Recuerdo que mi primera experiencia con varillas, se produjo un 21 de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno, hará un par de años, a lo sumo tres, en un lugar, sin duda, enigmático como pocos: la ermita de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos. Hay quien denomina a este sitio como Lugar de Poder; reconozco que hasta hace poco tiempo, yo también lo denominaba así. Pero ahora, no obstante, y por motivos más afines a lo que verdaderamente se siente estando allí, prefiero utilizar un término que ya acuñó hace algunos años la editorial Orbis Montena para dar salida a una estupenda colección de libros dedicada, precisamente, a todos aquellos lugares especiales repartidos a todo lo largo y ancho de nuestro mundo: Lugares del Espíritu. Me acompañaba en aquélla ocasión, una amiga que previamente me había demostrado, acompañándose de péndulos, la gran influencia que ejercen sobre éstos, lugares tan carismáticos del interior de una iglesia, como puede ser, sin ir más lejos, el altar. A este respecto, recuerdo especialmente dos lugares que, casualidad o no, también tienen relación, siquiera sea en forma de leyenda o tradición, con la Orden del Temple: la iglesia de Santa Coloma de Albendiego, en la provincia de Guadalajara, y cómo no, la espectacular iglesia de la Vera Cruz segoviana, mal que les pese a sus actuales propietarios: la Orden de Malta.
Volviendo al tema de las varillas, en relación con la ermita de San Bartolomé, aquél frío día invernal, dejó como evidencia la zona absidial, donde las míticas wouivres o serpientes celtas, o lo que viene a ser lo mismo, las corrientes subterráneas -telúricas o acuosas- actuaban sobre el metal de una manera espectacular.
Algo parecido sucedió este verano en Palencia, concretamente en la casa rural La Galana, donde nos alojamos durante una semana y donde, aparte de las numerosas experiencias recogidas cada día en diferentes lugares del camino, su propietario, José Antonio, nos gratificó con un cursillo bastante más que interesante, en el que los zahoríes éramos nosotros mismos y de una manera tan personalizada, pudimos comprobar que el sistema, conocido desde tiempos antiquísimos, funciona sin necesidad de poseer, más o menos desarrolladas, unas facultades extraordinarias, incluidas, por supuesto, las extrasensoriales.
Dejando aparte el detalle de la habilidad o la torpeza inherentes a cada uno, puedo dar fe de que el adistramiento funcionó con todos aquellos que, con mayor o menor motivación, nos prestamos a realizarlo. Y aunque los conocimientos adquiridos no sean, desde luego, para lanzar cohetes y mucho menos para intentar enseñar o demostrar algo, sí es cierto y además, reseñable, que contamos con un gran maestro.