Ruinas de la iglesia avulense de San Isidoro
En un
principio, estaba bajo la advocación de un santo, cuyo nombre, peculiar donde
los haya, Pelayo –pelasgo, pelagio-, ya debería de ponernos en antecedentes
sobre la sacralización de lugares de culto anteriores, que había en esa parte
de la capital avulense pegada al río Adaja, donde se encontraba su
emplazamiento original. Parece que fue a partir del año 1062 –posiblemente
aprovechando los cambios en los itinerarios originales del Camino de Santiago,
y el amplio tráfico de peregrinos que recibía la capital leonesa y en concreto,
la espléndida institución isidoriana, previamente allí establecida-, cuando
pasó a denominarse, también, de San
Isidoro. Más que una simple ermita –como parece que se consideró hasta su
defenestración final-, parece que, a juzgar por los restos, debió de ser, en
tiempos, un hermoso templo, bien conocido por los peregrinos que visitaban la
capital e incluso también, en épocas posteriores, por aquellos otros que
aprovechaban la escala para rendir culto a una de las más grandes místicas del
Siglo de Oro español: Santa Teresa de Ávila o de Jesús. Precisamente aquélla
imponente mujer que fue fundando conventos e instituciones por buena parte de
la meseta castellana –incluida la histórica Pastrana, lugar de gran riqueza
histórica, donde estuvo recluida la princesa de Éboli y en cuya iglesia de
Santa María o de la Asunción todavía se conserva un busto-relicario de la Santa-,
y que, como en el caso de la soriana Sor María Jesús de Ágreda –la Dama Azul-, su personalidad, carácter
y experiencias fueron investigadas por la Santa Inquisición, que no terminó
nunca de aceptarlas como las grandes figuras femeninas –posiblemente, ahí
radique el problema- y adelantadas a su tiempo, que en realidad fueron.
Con la
Desamortización de Mendizábal, la iglesia o ermita de San Isidoro, ya en
ruinas, fue adquirida por un particular, de nombre Emilio Rotondo de Nicolau,
al precio de dieciocho mil pesetas de la época. Sucedía esto, en el año 1884,
fecha en la que, también por su cuenta y mediación, fueron trasladadas al Museo
Arqueológico Nacional, en cuyo patio estuvieron hasta marzo de 1896, periodo en
el que fueron cedidas al Ayuntamiento de Madrid, procediendo éste, a su vez, a
trasladarlas a su actual emplazamiento, en el Parque del Buen Retiro.
Allí, en
esa parte de éste emblemático enclave mágico madrileño, y más concretamente en
la confluencia de la Avenida de Menéndez Pelayo y la calle de O'Donnell, las
ruinas –una portada y parte del ábside o cabecera-, ofrecen un toque exclusivo
de romántica nostalgia, dormidas, cuál princesa de cuento, en espera, quizás,
de ese príncipe que las libere de la burocracia y las retorne un día a su lugar
de origen, si bien, en el pasado, hubo algunos conatos que, por el momento, se podría
decir que han quedado en agua de borrajas.
O lo que es lo mismo: en puro y duro silencio administrativo.
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