Real Abadía Cisterciense de San Andrés de Arroyo


Apenas son cinco los kilómetros que separan la pequeña población de Moarves de Ojeda y su carismática iglesia, de otro curioso e interesante lugar, en el que la expansión de ese brazo escindido de la poderosa voluptuosidad cluniacense, dejó una huella imborrable aun con el paso de los siglos: la Real Abadía Cisterciense de San Andrés de Arroyo. Si bien no se tiene constancia de la fecha exacta de su fundación, sí existen, no obstante, referencias documentales que se remontan, cuando menos, al año 1181, cuando el rey Alfonso VIII -conquistador, entre otras, de importantes plazas como la de Toledo-, otorga a la condesa doña Mencía y al monasterio, la iglesia de San Millán, situada entre las poblaciones de Grijalva y Villasandino. Se tiene, precisamente, a ésta doña Mencía, como su primera abadesa. Y su importante apellido, de Lara, no sólo nos recuerda su consanguineidad con una familia castellana que dejó su impronta en lo más granado de la Historia y del Romancero -recordemos la leyenda de los Siete Infantes de Lara-, sino que también nos trae a la memoria al que fuera -según el gran teósofo y escritor español Mario Roso de Luna-, el último templario del monasterio soriano de Santo Polo: Ginés de Lara.
 
Como en muchos otros lugares de similares características, cuanta la tradición que éste cenobio se levantó en el mismo lugar en el que se descubrió -de manera fortuita, casual o milagrosa, como numerosas de las imágenes marianas que han llegado a nuestros días arrastrando tal leyenda-, una imagen del apóstol San Andrés, cuyo símbolo más característico, como sabemos, es la cruz con forma de aspa en la que fue torturado. Una de sus características más notables, es que, al igual que en otros cenobios que acogen a una comunidad de índole femenina -como Buenafuente del Sistal, enclavado en un lugar privilegiado de la provincia de Guadalajara-, esta Real Abadía de San Andrés de Arroyo continúa en activo, albergando una comunidad de monjas, que se ha ido perpetuando desde sus lejanos inicios.
 
Uno de sus mayores atractivos, lo constituye el claustro del monasterio, aunque la amabilidad de las monjas se torna en inflexible negativa a la hora de permitir que se tomen fotografías o se haga cualquier tipo de reportaje gráfico, motivo por el cual, lamentablemente, no se puede mostrar en los vídeos. Ese detalle, doliente en el fondo -tal vez las monjas de San Andrés, no sean conscientes o no sepan que hay cientos de fotografías del claustro y sus dependencias navegando por internet-, no impide, sin embargo, que se mencione, pues tanto éste como la sala capitular o la cilla, son obras de arte no sólo reseñables, sino también muy meritorias en historia, que contienen, demás, algunas interesantes curiosidades.

 
Representativos de los cuatro puntos cardinales, cada lado del claustro consta de dieciséis columnas con sus respectivos capiteles. Unos capiteles que, aunque representativos de la característica austeridad de la arquitectura cisterciense contienen, sin embargo entre los motivos vegetales que los componen, algún curioso misterio: como la presencia del tomate, elemento que, según la hermana que nos acompañó en la visita, no era conocido en los siglos XII y XIII cuando se levantó el claustro. Un claustro que, también en su opinión, tiene influencias italianas, detalle que no voy a discutir, pero sí añadiré, que simbólicamente hablando, las dieciséis columnas de cada lado, conforman un número curioso: 64, el número de casillas que contiene ese pequeño universo denominado tablero de ajedrez, en el que simbólicamente se libra un combate mortal entre dos fuerzas antagónicas pero complementarias: luz y oscuridad, bien y mal, blanco y negro o ausencia de luz, como los colores del Císter y también del beaucéant o estandarte de los caballeros templarios. Pero es también un número muy especial, pues la descomposición de su suma, nos devuelve hacia ese concepto sublime, al que tiende todo, según la filosofía y la arquitectura sufí, tan prolíficamente promulgada por notables individuos de la cultura y el mundo árabe, como Ibn Arabi: la Unidad. La simplicidad, como vemos, a veces esconde las verdades más complejas.
 
Como prácticamente todas las salas capitulares de los grandes monasterios, la sala capitular es también un hermoso compendio arquitectónico, en el que la piedra tiende a representar, por la forma de las columnas y las claves que sostienen la bóveda, ese santuario u oasis de palmeras, cuyo complejo simbolismo queda reflejado en al menos dos de los Libros Sagrados más representativos: la Biblia y el Corán.
 
La cilla y la cocina, aparte de ser dos de los lugares más antiguos del monasterios, esconden numerosos secretos. No sólo en ellos se expone una necrópolis con tumbas antropomorfas y algún sarcófago de impresionantes proporciones -que, según la hermana, pudo pertenecer a algún caballero templario, observándose en su voz cierta amargura cuando describió el trágico fin de éstos hermanos-, sino que también, curiosamente, es donde mayor número de marcas de cantería se registran, detallándose, entre otras, la estrella de cinco puntas.
 
La iglesia, abierta de par en par, es el único lugar donde, curiosamente también, se permite tomar cuantas fotografías se quiera. También en su interior reposan algunos sarcófagos de piedra, totalmente anónimos y carentes de simbología, a excepción de los perros o leones sobre los que reposan. Hermosos y austeros en su conjunto, el ábside principal y los absidiolos muestran una arquitectura muy particular. Una arquitectura sobre cuyas formas se debería meditar, pues si en la sala capitular -como ya se ha dicho que ocurre en numerosas salas capitulares de los grandes monasterios-, no es difícil observar ese bosquecillo u oasis con la simbólicamente forma de la palmera actuando como bóveda, un vistazo a las claves de bóveda y las nervaduras que las componen, sobre todo en el ábside principal, nos recordará otra de las formas simbólicas que también constituyen todo un compendio de simbología y que fueron utilizadas por los canteros medievales: la pata de oca.
 
En definitiva, Real Abadía Cisterciense de San Pedro de Arroyo: un lugar por descubrir.
 
 

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