Arroyo de la Encomienda: la iglesia de San Juan
Como se advertía en las primeras
entradas dedicadas a esta ruta por los fascinantes Montes Torozos, el peregrino
sabe que uno de sus mayores atractivos, radica en la presencia, durante la Edad
Media, de las no menos fascinantes órdenes militares. Y de hecho, tiene la
certeza del dominio de las dos órdenes principales, rivales, de hecho, pero
cuyo acercamiento a su poderío y mediática idiosincrasia, constituyen, en el
fondo, una no menos prodigiosa aventura histórica: la Orden del Temple y la
Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén. Fundada ésta última por
comerciantes de Amalfi algunos años antes que la primera, el peregrino es
plenamente consciente de que el lugar al que se dirige, lleva el nombre de la
encomienda que los caballeros del Hospital tenían en un lugar situado a apenas
unos insignificantes kilómetros de Valladolid y otros tantos de Simancas,
ciudad que destaca no sólo por ser la sede de un impresionante Archivo
Histórico, sino también, por ser el lugar donde en el año 939, las tropas
cristianas al mando del rey Ramiro II, consiguieron una de las más importantes
victorias sobre el impresionante ejército musulmán enviado desde el emirato de
Córdoba por Abdelrramán III, desbaratando una campaña que llevaba el
significativo nombre del Supremo Poder.
La iglesia es de dimensiones
reducidas, y aparte de algún añadido bastante más que posterior a ese siglo XII
en el que fue levantada –por ejemplo, la sacristía-, se conserva en unas
condiciones bastante aceptables. Observándola, a la mente del peregrino acuden
los antiguos conceptos de equilibrio, proporción y medida que, entre otros, se
consideraban, sine quanum, los
principios fundamentales del arte arquitectónico. Es por ello que piensa, que
amparados en su conjunto, entre los motivos decorativos de los capiteles que
embellecen el pórtico principal de acceso al tempo, situado en el lado sur, destaque
esa admirable variedad ornamental, que alterna graciosas referencias foliáceas
–en cuya aparente e idílica austeridad, el cantero jugó también con los símbolos fundamentales de la ciencia
sagrada, como diría locuazmente René Guénon, así como con la magia de los
números-, con la cándida representatividad de las aves, como representantes
indisociables de ese matrimonio sagrado entre cielo y tierra, que lejos está de
la sempiterna fantasmagoría de los mitológicos zarpazos veniales desplegados en
las series de canecillos, bastante más castigados por la ira de los vientos,
donde la imaginación juega con los demonios del paradigma. Y no obstante,
observa el peregrino para sus adentros, el paradigma y sus demonios lanzan
inconfundibles mensajes subliminales a poco que uno se deje vencer por la
fascinante atracción de su naturaleza: la lechuza, ave asociada con la noche,
con la luna, animal sagrado de la sensual Afrodita; los espinos, asociados con
el tortuoso camino que lleva al calvario del Conocimiento; las arpías,
pérfidas, voluptuosas hijas del engaño, siempre al acecho del incauto, que por
algo en un principio fueron hijas de la mar; la serpiente a punto de devorar al
grotesco sapo, que quizás pueda entenderse aquí también como una sublimación
alquímica aplicada al espíritu; la sirena, lodo de los barros de antaño cuando
no se diferenciaban de las arpías; la sempiterna pata de oca, transmutada en
motivo foliáceo, con frutos o bolitas incluidos en número de tres -¿tal vez una
referencia a la Diosa en su triple naturaleza?-, similares a las que se
localizan en un capitel de la iglesuca románico del pueblecito burgalés de
Basconcillos del Tozo, situado no muy lejos de Barrio Panizares, lugar donde se
sitúa otro de los enfrentamientos del Cid con la pérfida Elpha.
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