El arcoiris y la catedral



Si hay edificios, cuya madre es la Tradición y cuyo padre es el Misterio, no me cabe la menor duda, de que son las grandes catedrales medievales.



Las catedrales medievales, además de ser una respuesta a las obsolescencias de los precedentes templos bizantinos o románicos, son también lugares que vuelven a reivindicar el antiguo pacto que hizo Dios con los hombres, después del Diluvio Universal.



Por ello, no sólo no es extraña la presencia, metafóricamente hablando, de los arcoíris –el símbolo por antonomasia de tal pacto- sino que además, constituyen un motivo de deleite para los sentidos, que no tardan en claudicar frente al inconmensurable poder de lo hermoso.



Los culpables de tan extraordinario fenómeno, fueron aquellos mismos que buscando a Dios en las alturas, urdieron esas paletas solares, la vidrieras, por cuya mediación, ese genio expresivo que es el sol, se convertía en el heraldo divino, haciendo filigranas, cuyo mimetismo cromático se materializaba en magnéticos colores, capaces de cautivar el espíritu.



Esa es la parte, alejada de los modernos focos eléctricos, que merece la pena observar cuando se visita una catedral, pues no en vano representan una visión importante de esos calculados efectos especiales de la época, capaces de trascender conciencias, como si fuera un renovado Pentecostés, que abatiéndose sobre los fieles, conectaba dos planos antagónicos: el terrenal y el espiritual.



AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.



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