así, y a poco que uno se adentre entre las arterias de ese corazón fenecido, observará que pierde parte del suyo contemplando siquiera lo poco que la rapiña aún no ha devorado. Dejado atrás el esquelético armazón del claustro, entre cuyos huesos anidan quizás oscuras golondrinas, como las de Bécquer, que nunca volvieron a Sevilla, es difícil no sentirse pequeño contemplando el tamaño de las basas que servían de apoyo a las columnas de una iglesia que se desvaneció como el humo. En el firme, de cara a un altar donde hace siglos que las gargantas de los monjes no entonan el tradicional Te Deum laudamus, sepulturas de abades anónimos apuntan con sus báculos a un cielo que por momentos, comienza a cargarse de nubes. Nudos eternos y parte de la policromía original, sobreviven en unos capiteles huérfanos de ese mensaje primordial que se perdió cuando desapareció el conjunto.
De vuelta a Silos, uno recuerda los caprichos de la diosa Fortuna y siente rabia ante la desfachatez con que reparte suertes. Pero Santo Domingo de Silos, es otro mundo. Comenzó a serlo, posiblemente antes de aquél histórico 3 de junio de 954 en que Fernán González pasara por el lugar y decidiera congraciarse con Dios, permitiéndose el lujo de una generosa donación, que sangre, sudor y lágrimas, no obstante, estaba costando arrebatar a la morisma. Con Silos, uno se siente terriblemente mareado, preguntándose quién fue primero, si la gallina o el huevo.  Pero muchos son los que opinan que de ésta retorta de sabiduría salieron los exquisitos elixires que se repartieron por la Península, alardeando de un estilo monumental: el silense. ¿Cómo no sentirse vacío de cualidades, viendo la perfección de sus labras?. ¿Qué portentoso doctor Frankenstein medieval, fue aquél capaz de insuflar vida a los homúnculos de la piedra?. Tal vez la clave del enigma se oculte detrás de la sonrisa feliz del propio Santo Domingo quien, eternamente observado por la Virgen de Marzo, desde la materia incombustible de su cenotafio, se obstina en permanecer junto a los símbolos fundamentales de su magisterio: el báculo y el libro. Paradójicamente, mientras el claustro es vida, sus paredes albergan muerte: siglos ha, que sus abades encontraron refugio eterno en los nichos practicados en ellas. En esos mismos sillares, en los que los anónimos canteros dejaron su desafío burlón, en forma de signos lapidarios, que en algunas partes se confunden con cruces y estrellas con las que los hermanos legos comunicaban, no me cabe duda, mensajes que nos están vedados.
Sólo fueron unas horas, sí, pero a veces unas horas se tornan en una eternidad. Como eterno es ese Camino y eternas son las singularidades que custodia. Como decía Rudyard Kiplig: hay un mundo ahí afuera, ve y descúbreló.

(1) Romance del Conde Fernán González. 'El Romancero', introducción y selección Manuel Alvar. Editorial Magisterio Español, S.A., 1968, página 55.