Betanzos
es un poema. Un poema de rimas melancólicas que, como las nieves de antaño en las que se refugiaba el poeta Villon cuando
el otoño pintaba estrellas de ocre fugacidad en su pecho, aluden a un pasado
que tal vez no fuera mejor, pero seguramente sí más interesante. De hecho, el
peregrino, el caminante o simplemente el taciturno buscador de quimeras que
piense en él, reparará que su sobrenombre, de
los Caballeros, no es una gratuidad, sino que éstos figuran en su pasado
con similar persistencia a como el árbol, antecesor de la cruz, figuraba per secula seculorum en los escudos del
antiguo reino del Sobrarbe; entiéndase, nuestro actual Aragón. Pulcra e
inmaculadamente aposentado en su honorífico sillón, el docto historiador –a su
manera, poeta también, pero de la rima sosa y fácil de la Historia-, verá en
esa referencia, una alusión inequívoca al universo estelar de la nobleza
galaica, cuya estrella principal, sin llegar, no obstante a alcanzar la
luminosidad de Sirio o a enturbiar siquiera una mácula el brillo de esa Osa
Mayor que los antiguos navegantes llamaban simplemente el Candil, es, no cabe duda, Fernán Pérez de Andrade, apodado –seguramente
no por todos sus súbditos, pero sí por los más allegados o los más agradecidos,
como ocurre hoy en día- O Boo; es
decir, el Bueno –también al principio
lo era el Señor del Segre, hasta que
se demostró lo contrario y se convirtió en el mismísimo Diablo de la leyenda de
Bécquer- y cuyo sepulcro, eso sí, magnífico, inconmensurable y esotérico
descansa bajo el coro de la iglesia de San Francisco, una vez demolida la
Capilla de la Quinta Angustia que era, en realidad, el panteón familiar elegido
para sus eternas vacaciones en el Valhala judeocristiano. Porque eterna, feliz o
indocumentada, pero inmaculadamente infantil, después de todo, es esa
respetable y darwiniana memoria
popular que no entiende ni se preocupa por los avales escritos para saber -porque
por algo nace ya con los genes convenientemente avalados por siglos de
experiencia, que los Caballeros originarios de esta Betanzos, cuya marinería
danza al compás de las flechas de Diana Cazadora-, entender y no dar mayor importancia,
que no fueron otros, sino aquéllos mismos pioneros que en el año 1251
permutaron sus posesiones betanceiras
con el rey Alfonso X el Sabio –cuya Musa también los retrató jugando, en sus
famosas Tablas de Ajedrez-, a cambio de ciertas posesiones en tierras
zamoranas, como Alcañices y Alba de Aliste: los Caballeros Templarios. No
templarios, presumiblemente, pero sí auténticos caballeros del tonal y del nagual –como diría el antropólogo Carlos Castaneda, para referirse
a la creatividad y la expresividad que se complementan y desarrollan en los dos
hemisferios cerebrales para la consecución de un fin, cuando menos, llamado
Arte-, en Betanzos todavía se recuerda la visita de parte de esa desafortunada
Generación del 27 –Lorca, Dalí, Cernuda…-, a quienes una de las dos Españas heló el corazón. Y viene a colación
comentarlo, porque fueron precisamente inmortalizados en una histórica
fotografía, al pie de ese trueno pagano o altar a los manes de los caminos, que
es el crucero de piedra que como un inmutable Axis Mundi se levanta entre las iglesias de Santa María del Azogue
y la mencionada de San Francisco, que era, en realidad, el lugar que ocupaba la
iglesia o la encomienda –las fuentes, tanto historiadas como populares navegan
en este aspecto en aguas igual de turbias que las del melocotón en almíbar- que
los templarios tenían en Betanzos, y en la que todavía sobreviven, sobre todo
en la portada de poniente –aquella que orienta al peregrino en su camino hacia
el ocaso-, algunos retazos simbólicos del primitivo lugar donde los
monjes-guerreros abandonaban sus espadas en el armero, para repetir su eterno
mantra de Non nobis, Domine, non nobis
sed Nomini Tuo da Gloriam: No para
nosotros, Señor, no para nosotros sino para Gloria de Tu Nombre.
Como gloria
otorga, por otra parte, aunque, entiéndase, en sentido figurado, metafórico o
peyorativo, asistir, siquiera sea por un inesperado aunque afortunado guiño de
ese fatum griego que conocemos como
destino, a una boda por lo civil m-ante la mirada atónita de una cerrada
iglesia de Santiago-, con acompañamiento de gaita celta, traje regional y una
calabaza marca Volkswagen por carroza –que por algo lleva el nombre de coche del pueblo-, que recuerda las
utópicas ilusiones de los felices viajeros psicodélicos de los años setenta,
cuando el profeta Robert Zimmerman, nuestro universal Bob Dylan, proclamaba a
los cuatros vientos, querido amigo, que la
respuesta está en el viento.
En definitiva, Betanzos: un lugar donde
perderse y reencontrarse.