martes, 5 de abril de 2011

La necrópolis de Revenga


'Mirar el río hecho de tiempo y agua

y recordar que el tiempo es otro río,

saber que nos perdemos como el río

y que los rostros pasan como el agua...'

[Jorge Luis Borges (1)]


Cerca de 7 kilómetros más allá de la población soriana de Duruelo de la Sierra y su interesante necrópolis mozárabe, y una vez dentro de los límites de la provincia de Burgos, el primer pueblo que nos encontramos, es Regumiel de la Sierra, cuyo señuelo principal, independientemente del hermoso entorno en el que se asienta, es atraer al viajero con las huellas de aquellos grandes reptiles que una vez poblaron la tierra, y que a pesar de los millones de años transcurridos desde su extinción, continúan poblando nuestra imaginación con teorías cada día más innovadoras, así como con visiones a cual de ellas más fantástica: los dinosaurios. Aunque las icnitas no son tan espectaculares como en otros lugares de Burgos, de Soria o de la Rioja -por lo menos, a mí no me lo parecieron- no deja de ser una buena idea, sin embargo, dejarse llevar por la curiosidad y detenerse unos minutos, siquiera para, mientras estira uno las piernas y se fuma un cigarrillo, meditar acerca del ambiente de sutil misterio y evocaciones del más remoto de los pasados, que envuelve a las poblaciones de la zona.

Una vez hecho esto, se recomienda dejar atrás también Regumiel de la Sierra, con sus casonas de piedra, sus icnitas e incluso su pequeño parque, situado casi a la entrada de la población, en el que destaca la figura aterradora de un tiranosaurus rex, y recalar, aproximadamente, 3 kilómetros más allá, en un lugar que no nos dejará, en modo alguno, indiferentes. En efecto, a la distancia indicada, y una vez dentro del término municipal de Canicosa de la Sierra, nos encontraremos una ermita y una explanada, así como un cartel que, sin necesidad de esperar al día de Todos los Santos, nos ha de invitar a visitar una gran necrópolis medieval: la de Revenga.

Una vez pasada la ermita y el restaurante anexo, veremos, a la derecha, un armazón de trazos modernistas con un cartel que define al 2011 como el año internacional de los bosques; lo cual no deja de ser curioso, si tenemos en cuenta de que nos encontramos en tierra de pinares y la madera es una materia prima de primera magnitud. A partir de aquí, sería recomendable liberar la imaginación y dejando a un lado los grandes claros que observamos en la actualidad, intentemos ver el lugar con ojos de los siglos XI ó XII: posiblemente, no nos resulte difícil crearnos una imagen mental, en la que sobresalgan tupidos bosques -mucho más que en la actualidad-, donde se enseñorean, principalmente, el pino y el abeto. Dentro de llos, y alrededor de una tierra costosamente roturada, pequeños núcleos agrícolas, descendientes, hemos de suponer, de aquellos primeros colonos procedentes del reino de Asturias, constantemente acosados por las expediciones dirigidas contra ellos desde el califato de Córdoba.




Ambientados en este punto, intentemos situarnos ahora, históricamente, en una primera mención, fechada en el año 1008, por la que sabemos que el conde Sancho García otorga una iglesia vacía -¿visigoda?- al monasterio de San Millán de la Cogolla; otorgamiento, que traería consigo la llegada de monjes que ampliarían las dependencias de la iglesia y a cuyo alrededor se irá asentando una pequeña comunidad, cuyas huellas conocemos hoy como el despoblado de Revenga. Con posterioridad, ya introducidos en el siglo XIII, estando la Reconquista en su punto álgido, el lugar pasó a depender del monasterio de San Pedro de Arlanza, una joya arquitectónica que, desgraciadamente, se encuentra en ruinas en la actualidad.


A escasa distancia del enclave, y rodeado de altos pinos, un promontorio rocoso brota como un pecho de las entrañas de la Diosa Tierra. El día es caluroso y apenas una leve brisa agita las hojas marchitas que, probablemente heredadas del otoño, las nieves del invierno han conservado para que el aire de la primavera las bambolee a su antojo, esparciéndolas hasta deshacerlas en polvo. Horadadas en su superficie, como arrugas que el tiempo ha ido labrando en un campo de mármol, infinidad de cavidades de formas y tamaños variados. Son sepulturas que pertenecen a otras gentes, a otro mundo, lejano en el espacio, pero, en esencia, quizás no tanto en el tiempo. Las hay con forma antropomorfa, que representan las características del cuerpo humano; otras, con forma de bañera; algunas, tan pequeñas, que enseguida se adivina, con cierta congoja, qué pequeños seres humanos fueron sepultados allí. No obstante, de todas, y por su inusual longitud, destaca una, cuya visión remueve en las conciencias las primigenias leyendas de gigantes.


(1) Jorge Luis Borges: 'Antología poética 1923/1977', Alianza Editorial, S.A., 2ª edición, 1983, página 42.