El Pasatiempo de Betanzos


'Y todo es una parte del diverso
Cristal de esa memoria, el universo;
no tienen fin sus arduos corredores
y las puertas se cierran a tu paso;
sólo del otro lado del ocaso
verás los Arquetipos y Esplendores...'
[Jorge Luis Borges]

Non xove en Betanzos, cuando el viajero cruza el umbral, apenas una sencilla puerta de barrotes deslucidos y oxidados por el tiempo y la humedad, y accede, metafóricamente hablando, a ese otro lado del ocaso, donde sabe, supone o incluso presiente -como en los proféticos versos de Borges, que rondan su memoria-, que le esperan, sin aspavientos de ocarina, tambor, gaita o dulzaina, multitud de Arquetipos y Esplendores. Es el famoso Pasatiempo; el regalo de un indiano desprendido -el viajero sonríe para sus adentros, cuando recuerda que en la vecina Asturias se referían a ellos como americanos del pote-, que posiblemente pensara que con la aportación de algunos duros de la época, recobraría unos afectos que la vida le arrebató cuando llevó a cabo, maleta de cartón, pañuelo, mda en mano y ronchones en el alma la decisión, obligada o deliberada -tanto monta, monta tanto-, de cruzar el charco en busca de El Dorado o de la Fuente de la Eterna Juventud, o de la Madre de todas las Quimeras, que en el fondo, fueron siempre las Américas. El viajero, involuntariamente, se estremece ante los mitos de avidez del ser humano, y dejándose llevar por un inesperado impulso, observa el cielo.

Paradójicamente, tiene la extraña sensación de que el sol está inusualmente más alto que de costumbre; parece como, si por la ley de la gravedad de una conjunción astronómica desconocida, quisiera alejarse de aquélla línea del horizonte, que orientada a poniente -justo por el lado contrario de donde llegaron a Belén los Magos, cuyos restos se supone que descansan en un arcón de la catedral de Colonia-, le recuerdan, de manera drástica y perentoria, su obligación de suicidarse, como cada tarde -¿cabría plantearse una relación entre Sísifo y el Sol?-, en el cercano Finisterre. No obstante, como símbolo universal y Arcano Mayor que es, su luz, nítida e hiriente, deja al descubierto, apenas el viajero penetra en el recinto mágico, un espectáculo decadente, que en forma de abatido olvido, debería de ser clavo lacerante en la llaga del orgullo de una municipalidad dormida, independientemente de que sea domingo y fiesta de guardar y el encogimiento de hombros sea la excusa perfecta para señalar a la crisis como la pandemia maldita del siglo XXI que ha arrasado intenciones y presupuestos, obras y amores y por supuesto, todo un rosario de buenas intenciones. Pelillos a la mar, naveira, naveira, naveira do mar.

En realidad, tampoco importa; o no importa demasiado, si se tiene en cuenta que el viajero opina que en el fondo y después de todo, siempre hay un deje de sempiterna melancolía en lo decadente, que equilibra las balanzas de lo pasado y lo por venir con filigranas doradas de austera realidad. Sin llegar a aquello que el gran poeta Virgilio definía como etiam ruinas periere -¡hasta las ruinas perecieron! (1)-, pero acercándose peligrosamente a ese punto de no retorno -no return, no return, como la letra de esa inolvidable canción de Dimitri Tiomkin, relativa a aquél peligroso río que tuvieron que vadear, no sin esfuerzo y dificultad Robert Mitchum y Marilyn Monroe para darse cuenta de lo enamorados que estaban realmente (2)-, constituido por la unión inefable entre abandono y maleza -como algunos edificios góticos que tanto agradaba visitar al Maestro Gaudí-, el viajero, hasta donde abarca su visión, piensa y siente, luego debe de ser cierto que existe -escuela cínica-, que está pisando los delicados pétalos de una rosa en descomposición. Rosa Rosae. A su derecha, y en esa media curva de ballesta que soporta parte del peso de la escalinata superior, un buzo intenta hacerse con el cofre del tesoro, detalle que, aun yendo más allá de lo literal y ornamental, le parece una auténtica metáfora junguiana relativa a la que quizás sea la mayor aventura que pueda emprender un ser humano: el viaje interior; el descenso a las profundidades de uno mismo para descubrir quién se es en realidad.



Por el contrario, y aun obviando las numerosas referencias masónicas de los escudos -incluidos los sugestivos gorros frigios, los apretones de manos, los soles, las estrellas, los cuernos de la abundancia o las pirámides-, correspondientes a esas hijas republicanas que le salieron rana a la monárquica España, el viajero concentra su atención en el muro, algo más allá, donde una recopilación de relojes fusilan horas que son recuerdos, minutos que son suspiros, segundos que son dolor: ¿quién inventó a Cronos, sino el hombre, quien a su vez parió a Cupido, a quien hizo siempre responsable del error dorado, cuando, en realidad, su único error ha sido, es y será la impuntualidad?. ¿Y quién, llegados a este punto, no soñaría con tener poder sobre el tiempo y atrasar o adelantar a voluntad ese fatídico instante en el que tomó una mala decisión y dejó salir de su vida a alguien realmente importante?. Fue Cupido quien disparó, sí. pero seguramente no lo hizo a ciegas, como generalmente se le atribuye, sino a destiempo. Y eso, al fin y al cabo, ¿qué es, sino una humana falta de paciencia, como la que demostraban los alquimistas de la Edad Media -precursores de la química moderna-, intentando acelerar un proceso de transmutación que maduraba a la perfección, en el seno de infinita paciencia de la Madre Tierra?.

Con paciencia, seguramente, piensa el viajero a continuación, que debieron de esculpirse esos templetes sobre los que estrecha un prolongado abrazo la pátina promiscua del tiempo. Una pátina, que se extiende al resto de la mitológica estatuaria, cuyas venas de mármol duermen el sueño eterno, quizás soñando con despertar un día a la carne. El templete central, que se eleva sobre una piscina invadida por la verdura, le recuerda, también, que después de todo, hasta en el agua estancada se pueden encontrar rastros de vida. Y es que la vida, como todo lo que tiene sentido, siempre se abre paso sin importar las dificultades. Difícil, finaliza el viajero sus reflexiones mientras se aleja en dirección al cercano Hiper Chino -los chinos, está convencido, de que son los actuales indianos que hacen las Américas en España-, sería no mirar hacia esa otra curva de ballesta, situada en el lado de poniente del estanque y no recordar, o mejor dicho, comparar, viendo esa cueva y esas estalagtitas, esa técnica de aprovechamiento natural del espacio, que ya pusiera en práctica Gaudí en su genial Park Güell. Un Pasatiempo, este de Betanzos, que, después de todo, continúa siendo mágico. 


(1) Mi agradecimiento a D. Miguel de Unamuno, por recordármelo, cuando en Salamanca y allá por agosto de 1911, recordaba con esta cita parte de su impresión de las ruinas del monasterio de Santa María de Moreruela.
(2) Referencia a la película de Otto Preminguer, River of no return: Río sin retorno.

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